Hablar del cáncer es habitual;
incorporamos, en su día, ese término a
nuestro vocabulario cotidiano con un claro estigma de miedo y de compasión; más si hablábamos de
algún caso conocido.
Con el transcurso del tiempo, se ha
usado esa palabra de una manera más natural; de manera corriente. Todo el mundo sabe, conoce o
padece, de personas que llevan cosidos a
sus cuerpos alguno de los apellidos que usa el cáncer.
Padecerlo es dramático. Todo el mundo
quiere estar sano; no queremos tener el más mínimo dolor; estamos en una
sociedad que ha aprendido y descubierto, la enfermedad sin dolor.
La medicina, los científicos, emplean
muchas horas de su investigación y mucho dinero, público y privado, para dar
con la fórmula del fármaco perfecto que, cual chip milagroso, aborte cualquier
intención de dolencia en nuestro organismo.
Y es así cómo hemos incorporado una
palabra a la cotidianeidad de nuestras vidas; sin duda porque, lamentablemente,
el bichito puñetero de mil apelativos, se ha extendido cual chapapote en el
océano. Son pocas las familias que no tienen a alguno de los
suyos...contaminado.
Pero la Humanidad, a lo largo de la
Historia, siempre ha sabido responder a los imprevistos, por muy funestos que
sean, y ha aprendido a convivir e incluso a padecer, con cierta ironía, con el
consabido especímen.
Y aquí somos muy machitos los que,
teniendo dentro al inquilino en plan okupa, vamos baldeándonos, con pastillas,
por muy experimentales que sean y por no
pocas secuelas, daños colaterales, que nos produzcan. Otros, por desgracia, o
no pueden contarlo o desgranan cada día, con más o menos ánimo, las cuentas de
ese rosario doloroso, no tanto en lo físico, como en lo cerebral.
"Hoy los tiempos adelantan qué es
una barbaridad", le decía don Sebastián a don Hilarión en la famosa
zarzuela La Verbena de la Paloma. Pues eso, que
entrados en la vorágine de "estos tiempos", donde todo lo
aceleramos a la velocidad de un ciberespacio que aún soñamos en descubrir, a
ese chip misterioso que bulle en algún lugar de nuestro cerebro, hay que
activarlo y, convencerle, que más allá del cáncer hay vida y no me refiero a la
de la resurrección, que también, sino a que es necesario, incluso para el mejor
control de la propia enfermedad, saber vivir con ella; tratarla de tú a tú,
entendiéndola y dándola sus momentos, inevitables, y una vez pasados los más
duros, volver a resurgir de las cenizas propias y saber llevar, con alegría
(qué fácil de decir), el día a día de esa situación.
Cuando te dicen que tienes cáncer, un
sudor ambiguo, de chichinabo, recorre tu espalda en una carrera casi de
salvación; es como si tu propio agua se quisiera escapar de la quema que se
avecina.
Eso hay que digerirlo. A cada cual le
lleva su tiempo. No es mejor si se tarda poco o se tarda mucho; lo importante
es terminar por aceptar lo que portas e incorporarlo a tu "modo de
vida"; al menos lo que buenamente se pueda.
Y te hacen un millón de pruebas en las
que, a tenor de cómo vayan detectando tus diferentes estados anímicos a lo
largo de ese proceso, te van dando "una de cal y otra de arena", para
ayudarte a digerir, como si de encimas gástricas se tratara, el
"asunto". Y el asunto es indigesto. Y el que diga que no ... miente.
Por mucha "frialdad" que se quiera dar, las entrañas son de uno y
duelen, en el sentido literal de la palabra.
Entre pruebas y más pruebas tu cuerpo
se rebela ¡vaya si se rebela! contra tanta química que le encasquetan; no sólo
ya la propia quimioterapia, aunque sea la mucho más benévola en pastillas, sino
que, además, con la ingente de contrariedades que te puede acarrear, los
llamados daños colaterales, te tienen que ir dando los preparados adecuados
para reparar la vía de agua desencadenada a mayores.
Y, como es natural, uno está expuesto,
incluso más, a las típicas enfermedades, estacionarias o no, que pululan por
nuestros alrededores y que, casualmente, te acuerdas de que existen cuando tus
defensas están un pelín adormiladas ¡Pues qué bien!
Con este panorama embriagador, te
echas a la calle cada mañana con la intención de comerte el mundo. Y esa debe
de ser la voluntad que hay que tener. El exceso de ímpetu ante las menguadas
facultades físicas que se poseen, suele pasarte factura, pero es en ese momento
cuando hay que pensar que llegará pronto, casi en lo que se piensa, la
oportunidad de sentarnos sosegadamente y descansar lo que se tercie; tampoco en
demasía, no vaya a ser que hagamos despertar a nuestra compañera de viaje la
pereza y luego no nos la quitemos de encima ni con el viejo asperón.
La feria la cuenta cada uno como le va
y la ve; que son dos cosas parecidas. Pero a esa feria se puede ir de "miranda", como un pasmarote o
vestido de faralaes y traje campero, según el gusto, dispuestos a cerrar la
última caseta de la "madrugá".
Había un viejo dicho en un anuncio
publicitario de la televisión, en blanco y negro, de mi infancia que decía: "ya vendrá el
verano"; y para los que andamos averiados, es una frase que nos viene muy
bien ante la lucha diaria contra el "animalico".
Porque hay que tener fe en esta vida; cada mañana, debemos tener presente que
hay que seguir luchando, segundo a segundo, sabiendo que en ello ¡oye! nos va
la vida; y creo que por nosotros y por los que nos rodean; esos pacientes sanos
a los que la enfermedad tanto les afecta. Si nos ven con el talante adecuado,
les ponemos inyecciones de energía y, a la vez, les sirve para poder hinchar un
poco más el pecho y que el aire, ese que casi no notan por la congoja, limpie
de miasmas los recovecos de sus pulmones y puedan libarse de una cruz que cual
Cirineo, nos ayudan a llevar.
Para el Concurso Literario ACLBS. Asociación
Cultural de Les Botigues de Sitges. (Barcelona).