Extendió su brazo derecho, haciéndole
avanzar entre la profunda neblina, mucho más interior que exterior, que le envolvía, buscando aquello con lo que
acababa de soñar.
Rebuscó con una mano torpe,
atolondrada por el momento que rebasaba, pareciendo dar manotadas abotagadas de
impericia en un supuesto vacío creado por su propio intelecto. Y encontró lo
que buscaba; sus dedos palparon, tibiamente, la felpa ligeramente rugosa que
envolvía aquél cuerpo que acababa de anhelar.
Sonrió no sólo para sus adentros. El
placer que aquél simple y corto roce le suponía, reparaba con creces los
momentos que, por su profesión, tenía que vivir lejos de ella.
Pero aquél fin de semana era suyo. De
ambos. Y en aquellos baños árabes a los que ella se había obstinado en acudir,
acababa de comprender, entre olores almizclados de la extensa variedad de
resinas que conforman el sacrosanto incienso, con las fragancias dignas del
mejor jardín morisco, mixtura de jazmín y rosas con toques de lavanda en flor
azucaradas con la caricia sutil del olor que aporta la vainilla; en una rueda,
acompasada, del tiempo; controlador de la vida del universo, que su vida
estaría siempre ligada a la figura que yacía tumbada a unos palmos de él.
El masaje, lento, había servido para relajar
un cuerpo maltratado por horarios y reuniones al que, día a día, le sometía su
dueño. Era incapaz de apartarse de un sendero que él mismo había labrado a lo
largo de cuantiosos años esclavizado, aunque de una manera voluntaria, al ritmo
de un trabajo agotador pero en el que se sentía bien; o, al menos, se había
sentido a gusto hasta aquellos momentos.
Y embelesado en sus pensamientos
altamente imaginativos y un tanto ingenuos, entremezclaba éstos con el ritmo
acompasado de la darbuka repetitiva marcando el ritmo a un laúd melódico que
invitaba, descaradamente, a la dulce flauta nay que uniera sus trinos, casi
lastimeros, al embrujo de un sueño que, aunque no pasara de ser quizá sólo eso,
merecía vivir aquellas sensaciones que en aquél momento se sucedían.
En su creencia, de nacimiento, de que
la Gloria existía, le daba la impresión que no debería estar muy lejos la forma
de sentirse en ella con el sosiego que su cuerpo y alma experimentaban
sumergidos en el ambiente de los baños.
Y su imaginación vagaba libremente,
galopando a lomos de intenciones que cumplir o de reflexiones que llevar a cabo
en los siguientes días; todas ellas aderezadas por la atmósfera, cuya diadema
real, le transportaba, quisiera o no, a épocas en las que, sus antepasados sefardíes,
iban y venían con la asiduidad de la vida medieval por aquellas estrechas
calles cumpliendo con los ritos preestablecidos de una cultura ya entonces,
milenaria.
Confluían en aquella su ciudad, la de
sus ancestros desde varias generaciones, la cultura más o menos implantada ya
en el occidente conocido y entremezclaba sus ritos armónicamente con culturas
invasoras que, aposentadas en la ciudad, habían comprendido, quizá demasiado
tarde, la conveniencia de usar la palabra como el mejor arma para entenderse
entre las gentes de un universo, por entonces, demasiado pequeño por lo
precariamente conocido.
Y así, era frecuente encontrar
deambulando por las travesías y rondas de la villa, congregaciones corales y
musicales provistas de salterios de dieciséis cuerdas triangulares que
competían con sus soniquetes por la hegemonía sobre otros estribillos en los
que querían estar rabeles alargados a modo de guitarras deshinchadas, zanfonas
sobrealimentadas por los ciegos del lugar, panderos, redondos o cuadrados en
una extraña, pero natural, simbiosis de culturas, o crótalos que competirían en
tierras cercanas con otros de madera más afincados en aquella incipiente
nación...
Moisés, se rebullía lentamente en la
camilla de masajes por mor de unos recuerdos que debería de llevar en los
genes; ya que, cronológicamente, distaba muchos siglos de aquellos pasajes que
su cabeza se empeñaba una y otra vez en recrear.
Un pandero tocó unos sones
expectantes; dignos de la película más intrigante de Hitchcock en el momento
anterior al desenlace final. El cuerpo de Moisés reaccionó contrayéndose y una
explosión de sus poros concluyó con el repliegue que configuró su piel con una
infinidad de diminutos montículos mientras sus pelos se erizaban y un
escalofrío recorría sin ninguna impudicia su columna vertebral.
La atmósfera de la habitación seguía
viciada por una cortina de niebla , mientras unas velas, estratégicamente
situadas, difuminaban entre la neblina un color verde oscuro que propiciaba al
entorno un ambiente propio de las M il y una noches.
Una mano que no reconoció, le obligó
sutilmente a que se levantara y tras una veintena de pasos asido a aquél
lazarillo totalmente anónimo, sus pies notaron un ligero declive que, a modo de
rampa, descendía hasta que éstos comenzaron a notar la humedad natural del agua
tibia que les empezaba a cubrir. Animado por una tenue voz, más un susurro,
siguió sólo adentrándose más y más en aquella alberca hasta que topó con lo que
, sin duda alguna, era el extremo opuesto por el que había sido introducido.
Una pequeña plataforma sumergida a la distancia prudencial, le dio la
oportunidad de poderse sentar manteniendo fuera de las aguas la parte superior
de sus hombros y, naturalmente, la
cabeza.
Esperó. El tiempo se relativiza según
el ansia o despreocupación que se tenga
en función de los acontecimientos que se esperan; y a Moisés, en aquél momento,
la textura del ambiente, le mantenía en tal estado de quietud placentera que no
podía catalogar si el intervalo de aquél momento había sido corto o largo. Su
cabeza estaba degustando, simple y llanamente, el glamour del trance; sin más.
Un ligero chapoteo le hizo volver del
mundo de sus sentidos a la realidad; una sucesión de pequeñas ondas en la
superficie de la piscina, le hicieron intuir que alguien había penetrado en la
misma. Sintió como si alguien hubiera profanado su sancta sanctorum.
Las olas cada vez parecían tener más
intensidad.
- "¿Moisés?"
Una voz, como un dulce cuchicheo retumbó, tímidamente, por la
estancia. Los latidos de un corazón hasta entonces tranquilo, sedado por el
ambiente, se aceleraron y comenzaron a golpear ruidosamente su pecho. Tensionó
su cuerpo por entero al sospechar que quien se acercaba era aquella mujer que
había yacido junto a él en la sala de masaje. Extendió una mano pedigüeña que
buscaba encontrar entre las tinieblas otra con el mismo afán; y la encontró.
Ambas se entrelazaron y se agarraron férreamente, en un firme deseo de no
volverse a separar jamás.
Los recuerdos afloraron, una vez más,
mientras sentía cerca de él la presencia de aquella mujer; al tiempo que toda
su esperanza se abría hacia el futuro.
Moisés, lloró.
Para el Premio Pérez -
Taybilí, 2016. Medina
Cultura en colaboración con el Ayuntamiento de Toledo.