Era un
otoño de cualquier año tirando a cálido;
todo lo cálido que puede ser el de la Meseta Castellana. Anochecía. Anselmo,
caminaba entre matojos de pequeña altura
intentando acomodar sus ojos a aquél atardecer cobrizo buscando una
pequeña arboleda o, simplemente, un conjunto de arbustos que le ofrecieran
cierta protección para asentar su "campamento" y poder pasar la noche
al abrigos.
Tuvo
que caminar un rato largo más, hasta divisar el comienzo de un declive,
pequeño, pero suficiente para albergar un buen número de arbustos medianamente
altos y entrelazados; y no tardó mucho en descubrir un pequeño calvero que le
permitió asentarse en él. No era muy grande, pero le permitía estar
perfectamente echado sin dejar los pies fuera del "recinto".
Llevaba
una deteriorada mochila, recogida, hacía tiempo, de un contenedor de basura en
una ciudad. Era grande. Cuando la diosa Fortuna le sonreía y podía cargarla a
tope, maldecía permanentemente su éxito, pues llegaba a pesar mucho la condenada.
Anselmo, no era viejo; aunque él ya dudaba de su propia edad y las fuerzas ya
no eran las que había disfrutado en su juventud. Pero era una persona de buen
talante y sobrellevaba su situación incluso alegremente.
Sacó
unas pinzas para la ropa que guardaba como oro en paño y con él "sobre
techo" de una tienda de campaña que en cierta ocasión le regalaron,
comenzó a construir su madriguera para esa noche; o las que fueran; porque el
tiempo era una unidad relativa para Anselmo. Generalmente no planificaba nada y
dejaba, en cierto modo, las cosas a su libre albedrío.
Conservaba,
además, la varilla metálica del techo de
la tienda; cómoda por que se plegaba y siempre preparaba sus refugios al través
del espacio donde acampaba; de tal suerte que uno de los lados del viento de su
techo, era la entrada. El motivo era simplemente adecuar su cobijo al medio
natural y, de esta manera, conseguía atar la varilla entre los dos laterales de
arbustos con lo que remataba la caída de aguas
con pinzas a la altura que le apetecía; más o menos alto, dependiendo
del sitio elegido. Completaba, la caída lateral de su alojamiento, con tiras de
plástico de más un metro de anchura que disponía sobre la ramas de aquél
interior y a las que conseguía, a fuerza de chascar sus puntas, dar cierta
homogeneidad y así, "envolverlas", con lo que lograba, con la ayuda
inestimable de sus pinzas, dar confortabilidad a su espacio y que los fríos no
entraran a terreno conquistado.
Llevaba
unas latas de la última inspección a las traseras de un supermercado, que le
ocasionaron gran sorpresa al encontrarlas, pues no es un producto de los
llamados perecederos; por lo que él, en sus elucubraciones, tenía todo el
tiempo del mundo para hacerlas, llegó a la conclusión de que algún amigo de lo
ajeno había sido sorprendido en plena fechoría y en su precipitación las había
abandonado en una papelera junto a los contenedores. Había "pillado" dos de sardinas y
otras dos de calamares; todo un botín que le serviría para momentos como en el
que se encontraba. En el raso mesetario de Castilla.
Anselmo
era hombre de recursos. Sabía y disfrutaba pensando cómo aprovecharlos mejor.
Todos los conocimientos adquiridos en su "anterior vida", como le
gustaba nombrar a la época en la que había trabajado y bien, los usaba, ahora,
en cualquier situación. Guardaba lo básico; pero lo que él consideraba
necesario para su acometer diario.
Y le
gustaba comer caliente; sobre todo cuando el frío ya se empezaba a manifestar,
aunque fuera de manera tímida, por lo que dispuso un pequeño fuego fuera de su
campamento, pero a metro y medio; lo suficientemente cerca para poder ser
controlado, sin gran esfuerzo, desde el portal de su alojamiento. Le bastó
colocar una piedra con cierta altura para que, metida en el interior de la
fogata, sirviera para calentar aquella latilla de calamares en su tinta..
¡Le
supieron buenísimos! Conservaba un mendrugo de pan del día anterior, éste
comprado "cristianamente", que le sirvió para convertir casi en un
ágape aquella sencilla cena. Pero era feliz.
Terminó
de cenar con un buen sorbo de agua de su cantimplora y comenzó el ritual de su
lavado peculiar de boca que consistía en elegir un palito lo más fino posible y
utilizarlo, concienzudamente, a modo de
mondadientes. Una vez completado su aseo, extraía su vieja armónica, única
compañera de viaje a lo largo de sus "dos vidas" y dedicaba un buen
rato a deleitar a la noche con las canciones, más o menos modernas, que se le
ocurrieran y que sus pulmones, lengua y boca, consiguieran arrebatar a aquél
instrumento; casi siempre acordes al estado de ánimo del momento, como es
natural.
No
tenía grandes altibajos de forma de ser con lo que sus melodías, generalmente,
se intercalaban dentro de los más variados estilos musicales, pudiendo hacer
sonar una polka inmediatamente después de una canción melódica de los setenta o
una más atrevida de John Mayall. Daba igual; y a sus escondidos oyentes, que
los había, parecía que les daba igualmente lo mismo; al menos hasta ahora,
nunca se han quejado.
Al rato, se embozaba en sus dos mantas,
elevaba sus ojos al cielo y por toda oración le lanzaba un guiño al infinito.
Se dormía rápidamente. Roncaba desde su juventud y, el presumía, de que sus
ronquidos eran los ahuyentadores más ecológico para mantener lejos a las
alimañas.
Despertaba al alba. Era madrugador. Si no
disponía de un arroyo cercano, se contentaba con lavarse la cara y los dientes;
éstos frotándoles copiosamente, con sus dedos; había veces que hacía sangrar
las encías. Y desayunaba. Tenía por costumbre de tomar café con leche o sin
ella si la provisión se había terminado. Conservaba una pequeña cafetera
italiana de dos tazas de su "otra vida" y del café procuraba
abastecerse en el primer supermercado que encontraba, si el bolsillo, en ese
instante, se lo permitía; si estaba en
las inmediaciones de un pueblo y si pertenecía a la planicie de la Meseta que
él mas recorría, no había quien no le invitara a café o a cualquier otra
comida, según la hora del día que fuera.
Se dispuso a tomar su café matutino mientras
pensaba qué dirección era la más adecuada para acercarse a la población más
próxima, con el fin de avituallarse de algunos elementos que necesitaba. Había
estado en ese pueblo un buen número de veces y sus gentes eran muy
hospitalarias y no veían mal a un extraño deambular por sus calles. Tomó un
segundo sorbo y oyó el sonido reconocible del motor de un cuatro por cuatro que
se aceraba a lo lejos; sonrió y se dispuso a volver a rellenar la cafetera para
otras dos tazas. Casi estaba terminando de salir el café, cuando el vehículo se
paró a quince metros. Bajaron dos personas, que Anselmo inmediatamente
reconoció y les sonrió. Eran un cabo y un número de la Guardia Civil, con los
que había compartido más de un desayuno, e, incluso, comidas y cenas.
Tenían por costumbre, cuando sabían por las
gentes que estaba Anselmo por los alrededores ir a hacerle una visita y saber
si necesitaba algún tipo de asistencia. Y de paso, tomarse un café muy bien
mezclado y hecho y oír las innumerables historias que aquél vagabundo conocía. Les
hacía pasar un rato muy agradable.
Se despedían pero para poco tiempo; pues lo
primero que hacía cuando llegaba a una localidad era presentarse en el cuartel
de la Guardia Civil o en el Ayuntamiento y enseñar su carnet de identidad; ¿era
una reminiscencia de su vida anterior?. Seguramente formaba parte de la
filosofía de vida de Anselmo; una forma de presentarse en sociedad a esa
población; él pensaba que presentaba sus cartas credenciales como un embajador
de la paz.
Al cabo de diez o doce minutos de camino, comenzó a ver las
primeras casas del pueblo. De adobe; del adobe de Castilla. Algunas tenían
medio derruidos sus corralones; necesitaban un buen remozado urgente; pero eso
mismo les daba carácter de más auténticas. Nada más sobrepasar las casas, se
dio de bruces con la coqueta plaza, hogar de toda la pequeña comunidad que
formaba aquél municipio. Y era inevitable que las miradas, aunque sólo fuera
por un instante, se depositaran en él. A continuación, una vez reconocida la
figura del "extraño", cada uno de los moradores de la plaza seguían,
tras algún ligero saludo, con la conversación
que mantuvieran instantes antes.
Correspondió a su rutina visitando el Cuartel
y, "una vez en regla", se dirigió hacia la tienda que hacía las veces
de supermercado. Se pertrechó de café, una bolsita pequeña de sal, jabón, otra bolsita con media docena
de cuchillas de afeitar de las desechables, que el exprimía al máximo, y unas
tomates frescos, una cebolla, una hogaza de pan y varios sobres de sopas de
diferentes sabores. Pagó, religiosamente, y se encaminó en dirección al bar.
No estaba lejos; en treinta pasos le había
alcanzado. Naturalmente se encontraba ubicado, como no podía ser menos, en
aquella misma plaza.
En el momento de coger el pomo manoseado de la
puerta, el pequeño carrillón del reloj del ayuntamiento, comenzó a dar las
doce. Mediodía. ¡Se le había pasado casi la mañana en un santiamén! Terminó de
abrir la puerta y entro en el establecimiento. Había media docena de vecinos.
Le miraron y le saludaron con un ¡Buenos días! coral, al que él les
correspondió con otro; aunque, en su fuero, interno le hubiera gustado
contestar , "buenas tardes"; pero ya se sabe que en esta España,
cuesta dar las buenas tardes hasta que
uno no está convencido de tener la barriga llena. Se acomodó en un banquetín de
la barra y pidió un cortado; después contestó a dos o tres frases "de las
hechas" al camarero.
Tres de los tertulianos discutían sobre caza;
unos defendían la posibilidad de salir aquél sábado y el tercero era partidario
de dejarlo para el siguiente; poco a poco le fueron metiendo en la
conversación, y, aunque Anselmo no era cazador, de tanto frecuentar pueblos y
sus bares y haber escuchado miles de conversaciones sobre el tema, había
llegado a adquirir ciertos conocimientos, y sobre todo, porque en su permanente
exposición a la intemperie, le había dado la oportunidad de observar a muchos
animales de campo. Al principio sólo intuía una sombra, un movimiento, un
ligero chasquido, un aleteo; pero con la experiencia y la cautela con la que
solía caminar, le gustaba escuchar el silencio no mudo de la naturaleza, le
hizo casi invisible para muchos animalillos y él gozaba viéndolos en sus camas,
nidos o escondrijos.
Se echó encima la hora de comer, hacia las dos
hizo intención de despedirse del grupo de cazadores; pero lejos de dejarlo
marchar, los tres insistieron en que les
acompañara a comer pues tenían una perola de caldereta de patatas con liebre
que había sobrado de la cena de la "Cofradía" de la noche anterior y
que había que ir para "rematarla". Y con ellos se fue. Comió
copiosamente, en contra de su norma, y bebió, con cierta generosidad, el buen
vino de la zona que le ofrecieron. La conversación discurrió, en armonía, por todos los temas posibles, menos dos que, la "Peña", prohibía
taxativamente; no se podía hablar ni de mujeres ni de política. "Sabia
decisión", pensó Anselmo para sus adentros.
Se hizo casi de noche. Anselmo era consciente
de que en una hora, más o menos, no tendría luz suficiente para montar sus campamento;
por mucho que ya tuviera claro en su cabeza, pues conocía el lugar, dónde iba a
pasar la noche.
Se despidió pero uno de ellos le atajó y bajo
ningún concepto permitió que se marchara.
Le ofreció una habitación en una casa que
tenía a las afueras del pueblo; esto es a unos cuarenta o cincuenta metros de
donde estaban, dadas las dimensiones de la
localidad y tras varios tiras y
aflojas, con la ayuda inestimable de los otros dos paisanos, le terminaron de
convencer y los cuatro se encaminaron
hasta el que iba a ser su hogar aquella noche.
La casa era molinera. No estaba, ni mucho
menos, en ruinas , sino en desuso, por lo que había algo de polvo y nada
más. Se entraba, prácticamente, a la
cocina directamente, aunque parte de ella podía hacer las veces de
distribuidor, en cuyo otro extremo había una puerta que daba a una sola
habitación. Dormitorio pertrechado para cualquier eventualidad.
Se despidieron los tres vecinos deseándole
buenas noches y ante la observación que les hizo Anselmo de dónde dejar, al día
siguiente, la llave de la casa o dónde llevarla, el dueño, le respondió que tan
fácil como dejarla puesta en el ojo de la cerradura. La cara de Anselmo debió
de hablar por su boca, pues el interlocutor le dijo: "tranquilo, aquí nos
fiamos de todos. Somos vecinos y nunca ha faltado nada a nadie". Y
apostilló. "llévate un par de longanizas de las que están colgadas al
fondo de la cocina; de las de la derecha que están curadas, para el camino. Ve
con Dios y hasta la próxima"
Se marcharon y quedó sólo. Descubrió un lujo.
El dormitorio, modesto, escondía una puerta que al abrirla exhibió un sucinto
aseo, con ducha; lo que a Anselmo le hizo dar un respingo de gusto, pues
empezaban los fríos y había que aprovechar cualquier oportunidad de un aseo más
profundo; es decir, el que hubiera sido normal en su "anterior vida".
Decidió hacer una ensalada de tomate y cebolla
para la cena, era una de sus platos favoritos y ése mediodía se había alimentado bien; pero un
recuerdo evocador de una humeante sopa, casi lujurioso, seductor, le convenció
para prepararla en ese mismo instante. Abrió una de las porciones y la preparó.
Se tomó una ración considerable y el
sobrante lo reservó en una taza. Sería el "primer plato" de su
desayuno, antes del irremplazable café. Luego se terminó la ensalada y comenzó
un concienzudo aseo. Se lavó bien y dejó la ducha para la mañana siguiente.
La cama era bastante antigua, niquelada y daba
la impresión de tener sobre sus somieres muchas noches de trabajo; pero era
cómoda. Se estaba confortable. Por primera vez en bastante tiempo, degustaba
las sensaciones de dormir bajo un techo...de teja, no de lona.
Recordó en el peregrinar por su cuenta, de su
memoria, la jornada que estaba a punto de terminar. La hospitalidad, casi ya
perdida en todos los sitios, de las gentes de ese pueblo. La naturalidad con la
que había sido tratado; el vivir, nada complicado, de aquellas gentes de aquél
paraje enclavado en una Meseta esteparia, árida, de hombres rudos en
consonancia con su clima y, no por ello, dejar de ser hospitalarios, nobles,
generosos...
¡Cuánto tenían que aprender en las grandes
ciudades de estas gentes!
Se quedó dormido.
Amaneció el día diez minutos más tarde que
Anselmo. Estaba dándose una inacabable ducha purificadora; como si con ella quisiera
arrastrar los últimos vestigios que le quedaran del hombre que fue en la vida
anterior.
Terminó la sopa; bebió un café sólo recién
hecho, recogió sus bártulos y echó una última ojeada rápida para comprobar que
la casa quedaba como se la habían dejado. Satisfecho con la inspección, salió a
las tibias luces de un nuevo día de aquél otoño cálido. Puso la llave en la
cerradura y cerró la puerta tras de sí. Caminó sin volverse. Primero despacio y
poco a poco fue cogiendo el ritmo normal de su marcha, Se alejó. ¿Volvería
alguna vez?
Presentado al V Certamen de Relatos La Plaza del Bar. Asociación
cultural ABADES