Maese Rodrigo se encontraba en una dura encrucijada; si
bajaba al valle estaría expuesto a cualquier aviesa mirada; tanto del enemigo
como de cualquier facción de maleantes
asaltadores de caminos dispuestos a matarte por medio pan seco o unas pocas
monedas de cobre. En la mayoría de las ocasiones, en aquellas tierras te
mataban por unos simples borceguíes de algo parecido al fieltro.
Por otra parte, continuar su viaje por aquellos altos riscos,
helados, aunque oteabas siempre con ventaja desde la natural atalaya todo lo
que la vista alcanzaba y, de esa manera, era él quien , en principio, divisaba
antes el peligro; pero no sólo la gélida temperatura de las cumbres hacía
penosa su marcha; tenía que estar pendiente de los grandes úrsidos que poblaban
aquellas crestas, así como enormes y feroces gatos dispuestos a hacer un
suculento bocado con sus carnes.
Tenía que llegar al fortín que se alzaba en el extremo de
aquél valle; levantado donde, a partir de él, se empezaba a extender una gran
meseta y que le premiaba con una amplia visibilidad de leguas, con lo que era
fácil avistar a una fuerza que quisiera hacerse con él. Además, la gente
pobladora del baluarte, tenía un amplio conocimiento de las artes del combate.
Todo ello, hacía del pequeño castillo un lugar seguro y cómodo para proyectar
una vida allí estable.
Maese Rodrigo era un joven al que la lectura, desde su más
tierna infancia, no sólo le había distinguido entre sus compañeros de juegos
por saber leer muy pronto, sino que un talento especial para las armas, pronto
le hicieron rodearse de cierto respeto y contar, siendo aún un chaval imberbe,
para las cacerías que se organizaban, periódicamente, en la aldea natal.
Pero la aventura recorría sus venas transportada al unísono
por su flujo sanguíneo junto a plaquetas y glóbulos rojos; hecho que él jamás
sabría. Y una punzada al amanecer de un día cualquiera decidió su marcha hacia
la aventura y llegar, como primera meta, al reducto que algunos aventureros que
se habían acercado hasta el villorrio,
habían hablado de su existencia;
al final de un valle angosto y lleno de peligros.
Y en aquella alborada, de un día cualquiera, se había
predispuesto para el viaje; arco en bandolera con su carcaj de piel de gamo y
calzada al brazo una extraordinaria
rodela forjada en acero y claveteada en
toda su semicircunferencia; haciendo de ella un extraordinario escudo
protector. Una hermosa espada, colgaba del cinto de atractivo y fino cuero de
marroquinería.
Un grito desgarrador le heló unos instantes la sangre que,
por el frío reinante, ya circulaba con dificultad por sus entrañas.
Era un grito humano, no cabía duda; y sonaba lo
suficientemente cerca como para estar en guardia ante la eventualidad de que
aquella garganta hubiera sido cercenada por algún ser vivo, de dos o cuatro
patas, que estuviera muy cerca.
Oyó primero y después
vio, a un centenar de pasos delante de él, cómo un bulto rodaba ladera abajo
para terminar despeñándose en el vacío desde un empinado precipicio. Un sudor
frio recorría su cuerpo. Tensión. Permaneció, medio escondido tras una gran
roca, cuyos matorrales crecidos a su alrededor le proporcionaban un lugar
óptimo para escudriñar el paisaje sin ser descubierto. Pasó el tiempo y ningún
ruido, más allá de los habituales de un paraje como aquél, volvió a quebrantar
la sonoridad del lugar.
Esperó un rato más cerciorándose de estar sólo en el entorno.
Salió, con cautela de su escondrijo y prosiguió su camino, en tensión que, poco
a poco, fue relajando a medida que comprobaba la aparente tranquilidad
reinante.
Acampó, a media mañana en un peñasco que, a modo de atalaya
natural, le proporcionaba una preponderancia sobre los alrededores, con lo que
evitaba cualquier tipo de sorpresa. Él veía los acontecimientos del entorno,
mucho antes de que él mismo pudiera ser descubierto; salvo desde el aire...
Acababa de tomar el último bocado de su tasajo de carne seca
y alzaba el odre de agua para pasar por su gaznate dicho bocado, cuando otro
grito, del mismo corte que el anterior, hizo que su preciado bien le bañara
todo el rostro por el respingo que le sacudió.
¡Otro grito! De un salto recogió su escudo y se situó en
posición de defensa mientras recorría con su mirada un círculo imaginario que
abarcaba el perímetro de una circunferencia entorno suyo. se fue resguardando,
a la vez, entre unos matorrales que disimulaban, bastante, su silueta.
Un rodar de piedras a su izquierda le hizo dirigir la vista y
comprobar que entre ellas, otro bulto de figura humana seguía el recorrido de
las mismas ladera abajo, como un fardo pesado precipitándose, de nuevo, al
vacío.
Aquello no podía ser un hecho casual... podía ser que una
persona pudiera resbalarse en aquellas cumbres y caer por la pendiente; pero
dos, tan seguido, tenía que ser por alguna otra causa.
Recogió el odre, medio vacío, del suelo y se dispuso a
reanudar la marcha; subió un poco más la loma con el fin de poder estar más
cerca de la cota donde, presumiblemente, se estaban sucediendo los trágicos
acontecimientos; aunque eso sí, con extrema precaución y continua atención ante cualquier ruido que
pudiera alterar el normal ronroneo de aquellos parajes.
Había caminado un par de horas sin ningún sobresalto más. Su
cabeza se empezaba a acostumbrar a lo que parecía, más bien, un día de paseo
por un paisaje tremendamente bello y una temperatura a esas horas, ideal para la marcha; fresca pero soleada.
Paró para refrescar su garganta. Con la mano derecha, a modo
de esponja improvisada, escurrió parte del agua por su cara. El sol comenzaba a
enviar unos rayos mucho más potentes que los de primeras horas del día.
Se acababa de refrescar cuando otro grito desgarraba el
silencio de la montaña. Otras piedras rodantes anunciaban el paso, inexorable,
de algún bulto con forma humana. Y así fue; sólo que, en esta ocasión eran dos
los que competían en una carrera esperpéntica hacia el vacío. El primero cayó.
El segundo fue a enredarse en una matas lo suficientemente densas como para detener su implacable desplome
hacia el valle.
Recorrió con velocidad el trecho que le separaba de
aquél cuerpo inerte y se agachó para
darle la vuelta e inspeccionarle. Comprobó que el hombre tenía las facciones
típicas de los habitantes de la zona; sin duda era un expedicionario de alguna
partida de exploración en busca de caza o, pudiera ser que perteneciera a un
grupo que controlara aquellas cumbres como límite de defensa del castillo.
Descubrió que no había sido una fiera quien había terminado con aquella vida.
Un boquete, sin duda de espada, atravesaba el pecho a la altura del corazón.
No había una gran fiera en aquellos picos; no, al menos, de
cuatro patas.
Le tranquilizaba, un tanto, la idea de que el posible
enemigo, fuera un hombre al que medirse, con sus armas, de igual a igual. Maese
Rodrigo confiaba mucho en su pericia con ellas.
Prosiguió dos horas más su marcha entre aquellos pinares
alpinos milenarios, dignos de ser admirados con calma si no hubiera sido por
los espeluznantes gritos que, de vez en cuando, había jalonado, horas antes, su
deambular por la comarca.
Hizo una pausa para comer. Sopesó la posibilidad de hacer una
hoguera para dar buena cuenta del conejo que hacía un rato había atravesado con
una certera flecha de su arco; pero quizá no sería prudente hacerlo, dado los
acontecimientos sucedidos aquella mañana. Decidió, pues, seguir masticando el
trozo de carne seca y regarlo con bien de agua de un hilo de manantial que
discurría a sus pies. Y así lo hizo.
Se recostó entre sol y sombra y fuera de posibles mirada
inoportunas y descabezó un corto pero reparador descanso que le restituyó, de
nuevo, sus fuerzas.
En las primeras horas
de la tarde volvió a reanudar su marcha. Se encontraba, según sus cálculos,
hacia la mitad del valle que le conducía hacia la pequeña ciudadela guardiana
del mismo.
Unas pequeñas rocas, despeñadas, saltaban por la ladera.
Instintivamente se resguardó tras de un ancho y hermoso tronco de pino. Esta
vez no hubo cuerpo que acompañara a las acróbatas rocas.
Esperó unos minutos a que la calma se hiciera de nuevo y
trepó, mote arriba, medio centenar de pasos; hacia el
lugar que, presumiblemente, era el sitio desde el que acababan de lanzarse,
cuesta abajo, los guijarros. No tardó en estar sobre el lugar. Unos
deslizamientos que cualquier rastreador era capaz de leer, demostraban, sobre
el suelo del bosque, que un ser humano había estado a punto de correr el mismo
destinos que los infortunados seres de aquella mañana. Sólo que esta vez le
intrigó, sobremanera, el descomunal rastro de la pisada del autor de aquél
desliz ¡Era un hombre de estatura singular, a juzgar por la huella del suelo!
Maese Rodrigo, siguió su rastro; ahora con el misterio que le
embargaba por descubrir al poseedor de tan semejante pie.
Llevaba una hora más de camino cuando otro imperceptible
discurrir de unas lascas de piedra por la ladera le hizo pararse en seco. Quien hubiera provocado ese pequeño derrumbe,
sin lugar a dudas estaba al acecho. Aquello tenía toda la pinta de haber sido
un error, más que un hecho provocado por un simple transitar por la ladera. De
haber sido así, se hubiera producido un desplome de mayores proporciones.
Había ascendido otro centenar de pasos en busca del causante
de aquél suceso, cuando un cuerpo hercúleo, gritando bárbaramente, se
abalanzaba hacia él blandiendo una imponente maza. El coloso gritaba con una
voz potentísima que, sólo el escucharla, servía como un medio desmoralizante,
sino de pavor, cara al enemigo.
Maese Rodrigo tuvo el tiempo justo para ponerse en guardia,
con el escudo protegiendo su pecho y la espada en su mano diestra dispuesta a
defender su vida a costa, si fuera preciso, de cercenar la de aquella masa de
músculos que arremetía, ladera abajo, contra él.
El golpe inevitable y como consecuencia de la posición
aventajada del enemigo, hizo rodar a ambos un buen trecho. Una pequeña planicie
detuvo el voltear de ambos hombres.
Los dos saltaron, con presteza, recuperando la verticalidad.
Y un instante después, se echaban el uno contra el otro con la clara intención
de acabar con la vida de su
contrincante.
Paró el primer golpe consistente, rotundo, sintiendo en su
escudo la formidable fuerza del coloso. Un segundo, a continuación, le hizo
trastabillar, aunque inmediatamente consiguió recuperar la estabilidad y lanzar
un imponente espadazo hacia su enemigo. Éste se resintió del golpe y pudo darse
cuenta de que aquél hombre iba a ser difícil de doblegar.
La lucha prosiguió un rato que a ambos adversarios les
pareció que duraba horas. Ninguno de los dos, a pesar de la diferencia de
envergadura, daba muestras de flaqueza en el combate. Ante la masa de músculos
de uno, el otro oponía su destreza con la espada y su más que depurada técnica
de combate; lo que igualaba mucho la pelea.
Un grito de seriamente tocado, se escapó de la garganta del mastodonte; y
otro a la par, pero de júbilo partía de Maese Rodrigo...
Otros, desde la lejanía, le llamaban...se
aproximaban....¡Rodrigo! ¡Rodrigo!...Las voces de Marta y Rogelio, sus
progenitores, le llamaban mientras exclamaban...¡Es sólo un sueño! ¡Deja ya de
blandir de pie, en la cama, la almohada como si fuera una espada! ¡Hijo!...es
sólo un sueño...
Rodrigo se despertó, a
duras penas, con el sabor amargo de no haber podido concluir aquella épica
aventura...
Se prometió así mismo, no dejar pasar ni una noche más, sin
poder completar aquella peripecia y, sobre todo, saber si aquél fornido
oponente había caído bajo el acero de su espada... o si, por el contrario,
sería él quien no volvería a levantarse del suelo, vencido por la maza de
aquella bestia.
Sea como fuere, el espíritu mitad guerrero, mitad caballero
andante de Rodrigo, Maese Rodrigo en los devaneos nocturnos, volvería a
cabalgar por la utopía onírica de la noche; a le espera de que el curso
terminara y así poder explayarse más horas en sus peripecias heroicas
noctámbulas...
Había mucho maleante por doblegar en esos caminos de Dios...
Para el II Concurso de Relatos
Pluma de Cristal