domingo, 29 de junio de 2014

Fe, la zapatera



La recuerdo siempre con la misma edad. Esa edad indeterminada, no joven pero no mayor, entre dos aguas. Ese era su aspecto; como parado en el tiempo. El color del pelo no desvelaba nada en absoluto; pues, desde muy pequeño le evoco de un tono negro entre cano; hacia atrás y relativamente corto o media melena a veces;  las cejas muy pobladas, ojos grisáceos, cara redondeada y un lunar en su mejilla derecha.

Ésta era Fe; Fe la de "La Casa de la Goma", como rezaba el cartel de su zapatería. Adornaba sus estropeados ojos, cansados de trabajar y de hacerlo durante muchas horas, bajo luz artificial, unas gafas, en cuyos cristales se advertían infinidad de cicatrices fruto de las salpicaduras de los pegamentos utilizados, altamente corrosivos, y de las virutas  que rebotaban en ellos, cuando pulía los diferentes tipos de materiales.
Reunía, además de una gran destreza y honestidad profesional,  otra faceta más intrínseca a la esencia del ser humano: la bondad.

Seguramente por eso, su local,  venía a ser un centro social en el pueblo. En él había gente permanentemente, algunos comprando y casi todos al olor el último cotilleo o chisme que circulara, por el pueblo, sobre tal o cual "veraneante", o de cómo iba Fulanita en la fiesta de la noche anterior dada por la "Paparda"; que era  como llamaban allí a la gente adinerada de las grandes ciudades.

Si querías enterarte de quién se había muerto, cinco minutos antes de que lo anunciaran con su lúgubre tañido las campanas de la iglesia de San Cristóbal, alguien que había pasado por la tienda lo había soltado como queriéndolo dejar "pinchado" en los corchos que vendrían muchos años después. Eran las formas de la época.

No sólo se reunían mujeres, no; he visto y oído a muchos hombres pasar y dejar recados para terceros; o comentar que, como estaba la mar, esa mañana iba a ser imposible salir de pesca; o que la vaca del "Marcialuco", había parido un "chotu" que era un primor...o...o...
Resultaba que venía a ser, al cambio y guardando las distancias, el Hogar del Jubilado de nuestro días, salvo que,  en "La Goma", se daba mucho más intercambio generacional.

Y Fe se sabía de memoria los nombres de todos los niños de los veraneantes "tradicionales", y era raro que no tuviera una bola de chicle, con sabor a anís que no te pudieras llevar a la boca en cada visita.

A primera hora de la tarde, la tienda se llenaba de mujeres y algún chaval, para escuchar por la novela de turno. Más valía que no se te ocurriera hacer algún comentario. El silencio era sepulcral. Creo que la gente no entraban a comprar a esa hora, por no molestar.

Era la zapatera prodigiosa de Lorca  pero con el carácter afable  del marido. Fe no se casó. Vivía pendiente de una hermana y sobre todo de su anciana madre. Además de la zapatería, cuando terminaba y después de cenar, aún la quedaban arrestos para administrar un pequeño huerto, con jardín, frente a la casa dónde vivía.

Su único uniforme era una bata gris en verano, con una Rebequita azul oscura para los días que refrescaba, sobre la que se ponía el eterno delantal azul marino, para los momentos que estaba atendiendo a los clientes. Para trabajar en el "burro" sobreponía, por encima un , ya viejo, mandilón de cuero que la sirviera de cierta protección, ante los posibles deslizamientos  de la escofina o de las cuchillas. Sus manos las recubría con manoplas que dejaban los dedos al aire para un mayor tacto a la hora de manejar los diferentes útiles. Sus dedos, solían anunciar, frecuentemente, lo fácil que era cortarse con aquellas herramientas...

Era un auténtico lujo verla trabajar. Comenzaba por cortar, con un patrón previo correspondiente al número de del zapato al que había que "echar suelas", de un pliego de cuero. Le daba la forma del contorno deseado y lo moldeaba en la horma a golpes del martillo remendón; era un moldeado provisional; no el definitivo. La piel se sujetaba a la horma con gomas un tiempo; desconozco si horas o días; pero era sólo para que se acostumbrara a coger cierta forma.

Para las suelas se destinaban unas cuchillas de corte, afiladísimas, con las que iba rebajando las orillas. La piel la había pegado, previamente en el zapato a reparar; que, puesto sobre el "burro",  la recortaba, poco a poco, hasta adquirir la silueta definitiva de lo que necesitaba. Anteriormente, lo había encolado con un pegamento en lata que aplicaba con una maderita, a modo de brocha; porque decía que con ese útil tenía más tacto a la hora de esparcir el pegamento por la suela que con los pinceles y brochas tradicionales; aparte de que los componentes corrosivos del ungüento, pronto dejaban inservibles los pinceles.

Recordaré, siempre, el olor de aquél pegamento. El color y la viscosidad me traían a la memoria los botes de leche condensada hervidos al baño maría ¡Qué le iba a evocar a un chavalillo!. A la vista, desde luego.

Cuando llevaba cierto tiempo de secado, la suela, la daba suaves martillazos para que se fuera asentando en su lugar óptimo; Y, por último, recortaba, ya con más atención y detalle, las sobras dejadas en un primer corte mucho más grosero; destinado sólo a quitar un poco de superficie de la suela para trabajarla mejor.

Con la suela seca, venía en momento de coserla. Punteaba, a cierta distancia de los márgenes de la misma, unos pequeños orificios a ligeros golpes con un marcador. Sobre esta primera señal después, con un punzón terminaba de taladrar la suela, para, a continuación, con aguja y cordel, que enceraba previamente, terminaba de fijarla al zapato con un fuerte cosido. Casi resultaba permanente.

Y así, hora y hora y día tras día. Siempre parecía estar en su tienda. Si tenía que comprar alguna cosa y cerraba, aunque fueran cinco minutos, no faltaba quien se preocupara por encontrarse cerrada la zapatería.

Pero en el cartel del establecimiento, rezaba: "Casa la Goma". Y era por algo. Estamos en un pueblo del norte de España. La pluviosidad es, era por desgracia, muy grande; y lo que Fe vendía copiosamente eran botas de agua. En los pueblos del norte, los pescadores, horticultores y ganaderos, entre otros, usaban cotidianamente dichas prendas; y era un  goteo diario  ver cómo, las gentes del lugar, se abastecían de aquellas largas botas negras de goma.

Luego, la ley de la oferta y de la demanda, fruto de la moda puesta e impuesta en las ciudades, hizo que los "veraneantes" se avituallaran, para el invierno,  de botas de agua o "katiuskas", que era como realmente se las conocía entonces, ya fueran de colores  o con dibujos, para sus hijos; pues  encima, eran baratas.

Fe vivió bastantes años más. Antes se había jubilado y, tanto el pueblo como los veraneantes tradicionales, perdimos algo que considerábamos nuestro. Era un centro de reunión, de conocernos mejor unos a otros, de "estar al día"; y, sobre todo, perdimos a Fe; esa persona afable, siempre de buen humor y dispuesta a escuchar las alegrías y las tristezas de los vecinos y forasteros que, durante los meses del estío, tomábamos al asalto su local.


Nadie ha ocupado su sitio. No me refiero a la vertiente de "confesionario" que, tan importante era en Fe.  Aludo al no menos importante oficio que desempeñaba en las ciudades, en los pueblos, el zapatero remendón.










Para el III Concurso de Relatos Cortos Andrés Gutiérrez de Cerezo . Asociación Cultural Cerasio, 2014. Cerezo de Río Turón (Burgos)


sábado, 28 de junio de 2014

¿Será?



Comentan desde hace años,
comentan los neoyorquinos
que habitan como inquilinos,
en el mundo submarino,
reptiles que son huraños.

Parecen no ser extraños
los dichos capitalinos,
con los seres submarinos
¿perderemos intestinos,
bajando esos peldaños?

Amén de más desengaños
y tras tomar unos vinos,
convengamos que son finos
los rumores, como chinos
creamos estos engaños.


Para el VII Certamen Memoria de Poesía "María Pilar Escalera Martínez, Internacional, 2014. Lugo.

sábado, 21 de junio de 2014

Navidad con ellos



En mi familia la Navidad era austera. No me refiero al hecho en sí mismo; sino a que las alharacas y alegrías muy apegadas  a esas fechas, se veían un poco como "los toros desde la barrera". Con cierta perspectiva.
Los prolegómenos escolares, gozaban del sabor agridulce de quien, siendo niño, disfruta con los preparativos de los festivales navideños que, aún,  se suelen hacer: representación de un "Belén Viviente", concursos por clases de villancicos; alguna representación teatral corta, etc.

Siempre eras elegido para hacer algo. Te gustara o no te gustara, había que llevarlo a cabo y aplicadamente. No valía escurrir el bulto haciendo un papelito discreto; había que volcarse, pues ante la menor sospecha de vagancia, tenías asegurado, como mínimo, el "cariñoso y educativo" coscorrón del profesor de turno.
Decía que eran agridulces porque, además, se daba la circunstancia de que el día que te daban las vacaciones, te "obsequiaban" con un cuadernillo de notas que, venía a ser, la evaluación trimestral; y dicho cuadernillo, cuando reunías el suficiente valor para abrirlo,  solía dedicarte una o varias columnas de resultados impresas en color rojo; que era el color que, los colegios, habían decidido que fuera el del suspenso. Y solía, en mi caso, estar generosamente adornado mi folleto de notas, con ese color.
La entrada, pues, en el período vacacional navideño, no era muy boyante que digamos.. Pero, el ambiente de esas fechas, no dejaba de impregnar el ámbito familiar. Desde primeros de diciembre, mi padre, a ratos pero pegándose buenas palizas, había ido construyendo un "nacimiento", cuyo resultado final siempre era el mismo: excelente.

Tenía cierta fama y eran bastantes los conocidos, amigos y por supuesto, la familia entera que, en esos días, venían a ver a casa, tan emotiva y bien realizada obra. No le faltaba detalle y huía de toda discordancia histórica como, por ejemplo, la frecuente necesidad de enharinar el Belén, imitando nieve, cuando la zona geográfica, históricamente, era lo más parecido a un desierto.
Y, por supuesto, en esos día venían a vivirlos con nosotros, en nuestra casa, los abuelos.
Ejercían de escudo protector. El cruce de miradas con mis progenitores cuando me reñían, eran una callada súplica que, sin lugar a dudas, atenuaba la bronca o el castigo que, en principio, se me iba a imponer. Y ocurría, naturalmente, con las notas.
Durante los primeros días de las fiestas navideñas, la actividad de mi madre era febril. Andaba, permanentemente, de la ceca a La Meca; con un trajín inmenso para, primero, idear los platos adecuados para cada celebración y, después, para desplazarse un par de días hasta el mercado para comprar los ingredientes que había dispuesto para cada menú. Siempre, claro está,  ajustándose a una economía que, si bien de la cual no se podían quejar, por su preparación moral de la vida se imponían cierta austeridad en el gasto. Eran, pues, muy consecuentes con sus creencias.

Tenía cierta gracia, dentro del respeto y de la prudencia, ver a mi madre más o menos enfurruñada cuando algún artículo, de los que tenía pensado, se había agotado. Bien es verdad que, con inusitada rapidez, diseñaba otro plato y todos tan contentos; pero ese rato en el cual se le habían descabalado sus cuentas, era mejor estar jugando con los soldaditos a una distancia razonable, fuera de su área de influencia. Y, creedme, era muy amplio.

Mi padre habría terminado, o casi, de poner el nacimiento para Nochebuena. Algún año, llegamos a creer que, el Niño Jesús, no tendría el pesebre a punto para que naciera; pero al final, mi padre, siempre conseguía tenerlo apañadito para la hora de la cena. Hubo años que ganó el combate a los puntos...y de milagro.

La cena de Nochebuena me gustaba. Algo alborotaba la relativa calma que flotaba siempre en el hogar paterno. La sola colocación de la vajilla de La Cartuja para las "ocasiones", ya representaba un pellizco de novedad. El olor a serrín y a pino verde recién cortado, con el que  mi padre recubría el perímetro del Nacimiento, permanecerá en mi pituitaria, por los siglos de los siglos.

Cenábamos todos juntos. La "chica" de turno que estuviera en casa, que fueron pocas, salvo que prefiriera irse a pasar esos días con sus familiares, que también fueron escasas, tenía un sitio junto a los demás. Pero no sólo en estas fechas; siempre. Eso, también estaba marcado a fuego en el concepto de vida de mis padres y así, lo intentaron transmitir a sus hijos.

Era un hombre con un sentido del humor muy acusado; hablo de mi padre y gozaba de ser una persona afable y amena. Contaba los chistes extraordinariamente bien; con una gracia excepcional y eran reídos por los comensales, quienes no estaban sujetos a la ley de la obediencia en estos menesteres; nos reíamos porque nos hacían gracia. Al menos la primera vez que contaba el chiste. Mantengo la teoría de que a la vista del beneplácito obtenido tras contar la anécdota, mi padre se envalentonaba; si sumamos a eso el grado de despiste que le acompañó toda su vida, obtendríamos el resultado de que a lo largo de la velada, puede que escucháramos contar el chistecito una buena media docena de veces...claro, la cosa cambiaba... llegaba un momento que mi madre terminaba por decir: "Paco, ese ya lo has contado"; aunque tal epitafio no servía para que los abuelos siguieran jaleando el gracejo de don Francisco.

La cena se recogía tarde. Entre otras cosas porque mi familia es tardona por naturaleza. Había sobremesa, intercalada con sesiones de villancicos, pocos, al lado del Belén y, sobre todo, un concierto de armónica por parte de mi padre que empezaba con el "Noche de Paz", pero podía derivar hacia la romanza de la zarzuela Luisa Fernanda: "Hubo un tonto en mi lugar..." Así era mi padre. Mis abuelos, encantados porque estaban con sus hijos y nietos y nosotros encantados con los abuelos porque nos chocaba la forma de ser de uno y de otra. Mi abuelo cargado de una ironía finísima, típica de persona formada y sobre todo inteligente; frente a mi abuela, jovial y alborotadora a pesar de los achaques que sufrió desde muy joven.

Esto no la impedía arrancarse por villancicos o zarzuelas; recuerdo que la gustaban mucho las de ambiente castizo, madrileño; independientemente de su voz, de la que podemos decir, con todos los respetos, que no era el mejor don con el que Dios la dotó. Mi padre, en cambio, sí cantaba bien. De pequeño había sido solista del coro de los "Kostkas", con los jesuitas.

Así, entre sofocos por parte de mi madre, chistes repetitivos y sesiones de armónica con cantos varios por parte de mi padre,  salpicados con alguna socarronería del lado de mi abuelo y un permanente jolgorio por parte de la abuela, pasaba la velada de Nochebuena, casi diseñada, para ser disfrutada por los tres mocosos de la casa. La verdad es que era suficiente para los niños.

Nos mandaban a la cama a una hora prudencial; sobre las dos. Al día siguiente no había un "toque de diana" demasiado tempranero;  lo que no quiere decir que se nos permitiera remolonear en exceso, en la cama.
Mi madre, enseguida estaba embutida entre fogones para tener, cuanto antes, dispuesta la comida; pues bajábamos a misa de una y media a los Franciscanos.

Cuando fuimos un poco más mayores y en otra ciudad, a la que le habían destinado a mi padre, comenzamos a ir , en Nochebuena, a la Misa del Gallo; no tanto por cumplir con la iglesia católica en lo de ir, las fiestas de guardar, a misa; sino porque el testigo de "buena voz" lo había recogido mi hermano pequeño y, la verdad, se te ponían los pelos de punta cuando empezaba a entonar las primeras notas del "Adeste Fideles". Nos comentaron el aumento de fieles que se había detectado en la citada Misa del Gallo, desde que cantaba, como solista, mi hermano. Era un coro sencillo pero con unas voces blancas maravillosas.

La comida de Navidad estaba servida. No con grandes manjares, si con ese nombre nos referimos a mariscos, no. En casa era tradicional el lechazo asado de Castilla y por toda representación del mar, tomábamos una parca ración de langostinos con una mayonesa, espesa, verde, que estaba para chuparse los dedos. El besugo al horno, había sido, sin posibilidad de permuta, el plato estrella de la noche anterior.

Las anécdotas volvían a subirse al terreno de juego que suponía el momento de la comida y de la sobremesa y, con suerte, el chiste de la noche anterior, sólo se volvía a escuchar una o dos veces... nada más.
Los ojos de los niños estaban clavados, hipnotizados,  en la bandeja de "cucas" que se encontraba dispuesta en el centro de la mesa. No éramos demasiado "turroneros"; pero sí éramos niños, con lo que a la segunda vez que extendías la mano con la intención de adquirir algún producto de la citada fuente, te recordaban, con una frase que ha pasado a la posteridad familiar: "el postre es postre, no un tercer plato"; con lo que te quedaba meridianamente claro que no cabía posibilidad alguna de un tercer alargamiento en dirección a la bandeja.

Los mayores se tomaban una copita de Champán; al que, mi abuela, daba vueltas con una cucharilla con el fin de quitarle las burbujas que, por lo entonces escuchado, la resultaban muy dañinas para su salud. Debía beberse, la pobre, una especie de jarabe frío.

La sobremesa casi terminaba entre dos luces. La hacíamos larga; aunque los pequeños siempre terminábamos por retirarnos de la mesa, tras haber perdido el permiso obligatorio de la época. Yo, en particular, solía desplegar por el suelo de la habitación, mi ingente cantidad de soldaditos, vaqueros e indios, todos mezclados, ideando mil batallas y situaciones con ellos. Me pasaba las horas muertas... como después me enteré, solían decir: "parecía que no había niño"...

Pero algo cambiaba el día veintiséis. Si era laboral, mi padre trabajaba y si las notas no habían sido "decentes", o incluso habiéndolo sido, para "recordar", nos dejaba tarea puesta: un par de problemas y un par de cuentas. Si el abuelo decidía entrar en el juego, una redacción caía seguro. Esto hacía que la hora de levantarse fuera hacia las nueve de la mañana, para tener las tareas encomendadas hechas, con el tiempo suficiente, para cuando mi padre regresara de su trabajo.

Las comidas volvían a ser más cotidianas; pero la presencia de los abuelos confortaba y daba ese plus de distinción que hacía que algo de innovación sí se sintiese.

No había grandes sobremesas y las tardes transcurrían con la naturalidad de esas fechas, que, en casa como ya he dicho, pasaba por un buen número de visitas para ver el "famoso" Belén de mi padre. Belén que, por cierto, presentó varios años al concurso de la Asociación Belenista y en los que consiguió varias copas y menciones que le tocaba recoger, en el Teatro Calderón, de manos de las autoridades provinciales, al modesto narrador de esta historia. Subía al escenario más rojo que un tomate.

Nochevieja era una fiesta que "había que pasar". Desconozco si, históricamente es así, pero para mis padres "era una fiesta con raíces paganas". No se tomaban las uvas. Sí había cena especial y un ritual muy parecido al de Nochebuena. Las campanadas que daban paso al nuevo año, se seguían a través de la única cadena de televisión de la época; y, cuando terminaban, sí había profusión de besos, abrazos , parabienes y buenos deseos para el año entrante; pero sin celebraciones ni prolongamientos de la fiesta fuera de nuestra frontera familiar y casera.

De nuevo sería unos años después cuando, como prolongación, nos juntábamos, después de las uvas, en la vivienda de unos amigos que vivían justo debajo de nosotros.
Tras la Nochevieja y el Año Nuevo, se volvía a retomar la rutina de los días vacacionales no festivos; es decir, problemas y cuentas diarios con alguna que otra redacción.

Escribíamos la carta a Los Reyes Magos de Oriente, debidamente redactada y sin faltas de ortografía. Nuestros padres nos recomendaban sobriedad a la hora de pedir mucha cantidad de juguetes, pues había niños que no tendrían ninguno. Al margen de que me parece una medida acertada dentro de la formación del niño, yo siempre me quedaba pensando cómo era posible que unos Reyes Magos tan generosos, podían dejar a niños sin un juguete del que poder disfrutar... pero nunca me atreví a exteriorizar mi reflexión.

A medida que se acercaba la fecha de la Noche de Reyes, yo ya empezaba a sentir cierto "come-come" en mis tripas; y mis nervios terminaban por dispararse. Mi madre, que como madre se las sabía todas, al menor síntoma de nerviosismo por mi parte, me encasquetaba una cucharadita de agua de azahar para templar mi desmesurada energía. Mano de santo.

Los Reyes siempre cumplían, ampliamente, con mis expectativas. Además de lo que hubiera pedido, me encontraba,  con dos o tres regalos a mayores, en plan sorpresa.

Hubo muchos años que nos ennoblecieron la noche, teniendo a bien pasarse por nuestra casa para darnos los regalos personalmente. Todo un detalle. Un año, el Rey Gaspar, me recordó que no me había querido comer una salchicha ese a mediodía  y, a punto estuvo,  de volverse a llevar, no sé a dónde, un magnífico jeep de hojalata... pero sólo resulto ser un pequeño tirón de orejas... lo que disfruté, ese año, con el vehículo. No he vuelto a dejarme una salchicha en el plato, hasta ahora.

Pero, además, resultaba que, antes de ir a casa, se habían pasado por la de mis abuelos y habían recogido, lo que ellos, había "pedido" para nosotros. Los abuelos sí que se pasaban con los regalos, no tenían medida. Y eran caros, aunque nosotros todavía no teníamos suficiente conciencia sobre este tema.

Tras despedir a Sus Majestades y dejarnos saborear un buen rato de los nuevos regalos, que a la vez servía para calmar nuestra, por otra parte, lógica excitación, nos mandaban a la cama.

El Día de Reyes, era un día mágico y que nos superaba. No dábamos a basto. Fuimos unos niños muy afortunados en muchas cosas; pero en regalos en esta fecha, más. Nos "ponían" juguetes en todas las casas de mis tíos, tanto por parte de padre como por parte de madre; en no pocas casas de sus amigos; así como, incluso, en la de algunos "superiores" de mi padre. Era un constante reguero de personas depositando sus "encargos" en nuestro hogar; también teníamos que hacer alguna salida a casa de alguien a recoger sus "detalles".

Podría parecer algo innecesario tanto juguete; es posible que lo fuera. Nuestros padres, sin embargo, nos enseñaron a preservar y cuidar los juguetes y a no jugar con uno sin haber guardado, previamente, el anterior.

Los abuelos, seguro que tuvieron mucho que ver en esa forma de pensar. Fueron muchas las navidades que, con su presencia, nos hicieron felices. Mi abuelo, inclusive, algo de mi iniciación en el, hasta entonces para mí, desconocido latín, tuvo algo que ver.

Lo que más me cautivaba de su persona era la santa paciencia que derrochó con mi abuela, pues tenía su genio y sus caprichillos; y jamás le vi alterarse ni un ápice, cuando comprendía que tenía que dar un no por respuesta a su mujer.

Verdad es, que a la abuela, tampoco la duraba mucho el subsiguiente enfado.
Nos acompañaron hasta en las navidades que pasamos, unos años, fuera de nuestra ciudad de origen.
Quiso Dios o el Destino o ambos que un treinta y uno de diciembre, se agravara la enfermedad que tenía desde hacía muchos años, úlcera de estómago, y nos dejara para siempre. Lo recordaré hasta la eternidad. Nos dio mucho, mucho más con su inteligencia, que, con el paso del tiempo, hemos podido comprender mejor.

Aunque mi abuela le sobrevivió unos años más...ya no fue la misma. Conservaba cierto aire de su jovialidad, pero ni sombra de lo que ella había sido.

Hicieron por mí, por sus nietos, muchas cosas en sus vidas; pero desde luego tengo muy claro que las navidades fueron mucho más felices con ellos cerca.

No estaría de más una reivindicación para los abuelos de hoy, por lo general más jóvenes que los de mi generación, para que, los nietos se relacionen más con ellos. No son "convidados de piedra"; son seres, seguramente con achaques, perfectamente capaces de ayudar en los quehaceres diarios de una familia de hoy, sujeta a horarios laborales mucho más férreos de los de mis padres; por no hablar de la trascendencia que ha adquirido su figura en muchas casas cuya situación económica actual, hace que su pensión sea la tabla salvadora para muchas familias...


Un beso para todos... ¡Feliz Navidad!





Para el I Certamen Ángeles Palazón González. 2014. Acantilados de Papel,. Editorial ADIH. Recogido  y editado en la Antología: Cuentos de Navidad.



Vivencias



Anoche soñé… largo....largo... Corredor rodaba y lo hacía bien en su Zeus, primero con manillar semi-paseo y luego con el “profesional”. Salía mucho en bici. Uno de sus lugares favoritos era el Polígono de Cascajos, con grandes rectas en las que se podía ir a una velocidad muy alta, dada la escasez, todavía, de vehículos que transitaban por él, entonces, incipiente polígono. Toda recta conlleva, indefectiblemente sus curvas; y, al menos, una había. J.R., matemático de “pro”, de casta le venía, calculó mal el ángulo de deriva que la tangente a la curva describiría, si “pi” - tara mal la cosa; o si se despejaba la “equis” de forma incorrecta. La deriva de “pi”, definitivamente no estaba bien calculada y la “equis” salió despejada mal y detrás nuestro J.R.; quien se “jartó” a resbalar por el pavimento quemándose nudillos, codos, brazos, piernas…. Bueno todo lo que estaba visible, porque de lo invisible no dijo ni “mu”. No habló de la “equis”, habló de arena en plena curva… Otra vez, cerca del verano, creo recordar, salió con un amigo a hacer lo que ahora llamamos jornada “ciclo-turista” y en nuestra época “coge la bici y tira que yo te sigo”, también conocidas por “carretera y manta”. Este amigo no pasaba de la BH de paseo de su hermana y no era plan. Había un buen amigo y compañero, Chiqui Santarén, muy aficionado y bueno en esto del pedaleo y se prestó solícito a socorrerle; dejándole su preciada y preciosa bicicleta. Y salieron rumbo a Viguera. Qué día más bonito… Villamediana estaba al lado… esto es un paseo… J.R., se alejaba, volaba, la mancha blanca, color de su camisa, cada vez estaba más lejos… De repente, más y más cerca… habían empezado los “repechos”; y ahí, uno ganaba mucho, gracias a sus dos o tres partidos de fútbol que se jugaba los fines de semana… En uno de ellos le pasó… y diez o quince metros más adelante, se volvió para mirarle y lo que vio fue a la camisa blanca de su amigo con su contenido, tumbado boca arriba en medio de la carretera; que dicho sea de paso era de las de antes tres o cuatro metros de anchura. Volvió, le miró… y se partió el culo de risa…JR., también reía, y se incorporó… bueno lo intentó…¡Mira qué bulto!, a la altura de la escápula. El amigo, experto, no hacía más que apretar aquello cual si timbre de portal se tratara a la vez que le decía: “Va a estar roto”, mientras aquello se hundía en cada timbrazo. “sabré yo lo que es estar roto, joder”…”anda que no he visto yo huesos rotos jugando al fútbol”…naturalmente este amigo nunca se dedicó a la medicina… Paró la Guardia Civil, quien rápidamente empaquetó A JR., en un coche de Línea, rumbo a Logroño. El amigo decidió volver a pedales….y pedaleó, con todas sus fuerzas… a toda leche…pueblo, curva…vieja…frenos… ¡Salta toda la horquilla!... galletón. Auto-Stop…camión de Obras Públicas… diez días en carretera…. le dejan en el otro extremo de Logroño…desastre….explicaciones. Chiqui Santarén, un santo…¡no te preocupes, estas cosas pasan!. Vio por primera vez cómo un cero se había convertido en un ocho… J.R., estuvo agasajado por la flor y nata de nuestras chicas y lució una escayola que hacía juego con su camisa blanca; eso sí con el brazo en “avión”, como mandaba el reglamento….un abrazo…joder, cuanto me ha durado el sueño hoy….


Sonó el teléfono de casa….. “Que te pongas, que es José Ricardo”….¡Hola!.... “ Oye que Javier Garrote y yo estamos en la Estación Campo Grande de Valladolid, camino de Madrid y que para no perder mucho tiempo, pues sale el tren dentro de dos horas, hemos pensado que nos podíamos ver en el “Morrison”…. ¿Te va bien?.... Allí estoy en media hora. Ducha rápida, pantalón de franela gris marengo, jersey a lo Mao de cuello alto, por encima el consabido “sueter” granate con cuello en pico…. Muy de la época; fragancia de mil colonias….todas la que iba viendo por casa me las echaba… gabardina larga de acuerdo al “canon” y guantes a lo… “Agustín” y rumbo al “Morrison”. Esta cafetería, pertenecía a la gran cadena de cafeterías “Morrison” de Madrid y otras varias ciudades de España; donde se reunía lo más “chic” y pijo de la “urbe” y en ésta, más modesta “villa”, ocurría lo mismo. Bueno, he llegado antes que ellos…. Jeje…. “¡un café “sólo”, por favor!... “muchas gracias”…. Las ocho y media…. “¡camarero, otro sólo, por favor!”… “muchas gracias”…. Las nueve…. Pues estos no han podido venir, algún problema con los billetes…. Vuelta a casa. 

-¿Qué tal, les has visto?.... mis padres al unísono…. 
-“No, han debido de tener algún problema…..” 
-“Hijo…. ¿sabes qué día es hoy?.... Veintiocho de diciembre…. 
Fun….fun… fun. 
¡¡¡¡ Riiiiinnnngggg ¡!!!! (teléfono de los de entonces) 
-(Yo): “¿Diga?” 
-(Voz desde el otro lado): “Juajuajuajuajua”… 
-(Yo): ¡Ca...!.


Presentado al II Concurso de Relato Breve “Riojanía en la Reserva de la Biosfera”, 2014.

sábado, 14 de junio de 2014

El narrador de historias


Conocí una vez, hacer ya años, a un hombre que acostumbraba a sentarse siempre en la misma mesa de aquél bar impersonal, de los que te quedas en ellos  lo justo para tomarte un café rápido.
Y, sin embargo, volví durante días y años; porque hubo alguien en él que me cautivó. Ese hombre que vestido como un "gentleman" del siglo XIX, pajarita incluida, a diario ojeaba el periódico pausadamente, mientras daba vueltas al café de turno, con la misma parsimonia.
No tendría nada más de novedoso, el bar, salvo por la figura del sujeto, si no fuera porque llegado algún momento o circunstancia, el hombre intercambiaba alguna palabra con cualquier usuario resbaladizo, de entrar, tomar y marcharse, y esa circunstancia daba pie a que con voz segura, lenta, grave y buena entonación, comenzara a narrar alguna vieja historia. El tiempo, entonces, se paraba.
Y el contador de historias podía, por ejemplo, empezar..."Había una vez, un titiritero que llevaba una chistera desgastada y con lustre por los años, de la cual como por arte de magia, iba sacando uno tras otro sus muñecos articulados y que unidos por finos cordeles a una especie de astil,  al son de un vivaz cancán de la época, revoloteaban haciendo las delicias de los niños que, con grandes ojos llenos de curiosidad y expectación, esperaban que comenzara la representación teatral..."
Y así se pasaba la mayor parte de la mañana; teniendo boquiabiertos a los camareros y transeúntes ocasionales, de aquél nada conocido café, con reminiscencias de tasca mal arreglada. Era curioso; el despistado que entraba a tomar un piscolabis, permanecía impertérrito y absorto, en la barra, hasta el final de la historia; luego, con prisa, pagaba rápidamente y volvía a sus quehaceres diarios como si volviera de una sesión de terapia...
Todo el mundo salía con una sonrisa bobalicona por la estrecha y carcomida puerta del local.
Y al día siguiente volvía al antro llamado, pretenciosamente, café, con el tiempo suficiente que me asegurara estar cuando nuestro hombre comenzara su crónica; había que espabilarse pues, la función, no obedecía a un horario determinado..
Hubo ocasiones en las que mi estómago llegó a recibir un par de dosis de aquella infusión humeante; cosa que, por otra parte, se agradecía pues estaba realmente bueno, antes de oír el característico carraspeo que precedía al comienzo de un nuevo relato.
 Esa mañana empezaba así: "... Conocí a un mozalbete de mi edad, en mi juventud, larguirucho y revestido por cuatro carnes mal repartidas, que fue quinto mío y que estuvimos juntos en el frente de Guadarrama durante la Guerra "Incivil".
El muchacho era zamorano y, como buen castellano: seco, callado y parco para hacer amistades pasajeras. Solía comentar que no le gustaba malgastar sus escasas energías en hacer amigos que no fueran de los de verdad, para siempre.
A mí, se me antojaba, deseo un tanto pretencioso, cuando silbaban tiros alrededor, en muchos casos, con un nombre inscrito en su trazada... El caso es que aquél mozo, combatió por dónde le llevaron; pegó tiros, la mayoría a ciegas, sin blanco al que tirar y deambuló, como pudo, por una tierra llena de odios y resquemores, más en las altas esferas de la Patria que entre los propios combatientes; quienes acostumbraban, frecuentemente, al intercambio de periódicos, revistas y tabaco en algunos "alto el fuego", predeterminados ya a tal efecto.
Por las caras de los "convidados de piedra" al relato, casi podía adivinarse a qué bando, sus antepasados, habían pertenecido o les había tocado vivir por el mero hecho de habitar en tal o cual zona del conflicto.
Las caras traslucían las penurias revividas en aquellos terribles años; aunque, el narrador, con su locuaz palabra y estilo, siempre conseguía al final, dulcificar la historia lo suficiente, para que cada cual volviera a su tarea rutinaria y monótona de por sí desagradable, sin el consiguiente cabreo por lo escuchado.
"...Y fue entonces, prosiguió el cronista,  cuando el chaval, corriendo exhausto por una vaguada, resbaló al pisar una zona de cantos y piedras y tras rodar unos cuantos metros ladera abajo, vino a dar con sus menguadas carnes, contra un mar de cardos borriqueros que lo asaetearon como estiletes todo su cuerpo; no dejando ni un centímetro sin acribillar.
Sumó a su mala suerte que la barrera espinosa, había servido, por el otro lado, de letrina de Compañía de un Tabor de Regulares que había acampado, circunstancialmente, unos días antes por aquella zona.
El zamorano, concluyó el contador de historias, pudo superar las encarnizadas púas de los cardos hendidas en su cuerpo; pero le costó mucho más, ahuyentar de su cabeza las burlas y chanzas de sus compañeros; amén de tenerse que poner a remojo, en un arroyo colindante, unas cuantas horas..."
Cuando describió la última frase, un atisbo de rubor pareció cercenar sus viejas mejillas. A mí me pareció que. sin decirlo, había estado hablando de sí mismo.
Otro día, tomado ya casi al asalto un sitio desde donde no me perdiera ni una coma de lo que nuestro sujeto contaba, me dediqué a contemplar la delicadeza con la que acometía los prolegómenos de su actuación: pues, en el fondo, todo lo que este personaje hacía era una representación teatral de sí mismo, como protagonista hacedor y narrador de anécdotas autobiográficas o robadas a su portentosa imaginación.
Su ortodoxa práctica, anterior a la representación épica, pasaba indefectiblemente, por un ojeo, a veces hojeo lento, de las páginas del periódico del día; mientras, sin mirar, agitaba la cucharilla de azúcar, dentro del vaso del café cotidiano, sin derramar ni una sola gota. De pronto y al azar, se paraba en seco en una página; carraspeaba, miraba a uno de los camareros con cierta complicidad y comenzaba con gravedad, a verter palabras sencillas y diáfanas con su verbo profundo...
"...Frecuentaban aquél tugurio venido a más, gentes del mundo de las letras que, como buenos bohemios con escasos textos publicados, gozaban de economías más bien en bancarrota; por lo que no les quedaba más remedio que juntar la calderilla entre varios, para conseguir llevarse a la boca "una consumición", es decir; café con leche y bollo que era equitativa y minuciosamente repartida entre las personas que habían aportado sus apretados caudales para conseguir tan preciado bien.
El resultado no estaba demasiado claro, pues a la media hora de haber degustado tan menguado tentempié, surgía de lo más profundo de las entrañas de cada comensal, un gorjeo coral que auspiciaba un desatasco múltiple, casi antinatural, de los intestinos de los implicados en el paupérrimo festín..."
Día tras día no faltábamos a nuestra, no concertada oficialmente, cita. Uno como oyente; el otro como profesor que derrama sus conocimientos oratorios para quien los quiera recoger. Era casi un mano a mano; como una competición entre él y yo; uno era el que divulgaba cuentos, chismes, fábulas; otro el que intentaba retener en su cabeza incluso más de lo que aquél expresaba.
Era imposible faltar, hacer novillos. Me encontraba enganchado a aquél lugar, a aquella voz. Los sábados y festivos empezaban a resultar tediosos y aburridos sin la dosis oportuna de narcótico que, para mí, suponían sus historias. Incluso el sabor del café matutino, en casa, no era el mismo.
Esperaba los lunes con la ansiedad de quien necesita el antídoto para curarse el "mono".
Y allí me iba. Y esperaba, nervioso, que comenzara la parafernalia previa a su relato. Casi como un rito mágico o religioso. Dominando el tempo de la escena pero como si tal cosa, como si no fuera con él... o eso parecía...
Y, de nuevo, comenzaba: "...Jugaba una niña a la comba, con gran esfuerzo, una soleada mañana de domingo de junio, en un hermoso y tupido parque, a cobijo del sol. La niña, coloreados sus mofletes por el ejercicio, asemejaba una muñeca de porcelana por el contraste con su tez blanca y pálida. Su madre, sentada en un banco cercano al lugar de juego de la niña, mal leía un libro, de edición de bolsillo,  con poemas de Campoamor. Era evidente que a pesar de parecer que leía, por el rabillo del ojo no quitaba la vista de su niñita.
La cría saltaba y saltaba. Se la enredaba, una y otra vez, la cuerda entre sus delgados tobillos y con tenacidad, casi impertinente, volvía a coger las manillas del saltador y de nuevo empezaba, con su cantar monótono,  uno...dos...tres...cuatro...
Y así repetía cuantas veces fuera necesario. Llegó un punto que el sofoco pudo más que ella. La criatura comenzó a toser con espasmos broncos y en su cara se dibujaron rasgos que revelaban el dolor que recorría a la niñita.
Quien, con los ojos desorbitados, escrutaba los de su madre demandando respuestas a lo que la sucedía. No podía parar de toser...No podía hablar.
La madre, con la expresión maternal más dulce posible, roció con colonia la frente de su hija para refrescarla y procuró calmarla con palabras tranquilizadoras y llenas de amor. Una nube negra ensombreció rápidamente su mirada cuando descubrió un ligero hilo de sangre que se deslizaba por la comisura de los labios de su hijita.
Sacó un pañuelo de seda de su bolso y se los limpió con delicadeza.
Con la mejor de las sonrisas, cogió de la mano a la pequeña y se encaminó con ella directamente hacia un puesto de helados, donde la compró uno de nata y chocolate; su favorito.
Mientras la niña degustaba con fruición su golosina, la madre, sin soltarla de la mano, elevó su mirada al cielo azul intenso y pidió, una vez más, que aquella enfermedad de su hija tuviera dentro algo de amor maternal y la dejara disfrutar de la vida, al menos, una estación más..."
Un silencio monástico siguió a la última frase. Nadie osó violar dicho momento. Mis ojos se clavaron en los suyos. Los entornó y descubrí una minúscula lágrima recorrer su mejilla.
Un humilde temblor pareció surcar de pies a cabeza su cuerpo. Las manos, por un momento, hicieron tintinear la cucharilla dentro del vaso; y vacilantes, consiguieron sostenerle en sus labios hasta apurar el último sorbo de un café ya frío.
A duras penas consiguió doblar el periódico; se puso en pie, se lo metió bajo el brazo; inseguro y con una ligera inclinación de cabeza a modo de despedida, dirigida a los camareros, se encaminó, lentamente, hacia la puerta y desapareció tras ella. Las miradas de los que en el local nos encontrábamos, tardaron aún varios minutos en poderse librar del magnetismo que aquella figura había dejado colgado sobre la puerta.
Nadie fue capaz de mirar a nadie. Algo había pasado. No se comportaba así el contador de historias. Él siempre estaba allí. Él, acabada una crónica, proseguía como si tal cosa, hojeando su periódico, absorto en otro mundo.
Fueron días opacos, grises, desencantados. Ninguno entre los ya habituales contertulios, cruzábamos una palabra, como no fuera para pedir nuestro café correspondiente. Su mesa, vacía, era el centro de atención de todo el que se acercaba por el local. Si algún cliente nuevo o despistado se sentaba en "su" mesa, rápidamente un camarero le sugería  otra, ensalzando, con delicadeza, las virtudes que hacían que esa otra, aventajara a la primera. Todo para no profanar la de nuestro viejo amigo. Parecía como si, poco a poco, calara entre todos la idea de que le habíamos visto por última vez.
Tres días ya era mucho tiempo. Agarré el pomo de la puerta con desgana para entrar a tomar el café, de una manera mecánica, rutinaria, por inercia...con querencia... no porque me apeteciera. Casi me daban náuseas al oler el aroma característico en el ambiente.
Cuando volví mi mirada hacia el interior del recinto, tras cerrar la puerta, contemplé, atónito y con incredulidad manifiesta, la silueta de espaldas, de una persona que daba vueltas con la cucharilla, con extremada calma, a un café, en vaso, mientras paseaba, distraídamente, su mirada por la hoja de un periódico.
Un fornido "toc-toc", provino de mi corazón ¡No era posible! ¡Había vuelto! ¡Era él!.
El reloj se había puesto, de nuevo, en marcha.
Con la misma templanza de otros días, releyó un par de páginas del periódico, lo que hizo que mi excitación fuera en aumento mientras, inquieto, esperaba que empezara a articular alguna palabra. Tardó. Rompió el penetrante silencio rasgándolo de punta a punta del local con:
"... En cierta ocasión, con motivo de asistir a una boda de un familiar, un amigo mío, natural de Valladolid, hubo de viajar hasta Logroño; ciudad  en la que tendrían lugar los esponsales.
La cosa, en aquellos tiempos, no era fácil; tenía que coger un tranvía que le llevaría hasta Miranda de Ebro y en ese nudo ferroviario y tras esperar hora y media en la estación, tomar un ferrobús que le dejaría en la capital riojana.
Mi amigo, acababa de licenciarse de la mili y tenía a medias la carrera de medicina, por expreso deseo de su padre; que era una manera muy común de "vocacionalizar", valga la palabra, lo que, en definitiva, el progenitor quería que fuera su hijo. Al chico, carente de vocación para cualquier tipo de estudio, le dio lo mismo; con lo que los tres primeros años de medicina los hizo en cinco; con calma; saboreando en profundidad los intríngulis de la carrera en su más amplia extensión; es decir: recorriendo con mucha frecuencia su cafetería y las del entorno y jugándose los pocos cuartos de los que disponía en unos billares, malévolamente ubicados cerca de su Facultad..."
Paró, cogió el vaso y dio un lento sorbo de café.
Prosiguió. "... Con su maleta de rayas apergaminada, se encaminó al hotel en el que, previamente su padre, le había reservado una habitación. Era el Hotel Carlton que se encontraba bastante cerca de la estación;  con lo que decidió ir dando un paseo.
Una vez aposentado y aseado convenientemente, fue a dar una vuelta recorriendo El Espolón, Portales, La Redonda, haciendo tiempo para la hora de cenar, a base de tapas,  en los múltiples bares de la calle de El Laurel.
Al entrar en uno de ellos, abarrotado de gente, fue literalmente zarandeado por un grupo que, a toda costa, pugnaba por "mantener su posición" ante el cada vez más numeroso, gentío que entraba en el local. Le hizo tambalearse y casi fue aplastado contra una pared. La suerte o el destino quiso que, el mismo bandazo que le desplazó a él, como daño colateral, lo sufriera una mocita de pelo ensortijado y negro a juego con sus ojos que, además, penetraban hasta lo más profundo de las entrañas cuando te miraban.
Cuando pudo rehacerse de ambos trances, mi pobre amigo intentó, en vano, excusarse y pedir perdón; pero lo que salió por sus labios distaba mucho de un sonido inteligible e interpretable como disculpa. Lo que le azoró mucho. Tuvo un efecto inmediato, casi capilar, en la muchacha. Se quedó rígida con sus ojos negros muy abiertos y dos imponentes manzanas cubiertas de caramelo, ocuparon el lugar de sus pómulos.
Volvió a parar y degustó, tranquilamente, otro sorbo de café. Limpió sutilmente sus labios con una servilleta de papel y continuó... "Las miradas de ambos se habían quedado atrapadas como si un finísimo cordón umbilical las obligase a permanecer alineadas mirándose frente por frente. Contrastaba la sonrojada cara de la muchacha con la blanca palidez, casi enfermiza, de la de mi amigo.
Ninguno de los dos pudo articular palabra. Sus cuerpos, apretados entre sí por la marea humana que los comprimía, fueron los primeros en ser conscientes de la situación; lo que desencadenó una reacción de disculpas nerviosas y forcejeos con el entorno para conseguir separarse lo suficiente de aquella embarazosa postura. Sudaban. El calor, en el local, era grande; a ellos les parecía inmenso.
Cuando, por fin, vencieron a sus respectivos temores y nervios; consiguieron abrirse paso hasta un rinconcito al fondo del establecimiento; en el extremo de la barra. Descubrió que se llamaba Carmen que era de Logroño y que estaba celebrando una despedida de soltera con unas amigas de las que había sido separada por aquél tropel de gente. No había manera de localizarlas....
Mi amigo bendijo su suerte y esto le dio los suficientes arrestos para entablar una conversación más normal; dejando, poco a poco, los tartamudeos y grandes silencios, fruto de los nervios, del principio.
La noche se le antojó corta; porque aquella señorita parecía, a cada momento que pasaba,  sentirse más y más a gusto en compañía del muchacho enjuto y desgarbado, con cara de pasmado que tenía delante; prueba de ello es que no hizo ni la menor intentona de volver a ponerse en contacto con sus amigas. Adujo que era ya muy tarde para localizarlas
Continuó : "... Se prolongó, la noche, un rato más y se despidieron con la sensación, en ambos, de tenerse que revelar algo importante, el uno al otro, pero ninguno dijo nada. Un ligero roce en la mejilla puso fin a aquél bonito encuentro.
Unos estudiados golpes en la puerta de la habitación del hotel le despertaron. Abrió la puerta y un encorsetado botones le extendió una bandejita en la que estaba depositada una nota. Tras darle una propina, cerró la puerta y con cierta intriga desplegó la misiva. La nota, escrita por el novio y compañero suyo de carrera, decía escuetamente: No hay boda. La novia se ha excusado en una carta y se encuentra en paradero desconocido. Carmen me ha dejado.
El nombre escrito en la nota le aceleró, y de qué manera, el pulso. ¡Carmen!.
¿Casualidad?¡No podía ser!
De nuevo, sonaron unos tímidos golpecitos en la puerta y cuando la abrió, dos miradas dulces y sonrientes se cruzaron ya para toda la vida..."
El carraspeo, esta vez sonó distinto; su forma de levantar la cabeza y recorrer con la mirada todo su entorno  resultó un poco más viva de lo que nos tenía acostumbrados; más jovial; y , en su cara, se leía cierta emoción y regusto al saborear ese recuerdo... no cabía la menor duda, había vuelto a hablar de su vida.
Incluso cuando se dirigió a la puerta del café, pareció que , al menos treinta años, se habían quedado sentados en "su" silla.
El resto del día lo pasé feliz. Era la primera vez que, aunque casi siempre, sus relatos terminaban arrancado una sonrisa a sus adeptos oyentes,  no por ello quería decir que nuestro contador de aventuras se fuera contento;  no. Siempre le acompañaba un halo de tristeza como fiel compañera en el camino sinuoso de la vida que, por lo narrado en sus historias, se podía intuir que habían recorrido juntos.
Esta vez, cuando salió a la calle, iba sólo. Miré, de soslayo, a la mesa que acababa de abandonar y, efectivamente, allí estaba sentada con aspecto compungido La Tristeza.
Tomé mi segundo café de la mañana y me lancé a la vorágine de las calles de esa gran ciudad con ánimo de comerme el mundo. Desinhibido, empecé a silbar, como un poseso, las notas musicales de  "La Madelón". Fue espontáneo. No lo pensé.
Las mañana prometía. El día anterior trajo aires alegres y optimistas; después de contemplar cómo había sido la salida del "cuenta-cuentos" al mundo exterior.
Pedí mi café en la barra y con él me acerqué a "mi" mesa que, estratégicamente situada, me permitía no sólo oír y examinar al orador, sino también estar atento a la más mínima reacción que se produjera entre los, cada vez, más apasionados espectadores.
No se hablaba mucho, pero durante la espera, cierto murmullo de fondo si se apreciaba. Sólo se interrumpía cuando la puerta, medio desvencijada y vieja del local con aspiraciones de café, se quejaba porque alguien la abría. Comprobada que la identidad de la persona que entraba no era la de la que se esperaba, volvía a escucharse, otra vez, el bisbiseo de fondo.
Llegó con cinco minutos de retraso, lo que suponía una novedad, pues, con puntualidad prusiana, sincronizaba su entrada con las campanadas de una iglesia cercana anunciando las diez de la mañana.
El camarero que se encontraba junto a la mesa que solía ocupar, pasó un paño húmedo por el inmaculado mármol y deslizó, hacia atrás, una silla con una invitación a que el cliente se sentara. Ante la sorpresa de propios y extraños, rehusó la sugerencia y siguió andando hacia adelante acercándose hasta donde yo me encontraba. No pude moverme. No pude decir nada. Con una sonrisa dibujada en su cara y un ademán conciliador, tomó asiento frente a mí.
Todas las miradas se entrecruzaban e, intermitentemente, pasaban de unas caras a otras intentando buscar respuestas a una situación que había dejado descolocados a todo el mundo. Y yo era uno de ellos.
Le sirvieron el café. Esta vez no desdobló el periódico. Se echó un azucarillo que disolvió lentamente dándole vueltas con la cucharilla como si contara el número exacto que tenía que hacerla girar a la derecha, para después cambiar y hacerla girar hacia la izquierda. A pesar de que el café humeaba abundantemente, le probó con un sorbo largo; miró al camarero que le había atendido con una mirada de aprobación, carraspeó como solía y dirigiendo sus ojos penetrantes pero amables hacia mí, dijo: "...Joven, hace tiempo que le vengo observando y creo que usted es la persona idónea para llevar a cabo un encargo que, los años, impiden que lo haga yo.
Me gustaría que realizara un viaje en mi lugar y que llevara usted este pequeño paquete a la dirección que he escrito en este sobre. Naturalmente, correré con todos los gastos del desplazamiento: transporte, hotel, comidas, etc. Créame que, después de haber sopesado varias opciones, incluidos, por supuesto,  servicios de mensajería, he llegado a la conclusión de que necesito un medio menos frío y creo, sinceramente, que usted puede aportar el grado de afecto y voluntad que mi tarea precisa".
Permaneció un momento callado, estudiando mi rostro para detectar el más mínimo atisbo de reacción en él; pero si fue así no soy consciente de haberla provocado; el caso es que, de inmediato, prosiguió: "...La dirección, como ya le he dicho, está escrita en el sobre. Quiero que lleve esta alianza que contiene el paquete, a esas señas y quiero que se la entregue, personalmente, a su destinataria, quien la debería haber lucido en su dedo hace muchos años ¿Lo hará?"
A la mañana siguiente decidí hacer el mismo trayecto que, en su historia, el narrador nos había contado. Cogí un tren, pasando por Miranda de Ebro, donde hice transbordo para llegar a Logroño emulando, de esa manera, otro viaje hecho muchos años atrás, por mi solicitante.
Cuando me bajé del tren, en la misma estación, leí el sobre cuya inscripción comenzaba: "Para Carmen".

Y hacia allí, en ese instante, me dirigí.



Presentado al XIII Certamen Literario del Ateneo Cultural Paterna, Valencia.- Apartado: II Concurso de Cuentos Familia Herrero - Pons.
 

martes, 10 de junio de 2014

¿Tiempos modernos?



Acostumbraba a tomar un carajillo todas las mañanas antes de subir al autobús de la empresa donde trabajo, en un bar de los de "antes", con "bouquet" a antiguo; de los de barra alta, ventanas de madera y azulejo blanco; más cerca de una carnicería que de un café.

Pero el café era bueno. Y el carajillo formaba parte de una tradición. Había empezado al mismo tiempo que, un servidor, en la empresa.

Resultó que, el destino, y un chicle en el suelo, me tuvieran apartado dos meses, escayola en ristre, de mi puesto de trabajo; lo que empalmado a las vacaciones veraniegas, hizo que estuviera en dique seco tres meses largos.

Un uno de septiembre, añorado por otra parte para quitarme el hastío acumulado, volvía a doblar la esquina, mientras algo, a la altura de mis tripas, se revolvía ante el regocijo de poder volver a catar lo que, durante años, les había suministrado a diario.

¡Qué desconsuelo! No había bar. En su lugar, un impresionante librería abría  sus puertas con sonrisa burlona, desafiante.

¿Sería posible? ¡No habían permutado un bar por un Banco!. Estará cambiando algo...

Mis tripas, estupendamente.






Presentado al I Premio de Microrrelatos RNE. 2014

domingo, 8 de junio de 2014

Recuerdos de... cuando yo era joven


Comienza el curso. Primeros de noviembre. La veo. ¿Qué me pasa que no pego ojo?. Navidades. Sale con otros. Soy invisible. Curso aburrido. Domingos de misa de once en los Carmelitas y gabardina larga para el paseo por el "tontódromo". ¡Hola!, ¡Adiós!. Semana Santa: Valladolid, procesiones. Vuelta a clase. Verano. Desastre académico. Clases con "Ulises". ¡Piscina!...

Dije ¡Piscina!. Me lo presentaron: José Ricardo, el hijo de "Ulises". Formamos un trío: José Ricardo, Tino (Tin, para Pili, su madre), y yo. Y venga piscina. Y me presentaron a "Marilín”, (que no era la perrita más lista del mundo, no). Y también a Marisa Izquierdo y a Pili Losantos... y, por supuesto, a Cristina Ramírez, aunque iba poco a la "pisci". Y a Isabel Biurrun y a Tito Barreno, y a la hija de Lafuente, ¡maldita memoria!. Y a Javier Roy, todavía "Manín" era pequeño. Y a Pili Parés. Ya conocía de ese invierno a Alfonso Lanza y su hermana Chus, así como a Javier y Mar, hermanos de Agustín, y todo el día en casa unos de otros. Y a Eliseo Pérez López "Eli", hermano de nuestro Edu. Y al resto de los Subrás "mayores": Beatriz y Joselo. Y cómo no, a Toño Maimón, fallecido ya hace años y a quien me encontré, por última vez en el Metro, en Madrid. ¡Y qué verano!. Y Javi Ascarza, personaje donde los haya, siempre de buen humor. Y Ómnibus de ida y trenes de vuelta. Ferrobús de las nueve; salto de vallas. Eterno verano, eterno Recajo. ¡Por cierto!. Era invisible.

Y llegó septiembre y mismo curso y nuevos compañeros; en general mejores o es porque uno era "mayor". El  insustituible  "Chechu", extraordinario compañero y amigo, con el único defecto de ser del Barça. Y "Chiqui" Santarén, ¿llegaría a alcanzar ser piloto de aviación?. No he vuelto a saber nada de ellos. Ni de Collado, ni del resto del equipo de fútbol, "Los Cañeros", con su camiseta, roja y negra. ¡Qué buenos éramos!. ¡A la altura de "Los Popeyes", que tenían a los Rituerto, Viguera, Labarga, Cenicero... ¡joder!. Mejor curso. Tino se fue al "Insti". Eso le hizo mayor. Fue mejor invierno. J.R. y yo continuamos saliendo todo el curso; poco a poco, Agustín se desvinculó. Es el curso 69-70. Domingos de misa en los Carmelitas y por las tardes, castañas asadas o churros de "Trevi", a veces, obleas con miel, de un sótano de la Avenida de Navarra, frente al colegio de las "chicas". Y Semana Santa...Valladolid...Preciosa Sangre...procesiones. Fin de curso. Grupo de reválida "colgado". Clases con "Ulises", todo un clásico...lo que le debo...

También estaba Ricardo Bustamante y como si fuera de aviación, Carlos Comunión, que, mira rima y todo. El Gran Carlos. Y de los "mayores" Las Roy, algunos Barreno, Ana Ramírez, un encanto; su hermana Marisa, "pelín" mayor que nosotros. Para quien lo entienda, el "Queayhola", jejeje; los Corujedo,  Losantos; Alonso - inciso- extraordinaria familia; Arturo y Robert y "Murillín", como alguien le llamaba; para mí "Murillón". Una auténtica buena persona. Y no desearía dejarme a nadie. Alrededor, pululaba, aunque poco y por la piscina, básicamente, Margarita, amiga de María Subrá y bastante "fea" (todo lo contrario), por cierto. Y ese ómnibus puntual a las doce, que nos trasladaba al Paraíso de Recajo y del cual salíamos de estampida al Pabellón de Oficiales, de verano, para terminar, antes de que llegaran nuestros padres, con los pinchos de tortilla de patatas. ¿Recordáis?. Y las partidas de ping-pong, y los "saltos de trampolín", y los baños y el "por allí resopla", que no comentaré por respeto; y "La vache qui rit" o "Il Natatore", que tampoco comento, pero que tenía un bañador color....¡mostaza!, si, si, es una pista. Y recuerdo a una señora, que no diré su nombre porque soy un caballero, que se ponía, a modo de pañuelo, unos gayumbos de uno de sus hijos... eso sí que era la España profunda... Y recuerdos... todo recuerdos. Y las canciones en el autobús. Tres, sobre todo, dirigidas por Javier Ascarza: "Per meterse el dediche..."; "...mosquitos trompeteros...." y "Epa, epa, epaipé..." o algo así. Genial. Javi, nos las tienes que escribir en el foro. Lo he soñado.

Y de las peleas en la piscina chicos, contra chicas; y el "momento cambio" de bañador en el vestuario de los chicos y a alguien, normalmente Manín, en el momento crítico se le ocurría cantar aquello de "Como dijo Salomón....", y así, había que ir botando hasta el agua.... Y, por supuesto, los partidos de fútbol, frontenis, pelota, etc. en aquél "polideportivo privado". Pero sobre todo, aquellas encantadoras tardes de Recajo, "solos", hasta la hora del ferrobús. Y los momentos Ebro, tanto internos, como los de nuestras "incursiones" a la granja, como externos, cuando pretendíamos hacer aquellas cabañas en las choperas del rio. Y la avioneta, del "Exquisito", lamento no acordarme ya de su nombre. Y de Álvarez y Pereira, extraordinarios profesores de educación física, de los que aprendí, la diferencia entre Gimnasia y Educación Física. ¡Querido Recajo, cuántos recuerdos!. Un verano, hasta nos contrataron para recoger zanahorias; nos comimos, muchas; trabajamos, más bien poco, y nos pagaron bien. ¿Qué más se puede pedir?. Y las maniobras con los paracaidistas franceses. Agustín y yo en la Torre de Mando, como intérpretes; menos mal que el cabo francés parecía del mismísimo Valladolid. Últimamente....sueño mucho.

Y seguimos domingo, tras domingo, entre misas, castañas, churros, obleas, algún emparedado del Cibeles o del bar de Sindicatos; tontódromo arriba, tontódromo abajo. Y Navidades...y el belén al lado de La Redonda y una voz cantando villancicos por la megafonía, que me ponía los pelos de punta... Paquito... Y otra Semana Santa...Valladolid... procesiones y vuelta... y primavera, y nervios por todo... Yo ya era consciente que, de alguna manera, siempre sería invisible... Puede que fuera el curso 70-71. Si fuera así, nos esperaba un verano movidito...
Y el verano se avecinó, ¡vaya, si se avecinó!; vino de Venezuela y era "la Prima Angélica! o “angelica”, que prima; se llamaba  Yahaira. Y, con ella, llegó el escándalo. "Las fieras de mis niñas", se levantaron en pie de guerra, ante tal bellezón, y, sobre todo, al derroche de babas que había a su alrededor. Tuvo hasta una canción que algún "juglar" o "juglares" la compusieron con la música del "Tú y Yo", de Karina.... que también son ganas....

Empezó con una simple pregunta... ¿Tú llegaste a ir al Borgia? ...me dormí... soñé... Fuimos una tarde de sábado creo que de comienzos de verano. Era la primera vez que yo iba a una "discoteca". "J.R.", tenía algo más de experiencia pues, alguna vez, había ido al famoso "J&J", en Madrid. Creo, si no recuerdo mal, que era de un primo suyo... Por supuesto que también estaban "nuestras chicas"... y bailamos... suelto... Ante mis ojos apareció un ser absurdo, ridículo, torpe, soso y con todos los calificativos habidos y por haber...y....me dio la risa... lo siento... "JR" que bailaba, muy propiamente y poniéndole gran entusiasmo, situado casi frente a mí, al verme reír se acercó y, casi a gritos, preguntó el por qué de mi risa. Le señalé el sujeto semi- acalambrado, objeto de mi mofa y al bueno de José Ricardo casi le da un patatús; muy cerca de tener que ser atendido médicamente, pues el cubata decidió irse por el camino equivocado. Cuando, el pobre se recuperaba, en un hilo de voz, me dijo: ¡pero si eres tú!. Era un espejo que las luces disimulaban. Me senté. Hasta hoy. No sé si podré volver a conciliar el sueño...

Y recuerdo las personas...  "Tolo", un icono de las salidas de clase del colegio o del Espolón. Y los domingos de fútbol en Las Gaunas. Preferente, primera fila, fondo; con "Chechu" y Luis Collado, entre otros. Y las iglesias: La Redonda, Santiago, San Bartolomé... el Corpus Christi, que cada año, alternativo, desfilaba Artillería o Aviación, cubriendo la carrera a lo largo de la procesión, el Arma que no desfilaba... pero eso es para saberlo... Y los bares, los nuestros : Cibeles, Amazonas, Armstrong.... Duaso, qué tortillas picantes más ricas...Mari Carmen era amiga de mi hermana Paloma. Y los sitios... esos que son especiales por los recuerdos y sentimientos percibidos en ellos, y que se quedan, imborrables, en la retina y en el alma. Somos privilegiados... vosotros más porque lo habéis seguido disfrutando.

Pues Señor,... resulta que en verano, y el resto del año también, puesto que forma parte del protocolo militar diario, a la una y media del mediodía se pasaba a la autoridad establecida, normalmente el Coronel, o, en su defecto, Teniente Coronel, una muestra de lo que la Tropa iba a degustar en la comida de ese día. Ni que decir tiene que, lo habitual, era que media o una cucharadita fuera suficiente para degustar el primer plato y que tanto el segundo como el postre, quedaran intactos... Oigan... a veces ni llegaba de vuelta al Pabellón de oficiales. El pobre "ordenanza", como se denominaban a los soldados destinados a estos servicios, era materialmente asaltado en el trayecto por una banda de bestias pardas que venían de dos horas de ejercicio pisciníl y a quienes les duraba aquella "Prueba", menos que a un "Gran Blanco", una triste gaviota...o pececillo... Eso, cuando no se oía por parte de la mujer de determinado oficial canario, igual que ella, diciendo: "¡Ordenansssaaaa, una cusssarillaaaa!", dándose "La Prueba"  por jo...  concluida.

Y me acordé, de repente, cual era, realmente el "himno del autobús". Que no era "se van las montañeras, se van, se van...", que, cual Escolanía Mariana, cantaban las chicas. No. ¿Qué extraño sortilegio hacía que. al ponerse en marcha el ómnibus, todo los chicos, al unísono empezáramos con "La cabra, la cabra, la p... de la cabra...", cual grito de guerra motilón?. Misterio. Eso sí, respetando con un murmullo el momento "p..."; aunque siempre había algún espabilado que lo soltaba y, automáticamente doscientas cabezas con sus respectivos cuatrocientos ojos se volvían hacia el pobre despistado, asesinándole... También recuerdo, digo sueño, con una de las múltiples excursiones al "polvorín", que Artillería tenía en una zona frente por frente con Recajo; aunque en el otro margen de la carretera a Zaragoza y metido entre lomas con sotobosque de encinas y pinos... Las excursiones consistían en ir andando desde Logroño, llegar , comer y bajarnos a "la base". Y comimos...y bebimos.... ¿cómo se puede acompañar un bocata de tortilla de patatas con ginebra y Larios....Yo tenía sed, por lo visto, y bebí....¡vaya si bebí!... No fui el único, de hecho hay documentos gráficos de otros y otras amigas. Sentado y a la sombra de los pinos.... como dice la popular sevillana, no se notaba , no; pero hubo que ponerse de pie. y madre... ¡aquellos pinos se movían!, ¡no paraban quietos!. No recuerdo a quién, bienintencionado, se le ocurrió la idea de atajar colina abajo y bajamos, bueno, algunos más bien rodamos, toda la colina. Al margen de las magulladuras y contusiones múltiples de las que no fui consciente hasta dos horas después, más o menos, el resultado fue la pérdida de mi querida armónica de doble cambio,  para alegría de mis martirizados amigos y de unas "Ray Ban" de espejo, a lo pijo, como era natural. ¡Qué cosas!. Como soy un caballero español... no cuento otras "merluzas"; entre otras cosas, porque esto...es sólo un sueño...

Tuvimos nuestros momentos "ilustrados". Recuerdo aquél verano que, por iniciativa de Tino, en este caso se dice el pecado y el pecador, nos dio por la mineralogía primero y allí nos tenía por la vía del tren recogiendo muestras de minerales del lugar, las cuales no eran oriundas, sino que se caían de las cargas transportadas en los vagones de los mercancías. Pero "jarto" ya de piedrecitas, decidió "evolucionar" hacia la arqueología. Decidimos, decidió, ir más allá; pero en el más estricto sentido de la palabra, o sea, llegar a Agoncillo, unos kilómetros "pallá palante", a investigar. Las investigaciones tuvieron un éxito inmediato: encontramos trozos de vasijas y enseguida las clasificamos; no había duda: ¡eran romanas!. Y lo dijimos en Recajo a nuestros padres, mientras tomaban su "piscolabis" después de terminar sus quehaceres mañaneros en el aeródromo. Había caras para todos los gustos. La mayoría nos miraron como las vacas miran al tren... rumiando. Llegó Barreno y una vez enterado del asunto, lanzó su lacónico veredicto.. Y decís... si... final de pista... una vaguada... a la izquierda... "Son los restos de la macetas con las que me entreno en mis prácticas de tiro". Aún me duelen en los oídos las carcajadas; los pómulos más colorados que los que, alguna niña del lugar, solía tener... y unas ganas locas de querer asesinar a alguien... "pa los restos"...


Íbamos de paseo, los tres impecables con nuestras gabardinas largas, a la moda "Intocables" con nuestra "burberrys". La de J.R. de color vede oscuro; no hacía mucho frío, aunque si niebla. Nos encontramos con Eliseo Pérez López "Eli" y Javier Vargas (García de Madariaga). Eran unos dos años mayores que nosotros y mucho más empollones, cosa que tampoco había que serlo en exceso, salvo en el caso de J.R. Charlamos un buen rato y Javier, si, si Javier, el serio, cabal, empollón, modelo para todos nuestros padres, de repente nos dijo: ¡Oye, escuchad! ¿y por qué no en una de estas carboneras no hacemos un club?... (?).... nos mirábamos... "sí, para oír música""...pensábamos (la Traviata)...pero, efectivamente, era Javier el que nos hablaba así.... "Incluso, podíamos poner unas luces de colores"... las lucecitas estaban en nuestros cerebros, flipando... en colores... "¿No os parece?... lo que nos parecía es que el modelo de nuestros padres habíase decidido a probar un "porro"... Volvimos de un sopapo al presente. Y era real... ahí estaba él como si tal cosa. Y Agustín le seguía la marcha....el del eterno guante recogido en la otra mano enfundada... A J.R., le fue el rollo desde el primer momento....Lo dejamos ahí, faltaban tres días para las "vacas" de navidad. El veintisiete, más o menos, estaba el tío pintando las paredes de la hasta entonces carbonera de José Ricardo y, no contento con eso, su hermano Tino, empeñado en que se tenía que llamar "El Cabrón Rojo", por decreto. Menos mal, que le convencieron y al final quedó en un cartelito muy sutil que decía:" Discoteque El C..... Rojo". Él, Javier, NO volvió a aparecer por el Putre, y su hermano Agustín, cada vez retrasando sus visitas hasta que prefirió quedarse en su carbonera pintando maquetas de aviones e intoxicándose con el plomo de las pinturas....¡Señor...Señor!... Si no fue así, ¿por qué no pudo haberlo sido?. 





Presentado al Concurso XV concurso de Narraciones "Cuando yo era joven". Ayuntamiento de Leioa. (Vizcaya) 2014.