Lucio,
Centurión Mayor de las legiones de Roma, no estaba para aguantar monsergas de
un Procónsul cuyo único bagaje era ser sobrino de un rico hacendado de la Urbe
con pretensiones de Senador. Y que, según se podía escuchar por los mentideros
políticos, sus íntimas ambiciones no presagiaban que fueran nada honorables.
Más bien se encaminaban a hacerse aún más rico.
Pero
el hecho es que aquella enfermiza figura, delgada, desnutrida y de aspecto
macilento, sin el menor ápice de cómo saber mandar una tropa, se desgañitaba
lanzando improperios mientras su cara se iba tornando rojiza por un esfuerzo
que su maltrecho organismo no estaba predispuesto a soportar.
Lucio,
curtido en mil batallas y el culo treintañero pelado de tanto correr por las
tierras del Imperio y por las de otros, no podía más que aguantar el chaparrón;
aunque este se estuviera tornando en un diluvio
casi universal.
Él
era el primero que estaba algo más que molesto consigo mismo por haber caído en
la trampa tendida por los arévacos. Había estado estudiando el campo que se
extendía al frente, con la minuciosidad de quien lleva toda una vida en el
ejército, sopesando las posibilidades de una encerrona; pero no vio ninguna
señal que lo delatara; y es que en la guerra, no siempre eres tú el mejor ¿Se
estaría haciendo viejo?
El
Centurión era muy apreciado por los mandos, militares profesionales, de su
Legión. Y su veteranía, le servía para aguantar los improperios de aquél
advenedizo, un rato. Sabía que, de vuelta entre los suyos, los soldados
estarían, una vez más, de su parte sin ninguna objeción.
El
final de verano estaba resultando anómalo
para aquellas latitudes de la Hispania septentrional. Al calor pegajoso
y nada usual de la época se le había unido, hacía ya una quincena, un manto de
agua de gotas gordas y gruesas que taladraban materialmente la cabeza si no fuera porque, la mayor parte del tiempo,
aquellos legionarios se cubrían la cabeza con el casco. No sólo no era incómodo
el día por el bochorno y la humedad sino que, al caer la noche, las esperanzas
de una tregua del calor se veían pronto desvanecidas ya que, la humedad
reinante, bajaba ostensiblemente la temperatura ambiental y sobre todo los
legionarios de la guardia nocturna las pasaban canutas por el frío.
El
caso es que una nueva misión, de las que nadie quería, se le acababa de
notificar. Siempre eran él y sus soldados los elegidos para las misiones más
desagradables; las que no conllevaban agasajos ni gloria de cara a la sociedad
civil; las que solamente eran valoradas por algunos mandos; los menos; los
profesionales; los que no habían venido a ganar prebendas a cambio de mezquinas
y truculentas conspiraciones.
Lucio
era soldado. Vivía por y para el Imperio. A él y sólo a él se debía. Ni tan
siquiera a su César si éste no cumplía con la sagrada misión de preservar Roma.
Así
se lo había enseñado su padre. Una de las pocas cosas que recordaba de su
lejana niñez.
Numancia
, ciudad sitiada por muchos Cónsules llegados de Roma durante años y que
ninguno había podido llevar a término su conquista. En el fondo de su corazón,
Lucio, sentía especial admiración por aquellos hombres que, una y otra vez,
rechazaban sus ataques y tantas muertes les estaban costando.
En
esas cavilaciones se encontraba cuando fue requerido por un emisario de parte
del Legado de su legión. Acudió presto y comprobó, al entrar en el aposento,
que el resto de mandos y suboficiales de la Legión se encontraban también allí.
El
comunicado del Legado fue lacónico en total armonía con el estilo militar: Roma
había designado un nuevo General en Jefe del ejército Peninsular y ya se
encontraba en Hispania; éste era, ni más ni menos, que Publio Cornelio
Escipión. El tono con el que transmitió el mensaje el Legado, dejaba entrever
su satisfacción por el cambio de mando. Y la cara y los gestos de la mayoría de
los oficiales presentes, también. Muy pocos fueron los que esgrimieron una
discreta mueca de desaprobación. Sin duda los que habían ido sólo a buscar
fortuna. Llegaba un General en cuyos genes se distinguía el marchamo de
honestidad y servicio a Roma.
Los
días siguientes fueron de una actividad frenética. El general había hecho
levantar su propia tienda en medio de las demás de los legionarios; sin ninguna
posición de ventaja ante un ataque enemigo; había impuesto una estricta
disciplina desde el primer momento y adiestraba continuamente a su ejército
para conseguir una formación homogénea y dispuesta al combate uniformemente;
sin fisuras. Y lo consiguió. En poco tiempo sus Legiones se distinguieron por
el sentido de disciplina y de grupo. La pobre Numancia tenía los días
contados...
Pero
antes de eso, aún quedaba mucho trabajo por hacer. Escipión supo de la pericia
y lealtad de Lucio. Cuando se barajaban nombres para llevar a cabo las
diferentes misiones, tanto de hostigamiento, como de saqueos con las que
molestar al enemigo, siempre aparecía su nombre en el cónclave de mandos. Y el
general, propenso hacia los soldados de ese corte, enseguida propuso al Legado
de la Legión de Lucio una misión, específica, para el Centurión Mayor.
Y
en este instante mismo se lo estaban comunicando.
Llovía
a cántaros cuando el centinela de la segunda vigilia le tocó ligeramente el
hombro para despertarlo. Se acercó al cuenco que hacía las veces de lavabo y el
agua que le acababan de poner la desparramó, en el sentido literal de la
palabra, como una cascada desde su cabeza a lo largo del torso. No movió ni un
músculo ante el choque con el agua más bien fría. Pensó, que se podía haber
ahorrado ese despertar con sólo dar unos cuantos pasos más allá de la tienda y
dejar que la naturaleza hiciera el resto. Apenas se secó. Con la presteza
mecánica de quien lo ha hecho miles de veces se pertrechó el uniforme y las
armas. Diez minutos después salió de la tienda y contempló, frente a él al
grupo de hombres perfectamente preparados. Siempre era así.
Silencio
sepulcral. La Legión dormía. Los centinelas dispuestos con precisión
matemática por los diferentes puestos de
vigía, mantenían los ojos bien abiertos para descubrir cualquier actividad del
enemigo. Muchos ojos concentrados, sobre todo, en las puertas de aquella
ciudad, altamente molesta para Roma.
Tras
otros diez minutos Lucio y su grupo se encontraba en lo más extremo del ala
oeste de la Legión. Con cautela abandonaron la zona de seguridad del campamento
y se internaron en la inhóspita noche.
Avanzaron
casi a ciegas. No dejaba de llover. Esto jugaba a su favor. Era menos
previsible cualquier movimiento de ninguno de los dos contendientes con ese
tiempo. Pero Lucio era un soldado avezado y no por esa circunstancia dejó de
colocar a sus hombres con la formación de destacamento en misión de
reconocimiento; sus hombres , unos cuantos de ellos, cubrían los costados, retaguardia y vanguardia del resto de la
formación.
Amanecía,
si se podía llamar así, con una pátina plomiza que se aventuraba a través del
manto de agua que seguía cayendo. Estaban calados hasta los huesos. Las casi
tres horas de marcha, casi por ciénagas inundadas, empezaban a hacer mella en
el grupo. Los vigías adelantados alertaron a Lucio de la existencia de un
promontorio elevando cincuenta metros del suelo y cubierto de la típica
vegetación del sotobosque; matojos de metro y medio de altura y algún otro con
pretensión de árbol que, cuando se agrupaban, podían servir de cierto abrigo
contra la lluvia. Hacia allí se encaminaron. En unos cuantos minutos la mayor
parte del grupo, menos los designados para la vigilancia, se encontraban
bastante protegidos contra el controvertido agua; tantas veces reclamado como
refrigerio y otras tantas odiado por su pertinaz manera de caer.
Ya
se distinguía perfectamente el paisaje cuando Lucio dio la orden de partir; de
reanudar la marcha.
Tenían
que seguir tres etapas más hacia el oeste. Hacia la parte más alta y llana de
la meseta superior de Iberia, la Hispania romana, si algún día se terminaba de
conquistar...
Seguía
lloviendo. Los dioses parecían que estaban molestos con Roma. Lucio no creía en
estos presagios. Era racionalista por naturaleza; lo que no impedía que, de vez
en cuando, algún pensamiento de ese tipo le rondara su cabeza.
¿Y
si fuera cierto que los dioses no
quisieran que Roma conquistara aquellas tierras?
La
misión que le habían encomendado, serviría de testimonio, según su éxito o
fracaso, para sus inquietantes pensamientos...
¿Y
si la historia fue así?...
Para el II Certamen de Relato Histórico Heródoto de
Halicarnaso. Portal
Clásico.