Amanecía. Las
tinieblas desaparecían lentamente, con pereza; dispuestas a fatigar desde el
principio a los albores de la mañana.
Presagiaba calor. Un calor que se agradecía pues las noches eran frías.
Sentado apoyado en
un agujero en la tierra yerma, bebía un sorbo generoso de su cantimplora y
carraspeaba para quitarse de la garganta el sabor del último pitillo y la
sequedad producida por el polvo y el humo.
Las últimas dos
horas habían sido tranquilas. Abrió una lata y engulló el jamón cocido de
la misma con la urgencia de quien sabe
que comer es algo indispensable pero en lo que no se puede perder tiempo
saboreándolo. Otro sorbo de agua. Encendió otro pitillo, no sabía cuántos
habían caído esa noche de vela y en el vaso de la cantimplora derramó una buena
cantidad de café sólo que, con imaginación, aún podía pasar por estar templado.
Una estrella fugaz
salió del cercano horizonte hacia él. La contempló con la ilusión del niño que
mira la estrella del Belén. Sólo que aquella cometa de cola roja no danzaba a
merced de los vientos, ni pertenecía a la especie de las que, por las noches
veraniegas, acostumbraba a ver tumbado en los prados de su pueblo costero,
mientras de fondo las olas rompían contra la arena...
Su cabeza tardó unos
segundos en volver a una realidad de la que unos pocos segundos se había
ausentado. Siguió la estela y comprobó, unos instantes después, los regalos de
los que iba cargada. Una fuerte explosión sacudió, incluso en la distancia,
todo lo que le rodeaba y comprobó que a lo lejos, unos Reyes Magos misteriosos
habían dejado carbón a la gente que tenían como objetivo.
Horror, otra vez, en
una retaguardia que no merecía ese nombre. Ellos eran los que, casi siempre,
caían primero; y, ni tan siquiera, se les dejaba la posibilidad de defenderse.
Eran los manoseados "daños colaterales" en las estadísticas. Eran, en
realidad, los verdaderos objetivos del odio y la sinrazón.
Unos pasos, le
pusieron alerta. La pisada firme y unas palabras predeterminadas, le
tranquilizaron inmediatamente. Se acurrucó a su lado y le ofreció el enésimo
cigarrillo. Estuvieron un rato en silencio. Después charlaron, casi en una
monotonía diaria, de dejar de fumar. Los dos no lo eran hasta que llegaron
allí.
El teniente charló
animadamente y le acompañó durante una hora.
Al final, cuando se despedía, recordó el otro motivo de su visita además
de supervisar los puestos de guardia. Y le tendió un pequeño paquete que le
habían enviado desde casa. Una casa en el confín del mundo. Lo cogió entre sus
manos y se emocionó tanto que ni contestó al saludo de su superior. Ni se
enteró de su ida. No oyó las últimas palabras que le dedicaba: ¡Feliz Navidad,
soldado!
Acariciaba el
paquete, sin desenvolver, como un tesoro. No sólo es que no se atreviera a abrirlo,
sino que, además no era el momento apropiado para hacerlo. Sin duda al teniente
le había servido de escusa para charlar un rato.
Una voz desde un
puesto de otro vigía cercano, le alertó de movimiento. Clareaba, pero la luz se
mantenía en el límite con las sombras. Tensó su cuerpo y se puso a la escucha.
Estaba en lo cierto su colega. Algo se movía; dada la ausencia casi total de
animales por la zona, lo natural es que fueran personas. Y venían de frente,
hacía su zona.
Unas ráfagas y
deflagraciones corroboraron la sospecha y en unos segundos se encontraba
disparando hacia sombras imaginarias
entre las matas bajas del desierto.
Los disparos de los
atacantes, seguramente tan alocados como los suyos por mor de la suave
oscuridad, tuvieron éxito. Un punzante dolor le atravesó el muslo que ardía de
una manera insoportable. Le habían herido. Sudoroso, por la tensa situación y
por su propio orgullo, preparó un torniquete y, camuflando la luz de su
linterna de campaña, inspeccionó someramente la herida. Parecía que la bala
había pasado sesgada; no revestía, salvo que se tardara mucho tiempo en
evacuarle, peligro.
No le dio tiempo a
coger su arma. Una luz potente frente a sus ojos le impedía ver algo que no
fuera sólo el foco cegador. En un inglés entendible, una voz le daba el ¡Alto!
y le decía que le estaba apuntando.
Dada la fama de
aquellos supuestos soldados, comprendió que nunca vería el contenido de aquél
paquete y una rabia le sacudió sus adentros al pensar la posibilidad de que el
contenido del mismo pasara a ser propiedad de aquel tipo.
El hombre se acercó,
poco a poco, siempre apuntándole con arma y linterna a los ojos. Mentalmente
adivinaba la silueta del punto del infrarrojo dibujado en su arrugada frente.
El enemigo se agachó y comprobó la gravedad de la herida.
En inglés ayudado
por señas, le ofreció tabaco. Aceptó. Aspiró la primera bocanada de aquél
postrer pitillo y se dio cuenta de que aquello no era tabaco. Al menos, pensó,
cuando llegue será más dulce el momento.
Pero un ¡adiós! en un
castellano perezoso, le sacó de sus pensamientos; y unas palabras que parecían
fuera de contexto dichas por aquella persona, terminaron por dejarle totalmente
confundido mientras su boca, automáticamente, le contestaba con el mismo
saludo: ¡Feliz Navidad, también!
Una sombra se
desvaneció tras un montículo cercano. El firmamento estaba cada vez más azul.
Era Navidad. Otra estela anaranjada recorría un trazado de muerte... Él había
tenido suerte.
Para el IV Concurso de Relatos
Navideños, El Búscolu, Navidad. (Asturias)