No recuerdo el modelo. Eran los principios de los setenta.
Tenía sus añitos, pintado de un gris característico retocado mil veces, cada
vez que arrancaba una humareda que alternaba del más níveo blanco al más
tiznado negro, en un caprichoso juego con el azar; quizás fuera una queja de su
mucho corretear por aquella carretera que se conocía al dedillo.
Aquellos escasos doce kilómetros los recorría un par de veces
al día, salvo en el período veraniego que, tras el oportuno permiso para
declarar abierta la temporada de piscina, el trayecto lo andaba y desandaba un
par de veces más, añadiendo dos viajes cada sábado, domingo o festivo.
Los periplos veraniegos parecían ser más de su agrado; tosía menos o esa sensación daba;
probablemente el calor mitigaba sus dolencias aunque siempre comenzaba sus
viajes con una dosis de buena carraspera, como de viejo fumador.
El color gris, uniforme, sin ningún tipo de línea superflua
que animara su adusta silueta, era debido a que se trataba de un vehículo
militar. Sí, su cometido era el de llevar al personal de una base desde la
capital al acuartelamiento; y, en verano, como he apuntado antes, trasladar a
las familias de ese personal, a mediodía, a la piscina dentro del citado
aeródromo.
Iba más contento; se le notaba. Una vez resuelta la ronquera
inicial del motor, poco a poco cogía un ritmo de marcha mucho más suelto a
medida que se deslizaba primero por las calles de su ciudad y después por la
estrecha carretera del itinerario; sin duda, se debía en gran parte, porque los
muchachos que llevaba en sus entrañas era un grupo animoso que, en el mismo
instante que él tosía anunciando el comienzo del corto viaje, es decir, desde
que se ponía en marcha, les servía a ellos como un pistoletazo de salida y se
desbocaban cantando a voz en grito, más de lo último, desde las canciones
veraniegas de turno de ése verano, hasta las típicas de campamentos light y
juveniles; algunas de ellas, con cierta subida de tono hasta que la mirada
significativa de alguna de nuestras madres, nos hacía entender que por aquellos
derroteros íbamos mal...mejor cambiar el tercio.
Los veranos, aunque en capital de lo que los meteorólogos
llaman "del tercio norte peninsular", no dejaban de ser calurosos;
incluso tórridos en los meses de la canícula; y a las doce de la mañana hacía
calor casi por obligación. por Real Decreto.
Y las ventanillas iban abiertas como aire acondicionado más
moderno disponible en aquél longevo vehículo. Al principio los cánticos eran
más bien bajito pues el decoro de la época implicaba ser cautos y comedidos
siempre, pero sobre todo, mientras deambulábamos por las calles de la ciudad; una vez salidos al
campo, era otra cosa; como si de un coro de Góspel se tratara, poco apoco,
gradualmente, se subía el tono de los cánticos llegando a ese momento narrado
anteriormente en el que la mirada de una de las madres, bastaba para modular
otra vez la voz y las expresiones lingüísticas de la canción.
Servía para disminuir, durante unos breves instantes, el
envalentonamiento de unos chavales con ganas, sobre todo, de desfogarse como
cualquier chiquillo de esa edad; pero las madres actuaban como los frenos del
querido ómnibus; sin necesidad, es verdad, del chirrido que acompañaba a los de
nuestro coloso amigo de chapa.
El conductor, con la experiencia de quien lleva conduciendo
muchos años y la química que existía, a simple vista, entre máquina y humano,
le manejaba con una suavidad propia de quien trata a un enfermo casi
irreversible y se le mima para que pueda proseguir, con la mejor calidad de
vida posible, un poco más su andadura, nunca mejor dicho, por el mundo.
Y aquél viejo ómnibus, palabra muy del argot aeronáutico, iba
y venía a voluntad de quien se lo pedía y guiaba, llevando un tropel de
personas a su solaz y lujoso veraneo para aquellos tiempos. Era ser
privilegiados poder tener una piscina de aquellas características, completada con instalaciones deportivas e,
incluso, un pabellón, también del argot, una especie de "hotelito",
en el que se podía comer por un módico precio, muy módico, siempre y cuando no
se nos olvidara que aquello seguía siendo un estamento militar.
Una vez recuerdo que al bueno del autobús le costó un poco
más subir el último repecho hacia la base; escaso, pero suficiente para que le
flaquearan las fuerzas y tuvo que parar un rato en la cuneta de la carretera
para recuperar fuerzas; pero cual ave Fénix, resurgiendo de sus cenizas, a los
diez minutos, gargajeando de nuevo el motor, volvía a arrancar con cierta
alegría hacia su destino; seguramente pensando en las dos horas largas en las que podría descansar en su querida
cochera a la sombra, resguardándose del sol y recibiendo, cariñosamente, un
manguerazo refrescante por parte de su conductor y amigo.
Ignoro el final de la historia; yo me fui. No me extrañaría que
todavía estuviese recogido en alguno de los museos del estamento militar. Desde
luego, por su trayectoria, bien se lo había ganado.
Para el 15º Concurso Literario
"Cuentos sobre ruedas". Alsa. Madrid. www.alsa.es