Le
vi en la esquina, de soslayo, al amparo de una entumecida y lúgubre farola que
tintineaba a intervalos como un faro desvencijado y sometido por los envites de
una gran tormenta.
Su
situación lo delataba más que por la iluminación, escasa, por el intermitente
humo que , constantemente, salía de su boca y fosas nasales al exhalar, pitillo
tras pitillo; dejando, en el suelo mojado, las humeantes colillas que lanzaban
un débil crepitar al irse apagando.
No
hacía demasiado frío; pero reinaba una gran humedad en el ambiente. Había
llovido y eso le obligó a alzarse el cuello de su raída americana y a calarse,
un poco más, el desgastado sombrero que pugnaba por mantener una postura más o
menos decorosa, sobre aquella cabeza poseedora de tanto pelo.
Enjuto,
mirada ida, hacia el fondo del infinito,
como la que tiene aquél que está ya de vuelta de todo; mantenía una pierna en
ángulo flexionada contra la pared a modo de contrafuerte para aguantar mejor la
espera. Espera que podría alargarse en el tiempo; era uno de los hándicap con
los que siempre había que contar...
Sus
pensamientos le llevaron a unos años atrás; dos o tres lustros, en los que su
función era mucho más cómoda y, sobre todo, mejor remunerada. Sonrió al
recordarlo con una mueca a medio camino de nada; como quien sabe por qué ha llegado a estar, en ese momento, al
capricho de los rigores del tiempo; pudiendo haberlos catado de una manera
mucho más benévola.
La
vida es así. Luchas, pero no siempre consigues lo que quieres y más en un mundo
rodeado por la corrupción, por el hampa; contubernio ideal para que cualquier
aprendiz de "lo legal", termine por ser maestro de lo oscuro, de lo
ilegal.
El
alcohol, le servía de poco. Había llegado al punto en el que medio vaso, le
servía para conseguir un estado lo suficientemente poco lúcido como para no ser
consciente de las aberraciones que se podían llegar a cometer en su oficio; ni
llegar al completo pasotismo que le pondría en peligro su propia suerte, su
vida.
Él
se había quedado a medias. Una fuerte formación inicial, durante su infancia y
juventud, aún hoy, le impedía llegar a tocar fondo, donde reinaba, por
completo, la inmoralidad más profunda; la más inhumana, la más ruin. Pero la
bordeaba estrechamente, como si bailara un tango apache con ella, gozaba de
cierta diversión, cuando sentía que entrelazaba su vida entre las faldas
mortíferas de aquellos bailes de callejuelas malolientes y ávidas de muertos.
Aquella
noche el encargo era vigilar a un chulo de medio pelo, nada importante en el
mundo de esas calles; pero que a él le permitiría, si controlaba gastos, poder
ir tirando quince días, asegurando, al menos,
una comida caliente al día. Era más que suficiente.
Crujió
una puerta al ser importunada y obligada a abrirse, a cierta distancia de sus
espalda y un débil haz de luz, apareció en el pequeño intervalo que tardó en
cerrarse de nuevo. En la sombra, se distinguía el díscolo caminar de un par de
tacones que se negaban a dar un paso correcto detrás de otro. Se acercaban. La
figura, casi fantasmalmente pintarrajeada la cara, pasó rozando la espalda de
él, que había abandonado su anterior lugar de vigilancia por uno menos
discreto, en una pequeña columna de madera mucho más expuesta a todo.
Resbaló,
tímidamente, las manos por los hombros fuertes de lo que parecía una estatua un
tanto humanizada y, la fulana, buscó, con esa mirada que sólo una como ella
sabía hacer para encontrarla con la de aquél hombre.
Éste
la miró con sus ojos grises, vacíos de esperanza y de deseo y que la taladraron
hasta el lugar más recóndito de su cerebro, haciéndola tambalear hasta casi
caer. Abrió, con mucho esfuerzo sus ojos,
desorbitadamente, como si aún estuviera poseída por aquella mirada, y,
con el miedo dibujado en su rostro, se fue retirando paulatinamente, sin hacer
el menor ruido, al amparo de las sombras aliadas de la noche... y desapareció
para siempre en vida.
Dos
minutos más tarde, un grito desgarrador, partía el silencio de la negra noche,
rasgando la bruma por donde había desaparecido la prostituta. Un tributo más
que se habían cobrado esas calles. Luego, la nada.
Siguió
su acecho imperturbable; cambiando escalonadamente la posición de sus piernas
para que no se entumecieran; y así estuvo algún tiempo más; no supo cuánto. Al
cabo de otro rato se acerco un coche hasta él y una mano le alargó, a través de
la ventanilla del copiloto, sin mediar palabra, un café caliente, y, con la
misma cantidad de verborrea derramada al llegar, sin decir adiós...arrancó y
volvió a desaparecer tras la siguiente esquina.
Comenzaba
a llover; era esa lluvia lenta, perezosa, tonta, que calaba hasta los huesos.
Apretó aún más su sombrero contra su cabeza y aguantó, estoicamente, el
chaparrón bobalicón que, el Cielo, había decidido descargar en esos momentos
¡Como si no lo pudiera haber decidido hacerlo, horas más tarde!
La
pocas luces rojas intermitentes, anunciadoras de aquellos prostíbulos de mal
cariz, fueron apagándose a medida que se hacía más tarde y. sobre todo que, en
aquella noche de perros, los clientes eran más bien escasos; con lo que fueron
cerrando y recogiéndose lejos de aquellos callejones adictos a la muerte, con
inusitada presteza.
No le sintió llegar; el mastodonte de medio
pelo aprovechó su presunta distracción , mientras contemplaba la retirada de
las últimas rameras de aquellos tugurios y le lanzó una cuchillada por la
espalda a la altura de sus costillas dorsales; pillándole desprevenido; y una punzada húmeda y cálida
le hizo comprender que había sido herido profundamente.
Intentó
asirse a su potencial asesino, pero no lo consiguió. Por fin , tras varios
tumbos, consiguió agarrarse, lo más fuerte que pudo a su exigua atalaya para
hacerse cargo de su situación. No había ni rastro de su agresor y, además, él
se encontraba bajo un iluminado radio provocado por la farola que se encontraba
en la cúspide de aquella maldita tabla redondeada, de madera. Se apoyó en ella
intentando recobrar las escasas fuerzas que el tremendo machetazo, le había dejado.
Se
irguió lo más noblemente que supo y consiguió dar unos pasos buscando el abrigo
que le proporcionaría la penumbra que se
extendía detrás de él. Hacia allí caminó.
Dio
un par de pasos titubeantes e inseguros
y tropezó con el cuerpo inerte de una mujer; aquella que, escasos
momentos antes, le había rozado con sus lascivas manos. Ahora, le ofrecía sus
enaguas al aire húmedo de la noche en una rocambolesca y espontánea antinatural
postura.
Las
rasgó y con unos cuantos girones, improvisó una venda que, al menos, contuviera
un rato la alarmante hemorragia que salía de su costado.
Entró
en un viejo y destartalado almacén abandonado a su suerte y se detuvo junto al
vano de la única ventana de la estancia que, milagrosamente, aún conservaba
intactos sus cristales sucios y polvorientos. Pasó la mano por ellos con la
sana intención de aclarar un tanto la visión desde donde él se encontraba;
aunque el efecto producido fue un emborronamiento mucho peor de la superficie
cristalina. Se acomodó en el quicio, oteando el exterior con la intención de
captar cualquier movimiento que se produjese; a la vez que encendía, con la
colilla del anterior, el enésimo cigarrillo. Aspiró el humo y el dilatar, casi
involuntario de sus pulmones, le hizo recordar que, en su espalda, había una
herida seria, que le dolía profundamente.
Las
sirenas policiales y de ambulancias sonaban a distancia como un eco lejano
entre aquellas callejuelas ajenas a todo lo que pudiera ser llamado vida. Por
allí, ni los agentes del orden ni los servicios medicalizados, patrullaban o se
atrevían a entrar para socorrer a los heridos que, continuamente, se producían.
Allí, el herido salía sólo al "mundo exterior" o era arrojado a las
apestadas cloacas si pasaba a ser un cuerpo inerte; o, incluso a veces, cuando
todavía iba camino de convertirse en uno de ellos.
Recuperó
algunas fuerzas; las suficientes como para acercarse hasta la última caseta
iluminada con sobrenombre de "café", aunque en realidad era u antro
de las más bajas pasiones; pero que, por lo menos, le podría proporcionar un
brebaje caliente para su estómago y un eficaz antiséptico, por los muchos
grados de alcohol que contenía, para su herida.
Una
maldición que hizo temblar los cimientos de toda una lejana educación religiosa
recibida, salió escopetada de sus labios cuando derramó aquella
"tisana" sobre las vendas que cubrían su llaga. Se recuperó poco a
poco y comenzó a degustar aquella "agua sucia" de fregona sin
aclarar, que parecía el líquido que contenía aquella taza; aunque, al menos,
humeaba.
Oyó
el chirriar de la puerta al abrirse cuando su mano estaba a medio camino de sus
labios para saborear el primer sorbo de aquél café. Completó la acción
mientras, por el rabillo del ojo, escrutaba sus extremos para comprobar quién
era la persona que acababa de entrar por la puerta. No logró descubrir a nadie
y siguió con un segundo sorbo. éste mucho más profundo y sosegado, tratando de
sacar a aquella bebida el extracto del mejor café con el que se hubiera podido
deleitar en toda su existencia; a su cerebro, así se lo pareció.
Dejó
la taza en el sucio platillo y giró hacia donde él sabía que se encontraban los
malolientes y desasistidos servicios. Se dirigió hacia ellos e intentó orinar.
Sólo consiguió derramar una cuantas gota de sangre en aquél urinario de color
indeterminado por la mugre. Volvió a subir la cremallera de la bragueta; lavó
sus manos con un jabón que albergaba más gérmenes que otra cosa y restregó sus
manos mojadas por la pechera de su camisa, para secarlas mínimamente. Salió, de
nuevo, a la estancia principal del "café" y terminó de un trago, el
resto que le quedaba en la taza ya frío. Pidió una segunda consumición.
Inmediatamente
notó que algo había cambiado. Observó que las dos rameras del fondo del mal
llamado salón, habían abandonado las atenciones que, hasta ese momento,
dedicaban a un alma en pena borracho hasta el extremo de estar completamente
desparramado sobre lo que, presumiblemente, era una mesa. Las chicas, en el
sentido más figurado de la palabra, dirigían subrepticias miradas en dirección
a él.
En
un rincón, en la penumbra, atisbó un bulto que, sin lugar a dudas, correspondía
a una figura humana.
Algo
sintió dentro. Un escalofrío recorrió su columna vertebral, llenando su frente
de gruesas gotas de sudor. Eso, le hizo comprender que aquella aparición era la
causante de su herida.
Volvió
a sentir verdadera urgencia de orinar; no sabía si sólo era el hecho
fisiológico.
Antes
de encaminarse de nuevo a los aseos, recogió, con la mayor cautela, la
cucharilla con la que había dado vueltas al brebaje que pasaba por ser café y
prosiguió su camino.
Dentro
de los servicios, había tres puertas. Entró en la primera y se apoyó sobre ella
con todas las fuerzas de las que disponía.
No
habían pasado más que dos o tres minutos, cuando oyó unos pasos que se
acercaban. Quien fuera, estaba claro que quería terminar con él. Pasó por
delante de su puerta, hasta el fondo y escuchó cómo con mucho sigilo abría la
última. Silencio. Unos pasos más, acercándose. Se pararon a la altura de la
puerta de al lado. Leve ruido que delataba que ésta también se abría. Nada.
Otro silencio. Un par de pasos más habían situado a su posible verdugo frente a
la puerta que, con su cuerpo, intentaba blindar.
El
latido de su sien le marcó la pauta. No esperó ni un segundo; con un fuerte y
violento empujón, desencajó la débil puerta, partiéndola y arrancándola de sus
ineficaces y pequeños goznes; chocando, impetuosamente, contra el cuerpo del atónito maleante, quien
no se esperaba tal impacto y cayó hacia atrás con los restos de la puerta y el
atacante sobre él.
No
pudo reaccionar; su mano con el cuchillo asesino, no pasó más allá de iniciar
la orden recibida de su cerebro. Un agudo grito de dolor es lo único que pudo
emitir su boca. Como si de un afilado estilete se tratara, la inocente
cucharilla había entrado por la cavidad de su ojo izquierdo, arrancando la
órbita y ocasionándole una profunda hemorragia.
Intentó
zafarse del peso de su agresor que le mantenía casi sin poder moverse, cuando
un golpe seco, sobre la cucharilla, le permitió librarse del dolor... le
acababa de atravesar el cerebro.
Jadeando,
se incorporó. Mínimamente manchado de sangre su mano derecha, se acercó a uno
de los lavabos y se la limpió.
Trasladó
el cuerpo al maltrecho retrete cuya puerta yacía en el suelo completamente
hecha añicos y le sentó en la propia taza. Allí lo abandonó.
Salió
y se encaminó hacia la barra. Todas las miradas, la de los escasos usuarios que
había, le seguían a hurtadillas. Apuró su café claramente frío, pagó con cierta
generosidad y tras cerrar la puerta del bar a sus espaldas, se dispuso a
perderse, una noche más, por las peligrosas callejuelas de aquella zona de la
ciudad... su ciudad.
Hacía
fresco, había caído un poco la temperatura.
Proseguía
la monótona y tenaz lluvia cojonera, que calaba hasta los corvejones. Con un
gesto, completamente automatizado, alzó la solapa y el cuello de su americana y
remetió, lo que dio de sí, el sombrero sobre su cabeza... caminó...
Ya
no quedaban luces; las primeras penumbras del alba, dejaban entrever un nuevo
día; un sonido de sirena de una ambulancia se acercaba. Parece que esa
madrugada, algún novato inconsciente, iba a tener su primer encuentro con la
vida real, callejera.
Con
un brío renovado y una mueca de las suyas, camino de nada... comenzó a
silbar...
Presentado al XI Certamen
de Relato Breve “Gerald Brenan”.