Resulta extraño, sin
duda, la reflexión que hago en este texto; incluso puede parecer de
"Perogrullo", pero no es menos cierto que debiera de ser muy
frecuente que se dé este caso en la mayoría de
los seres humanos; sean o no conscientes de ello.
Un día gris y frío
de los de la cuenca del Duero y de un mes que no por ser el más corto es menos
frio que los que le anteceden, me encontraba sentado en la mesa de mi despacho
antes, incluso, del propio horario de trabajo, adelantando parte del papeleo
con el fin de poder atender a los clientes con más tiempo, sin premuras, cuando
comenzaron a llegar algunos de mis compañeros en un devenir desperdigado, con
calma, pensando la jornada que tenían aún por delante; y me sorprendió que uno de ellos cuando ya
había sobrepasado las cristaleras de mi despacho, se volvió y metiendo su
cabeza por la entreabierta puerta, me espetó: ¡Buenos días y felicidades!
Se lo agradecí con
una sonrisa de las que se esbozan cuando quieres quedar bien, correcto y, por otra
parte, le estás mandando al cuerno, pues empiezas una década en la que dejas la
juventud, alegre y un tanto loca y por el artículo treinta y tres, te metes en
esos justos, treinta que te hacen, casi por Real Decreto, "ser
mayor".
Es la edad en la que
empiezas a perder a los amigos de los veinte que siguen solteros y no te hallas
entre los de cuarenta, supuestamente asentados y en otros círculos.
Tuve varias
felicitaciones seguidas a medida que iba afluyendo más gente al trabajo.
Tiré el bolígrafo
sobre la mesa y mientras aspiraba una hermosa bocanada de humo de mi purito,
eran otros tiempos, me di cuenta que realmente ese día era mi aniversario; y,
por primera vez, no lo sentía sólo como eso; era mucho más importante de lo que
yo jamás había pensado.
Era el notario que,
año tras año, daba uno golpecitos en la puerta de mi ser, un toc-toc y entraba
de puntillas a formar parte de mí; y hasta ese momento, no había sido
consciente de lo que él me proponía cada
año: un momento de reflexión, de memoria "histórica" conmigo mismo.
Un acto de fe y de contrición para ser capaz de sentirme bien con algunos de
los episodios de ese intervalo y, a la vez, revisar aquellas acciones de las
que mi subconsciente era totalmente consciente de que no habían estado a la altura
de lo que se esperaba.
Por
eso digo que descubrí el aniversario más importante de mi vida; ese día que marcaba a golpe de mazo pilón un año más en
mi vida; y que sin haberme parado a pensarlo, él había estado junto a mí, año
tras año, silenciosamente; como el perro de compañía que se extiende todo lo
grande que es, durante horas, al lado del sillón, sin más agradecimiento que
una mirada, de vez en cuando, de su amo.
Me
había cuidado. Había logrado, año tras año, darme uno más, como lo demostraba su
toc-toc anual. Y qué poco caso lo había hecho hasta entonces. Siempre creí que
cumplir años era simplemente una sucesión de días y que tras el trescientos
sesenta y cinco acumulabas una muesca más en la cacha del revólver interno. Y
en el externo, naturalmente, pero de eso me he ido dando cuenta con más años;
cada mañana al afeitarme frente al espejo...
Entonces
decidí que a partir de ese mismo instante, celebraría con más sentimiento cada
cumpleaños.
Terminé
rápidamente los papeles que tenía sobre la mesa; revisé mi agenda y comprobé
que tan sólo tenía que entrevistarme con un par de clientes. Hablé con un
compañero y me encaminé hacia el despacho del director que, puntual, estaba ya
hacía rato también trabajando.
Hice
una seña a su secretaria y ésta asintió, confirmándome que estaba sólo. Entré y simple y llanamente, le dije que me
tomaba el día libre. Me miró a los ojos un rato sin responder; fue esbozando
una sonrisa cada vez más intensa y me dijo: ¡Al fin te has dado cuenta!¡Más
vale tarde que nunca! ¡Anda, lárgate y que lo disfrutes!... Por cierto, feliz
cumpleaños ...mayor...
Para el Certamen Literario, La
Reina de los Mares. Biblioteca
de la AECID. Madrid