jueves, 29 de mayo de 2014

El 6º Larán, lará...



-"¡Niño! ¿Qué vas a ser cuando seas mayor?"

- "¡Quipitán de Aviación!"

Debía de correr el año 1925, más o menos, cuando aquél chiquillo contestaba con esa celeridad y desparpajo a la vez que con una rotundidad absoluta a la pregunta que le hacía un tío suyo.

Y aquél niño creció jugando con soldaditos de papel que era para lo que daba la economía familiar y muy de tarde en tarde alguno que otro de plomo, lo que sí resultaba ya un lujo.

No se le daban mal los estudios y acabado el bachillerato y en lo que llegaba el momento obligatorio de incorporarse a filas, empezó la carrera de Magisterio. En esas estaba cuando se incorporó al ejército, buscando un resquicio por el que poder meter la cabeza en su ansiada Aviación.

Marchó a Getafe y estando precisamente de vacaciones, estalló la guerra.

El niño, hombrecito ya pues tenía diecisiete otoños,  se incorporó a filas, como voluntario en el bando que por sus ideales creyó que era en el que debía de estar. Y marchó al frente. Al Alto de los Leones de Castilla, como se le conoció durante muchos años.

San Rafael, El Espinar, Cueva Valiente, Peguerinos... allí luchó media campaña, al mando de una centuria  más una sección de ametralladoras. Y fue herido; no de una importancia extrema, pero una bala se llevó un trocito de fémur como recuerdo. Poco después, estalló una granada de mano relativamente cerca de él y una esquirla le rompió el tabique nasal. Tuvo suerte. El hombre dejaba atrás al niño a regañadientes, prueba de ello que en una de las retiradas de posiciones, pues en aquellas fechas el frente oscilaba constantemente, en su huída para ponerse a salvo del fuego enemigo, se topó con dos "regalos" que servían  para definir si todavía quedaba en él rastros de la infancia o si empezaba a sentir síntomas de la madurez. No lo dudó. Cogió el balón de fútbol y los puros.

Entrado  el año 1937 decidió empezar a cumplir su sueño: ser piloto. Digo empezar porque, en esa profesión y más en aquellas circunstancias, se hacían pilotos al son de la metralla que oían alrededor; siguiendo, probablemente, el dicho popular de "o te aclimatas o te aclimueres".

Y se marchó , creo recordar haberle oído decir que a Badajoz, aunque sé que la Escuela de pilotos estuvo en Cáceres.  En esas tierras se hizo y le hicieron piloto; pertenecía a la primera promoción de pilotos de la guerra, al menos de uno de los dos bandos.

Entonces, se "soltaban", palabra muy aeronáutica, en "La Bücker", que era éste un biplano cuya carlinga iba al descubierto y, por lo tanto, el piloto estaba obligado a llevar gorro de cuero, aunque en el caso del protagonista de esta historia, era de punto de lana y blanco, además de las consabidas "gafas de vuelo".

Siempre le oí hablar bien de la famosa Bücker.

No he sabido nunca, al menos hoy ya soy incapaz de recordarlo, donde actuó una vez haberse hecho piloto; ni tan siquiera en las unidades en las que estuvo destinado durante el resto del conflicto armado.

Sé que, nada más entrar las tropas en Madrid, mi padre se apresuró a ir a buscar a un gran amigo, pensando incluso, que habría muerto dada su ideología profunda y abiertamente monárquica y se le encontró de capitán del Ejército de la República. Llegó a ser un extraordinario poeta. Nunca dejaron de ser amigos. Mientras, el tercer miembro de esa hermandad desde niños, se debatía en Valladolid con medio estómago destrozado por la metralla. Salió adelante.

Cuando llegó la paz, tan ansiada por todos y una vez asentado, de nuevo, en su patria chica, mientras se planteaba reiniciar sus estudios de magisterio, se convocaron plazas para pilotos para el recién creado Ejército del Aire y  no lo dudó ni un instante. Se apuntó.

Era alférez de complemento e ingresó en la Academia de Aviación que estaba en León.

Creo haberle oído comentar que el curso, pues era uno, duraba ocho meses, ya que la escasez de pilotos obligaba a cubrir las vacantes necesarias en plazos cortos de tiempo.

Sus conocimientos, adquiridos en su formación académica, le supusieron cierto desahogo a la hora de estudiar las asignaturas  de aquél curso. Se le daban bien las matemáticas. Pero tuvo una desavenencia  con uno de los profesores, precisamente de matemáticas y le costó la academia.

Roto, volvió a Valladolid. No se quebró, sin embargo, ni un ápice su férrea voluntad de conseguir ser aviador. En la siguiente convocatoria estaba, de nuevo, en su Academia; con el "hándicap" de que la normativa había cambiado y ahora eran tres años de estudios.

Siguió, no sin esfuerzo, sus estudios y, aunque algunas materias  o actividades se le daban mejor unas que otras, como suele ser lo habitual, me contaba que destacaba en la esgrima, entre otras cosas por su condición de zurdo, lo que ponía muy difícil la defensa al contrincante; pero también destacaba, por lo malo, en equitación; hasta tal punto que un profesor le gritó a lomos de su caballo: "¡Alférez, y le llamó con nombre y apellidos, parece usted un lechero montado  a caballo"!. Ciertamente y con todo el respeto por los lecheros de la época, debía de tener una figura grotesca.

El profundo sentido del humor que le acompañó toda su vida, le permitía recordar estas anécdotas con una amplia sonrisa en sus labios. Como también los treinta y tres arrestos, treinta y tres, que tuvo en esta etapa académica y que casi siempre eran por la misma causa. Contaba que llegando tarde a formación, fue tardón por naturaleza, había una maldita esquina por la que circulaba un chorro de aire casi continuo y siempre llegaba tarde para cazar el gorro antes de que este volara por los aires; motivo por el que con treinta y tres veces de frecuencia, al menos, le llevó a formar tarde, con el consiguiente arresto. "Menos mal que no constaban en la hoja de servicios"... decía sonriendo.

Acabó la Academia. No sé si su primer destino como teniente sería Palma de Mallorca; pero el caso es que el Grupo de Savoia 79 (Savoia-Marchetti 79) fue destinado, creo que temporalmente, a esa isla, como medida preventiva y de vigilancia del Mediterráneo, pues en Europa se estaba librando la Segunda Guerra Mundial.

Le gustaban "los Savoias", comentaba que eran muy rápidos y que, al menos en aquellas fechas, se utilizaban en unidades de "caza", que a la postre, era lo que a él le entusiasmaba.
Debieron de ser días agridulces, pues a la alegría natural de ser jóvenes se les unía la tristeza por la pérdida de compañeros caídos en sus "raids" aéreos sobre el mar. Unos cuantos quedaron para siempre en las aguas del Mediterráneo.

Contaba que las guerras curten, mucho más una como la que le había tocado vivir fratricida; como curte también ver caer a tantos y tantos compañeros en combate o "simplemente" por volar, por cumplir un sueño, una ilusión...

Jamás dejó entrever, en sus conversaciones, el menor atisbo de rencor; sí de prudencia ante determinadas posturas ideológicas. Solía decir que:  "...al enemigo primero se le derrota en el campo de batalla y después se le tiende la mano y se le ayuda..."

Sólo se mantuvo tajante, sin resquebrajarse, ante el terrorismo.

Aunque ya hace años que relató todas estas historias, creo recordar que peregrinó por varios aeródromos dentro del territorio nacional, como  Morón de la Frontera y Granada.

Luego estuvo destinado en Valladolid, su ciudad natal en la base de Villanubla donde su afán por volar costó más de un sofoco al entonces coronel de la base que le quería mucho al margen de que, en cierta ocasión, el Curtiss que pilotaba, decidió pararse en pleno vuelo; la pericia del piloto hizo que un avión que no era de chapa, biplano y con un motor de 700cv de potencia, planeara lo justo para aterrizar en un campo de patatas colindante al aeródromo y sólo en el último momento, una de las ruedas se incrustó contra un pequeño montículo de tierra lo que motivó que el avión capotara. El sistema de seguridad de ese modelo de aeronave permitía apretar un botón, que bajaba por debajo del nivel de visión de la carlinga, al piloto, con lo que por lo menos , a veces, lograba mantener la cabeza en su sitio. Volvía a estar la suerte de su parte. Más cuando, después de escarbar para salir de debajo de los restos del avión, éstos volaron por los aires. Estalló.

Fue destinado a Zaragoza, donde quedó prendado de esa ciudad para siempre. Hombre con profunda formación religiosa, aunque no beato, de los cuales huía, su visita a "El Pilar" se convirtió casi diaria.

Estuvieron alojados, pues fue con él su mujer, en una pensión cuya dueña era madre de un compañero de armas y a la cual acabaron llamándola "mamá Carmen", pues realmente se comportó con ellos como si fuera efectivamente su madre.

Después de un tiempo, no recuerdo cuanto, volvió destinado a Villanubla y posteriormente marchó a Málaga para hacer el curso de comandante.

Terminado el curso y ya de comandante, su destino fue en la entonces Región Aérea Atlántica que era una de las divisiones aeronáuticas en las que estaba dividida España y cuyo "Centro de Mando", se encontraba en la ciudad del Pisuerga. Estuvo de ayudante del General Jefe de Estado Mayor. De varios generales, pues los que iban viniendo destinados le elegían a él como ayudante.

Los grandes beneficiados fueron sus hijos....¡qué impresionantes regalos de Reyes les "ponían" en sus casas!. Todos, sin excepción.

Estuvo bastantes años en ese destino. Concretamente hasta que un nuevo ascenso conllevaba dejar de ser ayudante del general por cuestión de empleo militar.

Fue, creo recordar que en destino provisional, a León. A La Virgen del Camino. Prácticamente, estaba en casa. Su familia no se movió y  la distancia, para un avión, era lo suficientemente corta como para poder estar todos los fines de semana en su casa; los lunes, a primera hora, venían a recogerle. Estuvo más o menos un año en "expectativa  de destino"; hasta que salió la vacante definitiva que le llevó a Logroño.

Como la previsión era de un destino largo en el tiempo, se desplazó a la ciudad del Ebro, toda la familia.

En el aeródromo de Recajo, además se encontraba la Escuela de Aprendices del Ejército del Aire, en su rama de Tornero Ajustador.

Disfrutó en ese destino. Le gustaba el ambiente que se respiraba. era muy reducido el grupo de pilotos, cinco o seis; pero el título de Jefe de Estudios de la Escuela que implicaba el destino, le encantó.

Disfrutaba viendo crecer a aquellos niños, de trece y catorce años, que aprendían un empleo con gran esfuerzo, en la mayoría de los casos, de sus familias.

Era célebre el comentario que se hacía de que luchaba en las sesiones de evaluación con los profesores de los alumnos, para que subieran la nota a tal o cual chaval y  que no fuera más costoso a la familia el mantenerlo un curso más allí. En casa exigía, en cambio, como padre, buenas calificaciones.

Hizo  verdaderos amigos. Amigos con mayúscula de los que tienes ahí para siempre, para los restos. Y no sólo en el ámbito castrense.

Tuvo un pequeño lunar en esa etapa; unas molestias en los senos nasales, que le propiciaban mareos, con lo que tuvo que dejar "sus vuelos" y el hecho le traía a mal traer; aunque eso sí, no perdió el buen humor del que hizo gala toda su vida. Estaba tan orgulloso de la "gente" que se encontró en Logroño...

Fue recíproco; pues , sin excepción, ante algún momento duro  personal que le tocó vivir en esa etapa, la respuesta de la familia aeronáutica resultó ser como en Fuenteovejuna...
Excelentes mecánicos, pilotos, meteorólogos, personal sanitario, ayudantes de Ingenieros Aeronáuticos, que conformaban, lógicamente, el grueso del profesorado de la escuela, interventor,  capellanes, suboficiales y oficiales en general. A todos siempre estuvo agradecido.

Pero todo llega a su fin y retornó en su ya dilatada carrera profesional al Sector Aéreo de Valladolid. Es en esta última etapa, cuando uno de sus hijos entró a hacer su servicio militar en el mismo Arma; lo que le permitió corroborar la "fama" que precedía a su padre de "buen militar" y de persona justa  con todo el mundo. Contaba una anécdota de que un capitán, en cierta ocasión le fue a pedir un día de "asuntos propios" e intentó justificar por qué le pedía el día; él se le quedo mirando, sonriendo y le dijo: ¿Qué lleva usted en el brazo, sobre la bocamanga? ¿Tres estrellas de seis puntas?. Pues usted sabrá, para mí ya es suficiente justificante.

Y un día de noviembre, se retiró, o le retiraron, como solía decir él, los años.

Nunca dejó de ser piloto. Nunca dejó de ser "Quipitán de Aviación". Nunca dejó de amar a su Ejército del Aire.

Vivió muchos años, nunca los suficientes para los que le conocimos y quisimos. Al final, le faltaron siete para llegar a este setenta y cinco aniversario de "su" aviación. Precisamente hoy, en el que termino este pequeño relato hacen los años que falleció.


Este narrador, está convencido de que, aquél chiquillo que soñaba con ser piloto, hoy donde está, sigue volando por los cielos de "su" España. ¡Buen vuelo, papá!.



Presentado a los Premios Ejército del Aire 2014 modalidad Narrativa literaria.

Recuerdo



Recuerdo... una recogida de muebles. Noche en camión. Parada en todas las gasolineras. Un coñac en cada una. Yo, dormido en la cama de la cabina. Siete de la mañana. Pis. Desayuno: uvas de un viñedo en la carretera. Pitada desde un "Jeep" de Obras Públicas, por la "mangada" de uvas. Impertérrito, Luis, responde: "pero si son de un majuelo de mi abuelo". Me lo creí a pies puntillas. Logroño. Mi padre esperándonos. Descargar. Ir a "La Redonda", había que dar "Gracias". Por todo. Cenar en Pabellón de Oficiales, en Recajo. Para mí, aquél día, en mi vida volvió a amanecer...


Recuerdo  una tarde de septiembre tardío del año 68.  Recajo.  En el jardín de la piscina, ya cerrada la temporada. Grandes y enormes pinos. En uno de ellos, muy cerca del vestuario de "los chicos"; de no sé cuántos metros de altura y casi en la copa: dos chavales. Uno se llama Agustín, otro es un servidor. Casi, sin hablarnos. A partir de ahí, inseparables hasta que emigró a Madrid, dos años después. Hasta hoy, hasta siempre...




Presentado al III Concurso de Micro relatos de "El folio en blanco" de Cope Ávila. 2014.

Jardín



Cuando permite el invierno
alejar sus rigores,
surgen los colores
después del infierno.

Lo que estaba yermo
rebrota con brío
a pesar del frío,
no estaba muerto.

Así, mientras duermo,
los laureles crecen
y ambos parecen
dos hermanos tiernos.

Las flores alterno:
rosas, azaleas,
claveles, hortensias
llenan mi cuaderno.

Si me desgobierno
planto tulipanes
que calman mis males
con amor fraterno.

Aquí, los rosales
y allí, intranquilos
a la izquierda lilos
que quitan mis males.

Achaques triviales
las adelfas quitan
y mis labios gritan
pecados veniales.

En marzo, a finales,
las palmeras mecen
las hojas que crecen
largas cual puñales.

Los setos marciales
resguardan del viento,
al brote más lento,
de los vendavales.

Milagros termales
permiten querer
al frutal crecer
fuera de lugares.

El híbrido piensa
con un miserere,
del Señor requiere
cierta recompensa.

Como autodefensa,
el granado clama
que habrá, en su rama,
un dulce de fiesta.

El macizo prensa
flores a raudales,
formando  caudales
de hojarasca densa.

La  nada indefensa
hiedra trepadora,
con su manto, explora,
la tapia inmensa.

La parra dispensa
cobijo al insecto
que, cual arquitecto,
construye despensa.

Así luce al cielo
mi jardín florido,
por mi, tan querido,
cuando muere el hielo.



Presentado al XXIX Certamen Premio de Poesía “Gabriel y Galán" . Guijo de Granadilla, Cáceres. 2014

Un día en el bosque



Dejé la carretera y diez pasos más allá, dentro ya del bosque pero prácticamente en su lindero, ya no se veía nada de ella. El mundo real, "mi" mundo real, diario, se había quedado atrás, quieto, estático. Atónito, como  el vehículo que me había llevado hasta allí ¿Les habría dejado para siempre?, se preguntaban.

Un imperceptible sendero hecho, sin duda, por alguna alimaña de las que habitaban aquél lugar, hizo de improvisado camino para mi aventura. Decidí seguirlo mientras pudiera.

El suelo carecía de hierba; era, más bien, un acolchado herbáceo formado por las matas y hierbajos que el o los animales que lo transitaban iban formando, a medida que el roce de sus cuerpos quebraba o chascaba las ramitas de las plantas de aquella vereda.

Para un ser humano resultaba muy fatigosa la tarea de desplazarse por ese lugar pues, añadida la altura, eran constantes los movimientos y posturas de mil maneras y posiciones para ir salvando las innumerable ramas que intentaban atraparme  las piernas, tronco, brazos o cabeza;  muchas de las cuales, espinosas o no, conseguían llegar a herirme con fuertes punzonazos en todo mi cuerpo.

Era, además, sinuoso; los constructores también tenían que haber ido salvando, a medida que lo formaban, troncos y raíces de árboles, helechos, rosales silvestres, etc. Esto hacía que al cuarto de hora de haber abandonado la civilización, me pareciera que, por lo menos, llevaba un par de horas batallando con el entresijo de ramas de la veredilla.

Mi cabeza me animaba diciéndome que, sin aquella vía, jamás hubiera podido penetrar en la foresta.

A medida que me adentraba más y más, los helechos cada vez eran más grandes, llegándome, muchos de ellos, a la altura de los hombros y paulatinamente, se hacía más intensa la presencia de eucaliptos, altos y con su fragancia característica. Hacía viento, pues las copas de éstos se movían, aunque bajo ellas no se notaba. Pararse era recobrar el oído perdido en el asfalto. Pero no de golpe, no. Era necesario un período de adaptación.

En un principio se oía la "nada" ¿Me habré quedado sordo?¿Cómo es posible que no oiga nada?¿Y los pájaros? ¿Dónde están?

Oía mi sordera interior: Era como si una fuerza taponara mis oídos preventivamente, como adecuándolos a los nuevos sones que podrían llegar a percibir, si les dejaba descansar un rato.

Me había llevado de la civilización una pequeña mochila en la que había metido: tres latas de carne de cerdo, unas rebanadas de pan de molde, , un pequeño termo con café solo, unos azucarillos para prevenir las posibles, casi seguras, agujetas y tres plátanos. Completaban los enseres de mi mochila una caja de cerillas, una navaja multiusos y una linterna.

Llevaba, además, colgada de una de las cinchas de mi mochila, una cantimplora de las que la base sirve de cazo para cocinar y un pequeño machete que, por precaución, colgaba de mi cinto.

Completaba mi ajuar una diminuta tienda de campaña y un saco de dormir.
Di mi primer sorbo de agua, recalentada durante el trayecto del viaje y a la que todavía no la había dado tiempo de enfriarse, aunque fuera un poco. Me daba igual, necesitaba beber, tenía sed. Descansé un buen rato. Noté mi parka de loneta, tipo militar, humedecida en su interior; me estaba cociendo, pero si me la quitaba en ese momento podía coger un fuerte catarro, lo cual era mucho peor.  Los pies también estaban recalentados. Las botas que llevaba, de media caña, no me molestaban y además, llevaba unos gruesos calcetines de lana; pero con todo y con eso, empezaban a dar signos evidentes de quemazón.

Recuperado del pequeño esfuerzo, me puse otra vez en marcha. La luz era cada vez más escasa, no porque cayera el día, pues eran las diez y media de la mañana, sino porque el follaje era cada vez más denso y los rayos del sol que se intuía, a duras penas eran capaces de atravesarla con la suficiente intensidad.

Seguí avanzando, con mucha dificultad, durante una hora y media más.

Sudaba por todos los poros de mi cuerpo. A riesgo de "coger algo", me quité la parka, la doblé y la até sobre la tienda de campaña. Bebí. El agua ya estaba relativamente fresca. Descansé un rato; el suficiente hasta que mi propia inactividad me recordó el fresco exterior; aunque era mediados de mayo, el bosque estaba húmedo y yo, además, sudaba.  Buena combinación pana ponerme malo. Reanudé la marcha, pegándome, materialmente, con la cada vez más frondosa vegetación; la aparición cada vez más frecuente, de zarzas que me laceraban manos y cara, incluso el cuerpo y las piernas, protegidas, recibieron una buena dosis de arañazos de sus espinas.

Tras una hora y media larga de seguir aquél senderillo y tras una  espesa mata, descubrí, a una veintena de pasos, , un claro en medio de aquella maraña de púas. ¡No parecía posible!.  Apareció, de pronto, frente a mí. Cuando entré en él, me pareció que no era real; que alguien lo acababa de pintar para mi...

Tendría sus cien metros de largo y una cuarenta o cincuenta de ancho. El sendero que me había llevado hasta él, moría allí; o, por lo menos, en ese momento, yo no podía ver si continuaba o no. Mi sorpresa fue en aumento cuando descubrí una pequeña laguna de unos veinte metros cuadrados, casi más un estanque, cuya superficie estaba, en gran parte, cubierta por plantas acuáticas de grandes hojas circulares que permitían  a alguna ranas disfrutar de aquél sol primaveral. El concierto que se originó: ¡chop!, ¡chop!, fue mayúsculo cuando me acerqué un poco hacia la charca.

El agua estaba fresca; no se veía el fondo, aunque sus aguas eran cristalinas. Pude distinguir varias clases de pececillos de diferentes tamaños, por lo que deduje que, probablemente, gozaría de alguna salida aquella poza. Levanté la mirada y comprobé que en el lado opuesto al que estaba yo,  un diminuto riachuelo aportaba sus aguas a la laguna y, un poco más a su derecha, más o menos formando un ángulo de 45º, se veía otro que se adentraba en el bosque y que hacía presumir que era el desagüe natural de la balsa.

En aquél idílico paraíso decidí acampar. Tiré, rápidamente, el poco de agua que me quedaba en la cantimplora y la rellené con agua fría del torrente que bajaba.

Elegí un lugar, relativamente cerca ya de la espesura, pero con unos metros de distancia y planté la tienda. El suelo estaba mullido y con una piedra rescatada del riachuelo, no resultó difícil clavar las piquetas y poner los vientos de la tienda. ¡Menos mal! ¡Se me había olvidado el martillo!.

Gracias a que tuve que buscar el martillo, descubrí, en el fondo de la mochila, un sedal con un pequeño anzuelo, del que yo no recordaba su existencia. Debería llevar allí dentro cerca de diez u once años.

El caso es que, animado por tal descubrimiento, rebusqué entre la negra y rica tierra cerca del estanque buscando lombrices; y no me costó mucho hacerme con un par de ellas.

Ensarté una minúscula parte de lombriz en el anzuelo  y me dispuse a pescar algún barbucón de los que veía  deambular por la charca.

La espera se hizo larga, por lo menos habían pasado veinte minutos y mi paciencia comenzaba a estar en su límite, cuando sentí un primer tirón en mi improvisada caña, un vulgar palo, más o menor recto al que había atado la mitad del sedal, y  a continuación, el tirón fuerte, inequívoco, de que algo había picado.

Alcé la caña y un pececillo de unos diez centímetros, pataleaba por desasirse de aquella trampa. Lo desenganché y maté de una pequeña toba al animalito; no hay por qué hacerlos sufrir más. Repetí la operación de la pesca  y esta vez, en tres minutos tenía el segundo trofeo sobre la hierba de la orilla. Era suficiente.

Recogí dos varillas de unas plantas de la familia de los juncos que crecían entre los ramales de entrada y salida de aguas y, con paciencia, los ensarté, de uno en uno, en cada varilla.

Seleccioné varias piedra y formé con ella un círculo; busqué ramas lo más secas posibles, tarea que resultó ardua dadas las condiciones climatológicas del entorno y, como cama para la hoguera, a falta de papel, puse unos montoncitos de hojas, también por supuesto, lo más secas posibles. Gasté tres o cuatro cerillas, hasta conseguir hacer una fogata.

De la poza corté y saqué un par de hojas de las plantas acuáticas, no muy grandes, y en ellas envolví, con esmero, mis peces; cuando los palos que había quemado eran casi carbón, puse sobre ellos los pececillos para que se asaran protegidos por su envoltura.

Abrí también una de las latas de carne y la acerqué al fuego para que fuera cogiendo algo de calor. Diez minutos más tarde, me encontraba saboreando la carne y los dos peces que estaban o así me lo parecía a mí, deliciosos. Me quedaba café; eché como una tacita en el vaso metálico de la cantimplora y lo puse al fuego; poco tiempo, no me gusta el café hirviendo. Lo saboreé; sólo, amargo, sin azúcar....y en aquél enclave.

Me quedé dormido. Había pasado mucho tiempo cuando desperté. No había casi luz. ¡Eran las ocho de la tarde!. El cansancio acumulado por el trasiego apartando ramas y evitando arañazos, había hecho estragos en mi cuerpo, acostumbrado a moverse pero en un medio muy distinto: casi siempre en coche, oficina, vuelta a casa, ordenador o televisión...

El fuego no existía. saqué la linterna con la intención de volver a buscar material para rehacer la hoguera, pero, de inmediato, desistí. Me encontraba cansado. Cenaría otra lata de carne y uno de los plátanos que empezaba a estar demasiado maduro.

No sé cuándo me di cuenta, pero lo sentí... oía... escuchaba... ya no tenía aquél tapón que me impedía percibir sonidos cuando entré en el bosque;  ahora distinguía, fácilmente, la polifonía que formaban las ranas, en el estanque, al croar; el insignificante canturreo del agua del arroyo al resbalar  hacia la charca; el sonido de los  árboles al pasar el viento entre ellos; al cuco desde su atalaya anunciando el ocaso; al búho, advirtiendo con su lúgubre canto, que él es el rey de la noche;  a los polluelos, en sus nidos, de las diferentes especies de aves habitantes del claro, apagándose, poco a poco, a medida que sus padre, con gran celo, les llenaban sus buches.

Cayó, definitivamente, la noche. No me di cuenta, embelesado como estaba, al redescubrir aquellos sones tan lejanos en el tiempo y que me transportaban, como máquina del tiempo, a mi niñez.

Casi a tientas, entré en la tienda y me metí en el saco de dormir. Tardé mucho en dormirme; mis sentidos intentaban identificar cualquier ruido que se producía en la noche. ¡Habían despertado!. Llegué, incluso, a presentir que alguna alimaña olisqueaba alrededor de mi aposento. Cierto escalofrío recorrió, por un momento, mi espalda.

Me dormí como un bendito, mientras intentaba retener en mi memoria, todo aquél acumulo de sensaciones recibidas...


Volver a casa... ya volvería... mañana... mañana... será otro día.


Presentado al VI Certamen de Relatos Cortos “María Teresa Rodríguez”.Sevilla, 2014.

El topillo


Un topillo, perezoso, andaba remolón entre las suculentas plantas de un campo de patatas, sin preocuparse demasiado si pudiera ser sorprendido por alguna alimaña y pasar así a ser su bocado matutino.

Los rayos tempraneros de ese sol primaveral, facilitaban la actitud perezosilla de aquél animalito que, almacenaba en sus mofletes, todo lo que sus afilados dientes podían roer.

Recostado, casi tumbado entre la matas, acunado por el suave movimiento de sus carrillos al ir masticando, poco a poco, lo engullido, a duras penas conseguía mantener abiertos sus diminutos y vivaces ojillos.

Se encontraba a punto de dormirse cuando, de pronto, un fuerte choro de agua, tremendamente fría, le despertó de golpe. Era un aspersor que se acaba de poner en funcionamiento. Calado y asustado sin saber lo que ocurría, pues todavía se encontraba aturdido y desorientado, empezó a correr sin meta fija; y sólo las grandes dotes de atleta que poseía, evitaron que, varias veces, su cabeza se quebrara contra alguna piedra o tallo correoso de los que, en su alocada estampida, se encontraba en su camino.

No supo cuánto tiempo estuvo corriendo, pero sí sintió la necesidad de parar cuando el toc.. toc... de su corazoncito se hizo más y más fuerte en sus oídos.

Y paró. Paró él,  que su diminuto corazón tardó lo suyo en recuperar la normalidad.

No sabía dónde estaba ¿Cuánto habría corrido? No le resultaba familiar nada de lo que tenía alrededor. Era casi de noche, pero se veía. Un candil iluminaba con su luz tenue, lo suficiente, para contemplar el panorama que tenía delante.

Había, frente a él, una montaña gigante, casi infinita, de heno que, escalándola, le  permitió acceder a una sólida estructura de madera mucho más arriba. Por encima de ella, divisó varios nidos de golondrina, cuyos padres le miraban con rostros amenazantes que decían: ¡No te acerques!
Descubrió, también un nido más grande y un cuco guardián con cara de pocos amigos.

Había además, sobre una larga y polvorienta estantería, diferentes cacharros viejos de cocina, de barro y casi todos rotos, entre los que se adivinaba, más que ver, diminutos ojitos que le miraban con atención. Eran de sus primos los ratones de campo, no les tenía por qué tener miedo, pero por si acaso, decidió no intentar pasar la noche entre ellos.

A lo que sí tenía miedo, por su mal genio, era a sus parientes más grandes, las parduzcas ratas. Divisó una a lo lejos y fue  más que suficiente para que todos los pelos de su cuerpo se pusieran de punta.

La noche entraba y urgía encontrar un lugar de cobijo lo suficientemente seguro para dormir. Pero tenía hambre, mucha hambre.

El banquete que, hacía ya horas, se había dado en el campo de patatas antes del remojón,  con el trajín posterior había logrado quemar, con creces, las calorías proporcionadas por el festín. Tenía que comer.

Husmeando por aquí y por allá, descubrió un rastro que le condujo, directamente, a un pequeño corral en el que dormían, sobre unos palos, un par de docenas de gallinas.

Un ojo amenazador se disparó como el objetivo de una cámara de fotos. Era el gallo que mandaba en aquél gallinero. Se le quedó mirando, petrificado y esperó, tenso, la reacción del ave.

Faltaban pocas horas para amanecer, lo que debió de ser un argumento importante para convencer al gallo de que era mejor aprovechar, durmiendo, el tiempo hasta que llegara el momento de su actuación mañanera diaria; la de entonar su famoso: ¡Quiquiriquí!. Y volvió a entornar su ojo.

Tranquilizado, nuestro topillo, alcanzó una gran mazorca tierna de maíz y comenzó a devorarla. Tenía cerca, además, una zanahorias y hojas dispersas de lechuga. Se puso morado y con la barriguita a punto de reventar, buscó un lugar donde pasar lo que quedaba de noche.

En un rincón y enterrado por gran cantidad de paja, encontró un viejo orinal que en su origen fue blanco y que entre la suciedad y que era de noche, al topillo le fue imposible adivinar su color. Lo inspeccionó y una vez lo hizo, se convenció de que  entre las pajas que había, incluso dentro del orinal, sería un buen escondite para pasar, bastante tranquilo, una horas, al resguardo de sus posibles enemigos.

El ¡Quiquiriquí!, lo despertó con las primeras luces del día. Se desperezó e, inmediatamente, continuó visitando las cercanías del lugar donde había pasado la noche.

Ya con luz, pudo ver el sitio con más detalle. No sólo había ese gallinero;  otro, de parecidas características, estaba habitado por pavos con el moco colgando y media docena de ocas moviéndose, en formación, al unísono.

Más allá, en un cercado, descubrió un gran barrizal en el que unos cerdos, pesados y sucios, se revolcaban felices acrecentando su suciedad; mientras, en un rincón, mamá cerdita alimentaba a sus doce lechones con gran paciencia.

Siguiendo un trecho, en otro cercado,  se dio de bruces contra un hocico que intentaba comer algo de la poca hierba que, del antiguo suelo, quedaba; era una oveja. Se encaramó sobre el mago de un rastrillo que se apoyaba sobre uno de los tablones que componían el cercado y contó, bueno, lo intentó, un buen número de esos animales, blancos, como de algodón.

En una cuadra de proporciones mucho más grandes que las anteriores, pudo distinguir un buen número de vacas, perfectamente alineadas y a las cuales, un humano, iba ordeñándolas, una por una, sentado en un pequeño banquetín. A su lado, un gran perro mastín, canela y blanco, dormitaba junto al granjero. Lanzó una mosca por el aire con un rápido movimiento de una de sus orejotas y bostezó, larga y perezosamente. Abrió los ojos, contempló al topillo brevemente, medio escondido entre unos leños y volvió a desplomarse pesadamente junto a su amo.

Intentando que sus movimientos atrajeran hacia él la menor atención posible, atravesó el largo pasillo de las vacas. La luz, al salir al exterior, cegó sus ojillos, dejándole unos segundos aturdido.

Cuando por fin logró ver,  se encontró con que a unos diez metros de distancia, un imponente gato, atigrado, le observaba con atención, relamiéndose de lo que, sin duda, imaginaba que iba a ser su desayuno.

No lo pensó y se lanzó a correr y correr por donde sus patitas le llevaban; pues era incapaz de pensar otro plan de fuga que no fuera el de seguir corriendo, para escapar de aquél animal que, elegante y elásticamente, corría tras él.
Daba vueltas y revueltas; entraba por pequeños agujeros por los que, escasamente, cabía su diminuto cuerpo; subía a sitios empinadísimos; se escondía entre hierbas o entre los innumerables cacharros desvencijados y esparcidos por aquél lugar. Daba lo mismo; a unos metros de él, siempre, de reojo, divisaba la silueta de su enemigo detrás.

Estaba ya al borde de rendirse, cuando por un insignificante resquicio entre unas tablas, se introdujo en un lugar, bastante oscuro, y su cuerpo, en plena carrera y sin luz, se estrelló contra una mole inmensa de carne que se encontraba tendida entre las pajas.

Se recuperó y comprobó, no sin trabajo, que el elemento contra el que se había chocado tan estrepitosamente, le miraba con ojos de condescendencia mientras rumiaba un ramillete de alfalfa. Naturalmente, era un caballo.

Notando el robusto animal el espanto que se dibujaba en los ojos del topillo,  así como las palpitaciones que emanaban de su cuerpecito, inmediatamente se hizo cargo de la situación y más cuando, por una de las ventanas de su aposento, distinguió la inconfundible figura de un gato que acechaba al topillo.

Con un ligero e inteligente movimiento de cabeza, el bondadoso animal, invitó al topillo a resguardarse bajo el calor de su propio vientre, con lo que, a la vez, servía de mensaje al felino para que abandonara su presa, pues estaba protegida.

El gato, caracterizado por su inteligencia y no dispuesto a pelear con semejante mastodonte, de un salto, abandonó su atalaya hacia el exterior.
Nuestro querido topillo,  aún permaneció un buen rato al abrigo del calor de su protector, recuperándose del susto y retozando. Acabó por dormirse.
Cuando se despertó, el caballo ya no estaba allí. Con mucho cuidado, se había levantado y ahora pastaba en un prado cercano. Se acercó hasta él y le dio las gracias por su gesto.

Empezó a caminar hacia donde un agudo sentido de la orientación le decía que tenía que ir. No reconocía, todavía, el lugar en el que se encontraba; pero algo, dentro de él, le indicaba el camino.

Tras varias horas de marcha, recorridas en tensión, pues había que prevenirse de enemigos potenciales que le rodeaban, comenzó a sentir que sus tripas le rugían insistentemente; signo evidente de tener hambre.

Siguió otro trecho y tras atravesar una pequeña vaguada, tras un recodo en el sendero, descubrió, con grandísima alegría, que había vuelto a su querido campo de patatas, a su casa.
Loco por la alegría de su vuelta, empezó a roer todo lo que se le ponía a tiro de sus pequeños pero afilados incisivos. Y comió, comió y comió. Tanto que no podía más. Se echó, todo lo largo que era, entre unas matas para protegerse y se durmió.

Soñó, intranquilo, que una gran masa de agua le zarandeaba y arrastraba entre raíces y tallos enmarañados por la tromba de agua y se despertó.

Atónito, nuestro topillo, descubrió que lo que él creía que soñaba, estaba pasando realmente. Otra vez, el aspersor, le había jugado una mala pasada.

Ahora no corrió ni se asustó. Calado hasta los huesos, trepó por el tronco de un manzano y mientras se secaba al sol, se prometió, a sí mismo, no volverse a dormir sin haber comprobado, antes, si había o no aspersores a su alrededor.

De esta manera, queridos niños, es posible sacar la moraleja de que no sólo es el hombre el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra.


Y colorín, colorado...



Presentado al VII Concurso de Cuentos Infantiles "Félix Pardo". Villaviciosa, Asturias, 2014.