viernes, 28 de noviembre de 2014

Denunciar




Dicen, que digan, las gentes
que esto es moda o manera,
casi, casi que es innato
al ser humano y su Era,
desde el comienzo, las fuentes.
Es un vil asesinato.

Lo de machismo, me sobra;
lo de género, también;
parecen palabras vanas
¿por qué no, y sin desdén
el ser humano recobra
sus prudencias, ya lejanas?

¿Por qué le ponemos nombres
como para disfrazarlo?
Es, simplemente, sonrojo
lo que hace adulterarlo;
seamos, seamos hombres
y no les demos acojo.

Denunciemos al ofensor
de otras personas comunes,
sean mujeres u hombres,
que no queden más impunes;
que no eres delator
por descubrir esos nombres.


Presentado a la  II Edición Certamen Poético "Violencia, la Cnsecuencia", 2014. Asociación Eleanor Roosevelt.

La ciudad del futuro, vista desde los sesenta




Me paré. Por un extraño sortilegio, me encontraba de pie y un tanto aturdido, frente al que debía de ser mi coche; aunque en mi memoria, no lo recordaba con ese aspecto.
Hice ademán de abrir la puerta y en mi cerebro sonaron unas palabras , con sabor a metálico, dándome la bienvenida.
Me sacudí entero ¡Alguien me había hablado! ¡Y, sin embargo, estaba sólo! Me costó un buen rato salir de mi asombro. Quizá me sacó de él otra frase que me transfirió mi cerebro: ¡Buenos días! ¿Dónde siempre?
Ahora sí que me cercioré, plenamente, de que aquél vehículo, mi coche, se comunicaba conmigo telepáticamente. Me aposenté en el asiento del copiloto. Era el único que se podía ocupar. El del piloto, simplemente, no existía.
Sudaba; no era para menos. Creía haberme levantado como cualquier mañana de mi ordenada y un tanto rutinaria vida y me encontraba subido a mi supuesto coche y conducido por alguien o algo a quien no lograba divisar, por mucho que me esforzaba ¡Qué menos que sudar!
La conducción era impecable dentro de aquella organizada marea de clones de mi "utilitario". Una conducción suave y que podría haber sido placentera, si mis nervios lo hubieran permitido.
A lo largo del trayecto reconocí prácticamente, a la mayor parte de los edificios situados a ambos lados de las calles por las que transitábamos; pero algo los hacía parecer distintos; algo con sabor a nuevo que, mis sentidos también rutinarios, no habían percibido hasta esa mañana. Aunque los edificios fueran los mismos.
Noté cierta escasez de árboles alineados, como en los paseos de los bulevares; aquí, se presentaban en pequeñas porciones rectangulares diseminadas a determinados intervalos exactos.  Era, sin duda, como si se hubiera estudiado la necesidad de tener un área ajardinada o de pequeño bosque por cada metro cuadrado de "ciudad". Observé que, cada una de estas áreas, se auto regulaba la cantidad de agua o sol según su propia necesidad. En un área llovía profusamente y en la siguiente, a dos o tres centenares de metros de distancia, lucía el sol más espléndido.
A mi cabeza la costaba digerir y procesar la mayor parte de las imágenes que mi vista percibía y, sin embargo, notaba que, dentro de mí, se extendía cierta calma y placidez, al unísono; algo de todo aquello, parecía estar encastrado en el diario de mi monótono día a día.
La cita, a la que me transportaba mi "locuaz" automóvil, no era un, más o menos, suntuoso y moderno despacho.
Paró despacio, controladamente, en un pequeño aparcamiento y, me despidió con un lacónico "llegamos". Miré por mi ventanilla y distinguí un local que se asemejaba a una "cafetería" al uso y juego de los locales y edificios que la rodeaban. Me bajé ante la invitación de mi interlocutor rodante y recorrí la veintena de pasos que me separaban de su automática puerta de entrada.
La estancia, un tanto anodina, se asemejaba al tipo de decoración de la que gozaban muchos locales de los años sesenta y setenta; a base de aceros inoxidables de diferentes texturas; era la vanguardia de "lo moderno"; o más bien de "lo futuro".
Pero había algo que marcaba la diferencia con aquellos otros bares y cafeterías de la época; la ausencia, en ésta, de camareros o camareras que atendieran al ,por otra parte, escaso público, que se disponía, a esas horas, a desayunar.
En una "máquina" situada sobre el lado derecho del lugar, lejanamente, pariente del tradicional mostrador, se leía, en una retahíla de botones alargados, la infinidad de variantes de infusiones que se ofrecían para su degustación; y, compaginadas, por otra máquina adjunta, con otro buen número de alimentos sólidos con los que acompañar a la bebida escogida.
Era difícil, por la poca afluencia de gente que había en el local; pero al darme la vuelta para acercarme con mi café cortado hacia una de las mesas apartadas  junto  a unas grandes cristaleras con mirada al exterior, mi cuerpo, chocó con cierta violencia, contra otro, claramente femenino, que no sólo no derramó mi café por todas partes, sino que, la improvisación del momento, dio con los cuerpos de ambos en el suelo.
¡Qué golpe! Instintivamente, me llevé la mano a la frente, que dolía con rabia, y, enseguida, descubrí un fenomenal bulto que pugnaba por salir en medio de ella.
Me di cuenta, también, de la oscuridad, tenebrosa y negra azabache, en la que estaba sumido.
A mi lado yacía un cuerpo... en el suelo. En camisón; yo, medio desnudo. Alargué mi brazo, en plena confusión.
Distinguí unos números color rojo: las cuatro y diez... ¡Me había caído de la cama!
El cuerpo femenino, estaba allí... lo agarré con fuerza y la abracé, despertándola poco a poco... otra vez volvía a estar en los años sesenta...




Presentado al Certamen Literariode La Ciudad Soñada, 2014. INNOVAL Clúster y la Editorial Babylon.

El ojo sin vida



Y apareció, de la nada, con una espléndida demostración de poderío y tranquilidad; era inmenso; o al menos así se lo parecía a los que, con mirada atónita,  eran incapaces de articular palabra alguna ante tan inesperado visitante.
Posiblemente, había decidido merodear por el lugar desde el que, hacía un rato, partían chapoteos y zumbidos de inmersiones, provenientes de los alborozados bañistas que, una y otra vez, saltaban por la borda de su pequeño velero, disfrutando de la soledad  de esos baños en aguas tan desafiantemente puras.
Ni por asomo, se les había pasado por la cabeza que pudieran estar en peligro en aquellas aguas; eran  tan bellamente cristalinas que, seguro, impedirían la presencia de cualquier elemento que pudiera teñir de rojo su inmaculado manto azul verdoso.
Hacía dos o tres minutos que la última bañista había sido izada al barco por popa, cuando sin el menor indicio de revuelo, emergió junto al costado de estribor con su poderoso y lento movimiento de su aleta caudal.
Mientras nadaba en paralelo al barco, sacó ligeramente su cabeza del agua y, a medida que le sobrepasaba barría con su ojo la cubierta,  intentando descifrar quién había sido el causante del chapoteo que le había perturbado minutos antes...
Los cinco navegantes, contemplaban la escena sumergidos en el silencio que produce lo insólito; incapaces de pensar y mucho menos de tener un atisbo de reacción posible en tan  primordial momento. Sólo una cosa unió a la mayoría de  las aletargadas personas...el vacío que transmitía la mirada del globo ocular que les escrutaba desde la superficie en calma,  del mar.
El excepcional escualo, contemplaba con desgana las figuras de los extraños que le miraban desde la embarcación; sólo hubo un momento que algo le hizo casi pararse en su nadar: fue al entrecruzar su mirada con la de una rubia que, con cierto desdén desafiante, le observaba desde la proa del buque mientras saboreaba un delicioso y fresco mojito, bajo el  amparo de un sombrero "Panamá".

Mientras se alejaba del velero, majestuosamente, el tiburón, guardaba en  lo más recóndito de su cerebro la imagen de aquella rubia; haciéndose el firme propósito de volver más adelante a aquellos parajes y poder, con algo de suerte, inspeccionar más de cerca aquella figura que tan desinteresadamente le había mirado.



Presentado al XXV Certamen Literario "Villa de Almoradí", 2014. Concejalía de Cultura del Excmo. Ayuntamiento de Almoradí. (Alicante).

Piel de toro


Piel de toro,
resecada, vieja, anciana,
guardas aún con decoro
tu pasado, cual pavana
melancólica,
casi funeral campana
que a arrebato llama, vana,
desde su ventana gótica.

Cuero raído, lustroso,
te despliegas en el mapa,
sin un esqueleto óseo
que dé cimiento a tu capa,
ya bucólica,
del tiempo que se te escapa,
en ésta última etapa
diabólica.




Presentado al II Certamen de Poesía y Relato Corto "María Eloísa García Lorca". Unión Nacional de Escritores de España, 2014. Melilla.

¿Políticos?


¡Hay señores!, que nos cuentan los políticos, que suena casi a mítico, que aquí, ahora, todo vale, machaconamente ¡y dale! con sabor como a pimienta, que hace cerrar los ojos, para evitar los sonrojos de los hijos, nada pijos, incapaces de entender, cómo señores sesudos rebañan sus buenos "duros" haciendo el bien ajeno que nos dicen en sus mítines, en autobús viajero, o donde quiera el dinero.
Tragamos y consentimos; no pretendo enarbolar bandera de ningún tipo, al menos no es el lugar, pues todo ya está escrito en leyes para aclarar lo que no o sí es delito; tal vez convenga pinchar a la sociedad entera para quitar esa mera manía de vincular a políticos nefastos, con la forma de llevar el dinero que es ajeno, a nuestros queridos fastos, en lugar de utilizar, aunque no resulte ameno, el nuestro, que es nuestro gasto y a nadie hay que esquilmar.
Deviene en profesión lucrosa, a tener en cuenta, por gente un tanto avarienta, que con él no va la cosa y no hay, por tanto, vocación.
La Historia nos cuenta hechos de colores variopintos que gracias a ellos, los hechos, llegamos a nuestros días con adelantos concretos en los campos de la vida.
Deduzco, sin ser muy listo, que a lo largo de los años, habrá quien habrá logrado, con trabajo sin mordisco, hacer de su tiempo amado el mejor para su fisco, sin acogotar al débil diciéndolo: ¡ahí te cisco!
La suma de tantos seres, intentando ser mejores, cumpliendo con sus labores, hacen entrarnos temores cuando, tontos, comparamos con dirigentes actuales que parecen muy cabales, recogiendo los caudales y llevándolos al bolsillo ¡que la vida es así, quillo!
Resulta escuela difícil para intentar pregonar, que "distraer" no es gobernar; que aquél que quiera luchar, por conseguir igualdades, lo debe hacer desde abajo, acaso desde la cuna, pues vale más escobazo de pequeño que dejar este legajo de politiquín cigüeño.
Aviso a los navegantes: ¡cuidado con los infantes!, me refiero a los civiles que vienen a "redimirnos", gentes, acaso,  formales convertidos en caimanes si el poder les hace guiños.
Papeleta un tanto rara la que tenemos delante. Me refiero al fiel votante, que como corcho flotante, navega por aguas bravas sin tomar un relajante. Con esos altos y bajos, reflujos estomacales le producen otros males; haciéndole visitar con mucha más dilación, retretes de diversa índole creándole casi un síndrome de no estar en sus cabales.
¿Habrá que dejar que entren los dos pétreos leones en la sala de sesiones y que algún bribón se espante?¿Habrá que azuzarles bien, para decirles: muchachos aquí no se viene a "cachos", se viene de cuerpo entero, a trabajar con esmero por Pérez, Ros o Garnacho, que ya está bien de barrer cada uno a su peculio, sea mayo o sea julio, lo que hay que hacer realmente es ser más despierto de mente ¡que es que hay ya mucha gente que lo que quiere es comer!
Me fastidia esta postura, me dirán que soy un "facha"; a las alturas que vivo me importa más bien un higo y que me toquen la cacha los que insultar me pretendan. Más valiera que juntitos pusiéramos a los golfos como si fueran Bellidos, Bellidos Dolfos, que quedarse con lo ajeno, no dejan de ser traiciones que tocan también lo suyo... como para salir en "canciones".
Pudiera ser que quedara el discurso un poco escaso, pero mejor ¡qué carajo!, perdonadme mi legajo, pero es que ponen el cazo con tantísimo descaro que dan ganas de cortar la mano, como al ladrón casi afgano.
Odiosas comparaciones, que son meras circunstancias, quedaros con la sustancia, no son , por Dios, obligaciones, creeros a pies puntillas, todas estas puñetillas que han salido de un vetusto español, un tanto rústico, harto de conspiraciones, trueques, cambios, mete y saca y de unos cuantos ladrones, prohombres aún hace nada.
Escaso, escaso me quedo, pero meter más el dedo, me traería algún fiebrón, que ningún de estos mastuerzos, aunque sean un melón, me merece más esfuerzo.

¿Será mejor no votarlos?. Que cada cual satisfaga lo que mejor le venga en gana.


Presentado al Concurso Literario de Poesía y Cuento "Horacio Quiroga", 2014. (Argentina).

Luna



Luna, colgada
sobre el proscenio
del Universo
que no es perverso
pues, muestra el genio,
de tu arcada
abovedada.

Luna, llanera,
alumbradora
de los caminos,
de peregrinos
que, hacia la aurora,
verán tu esfera
que reverbera.

Luna, gajito,
cuarto menguante
de noche oscura,
sombras y tuna,
amor y cante,
al que te invito
y al que no evito.

Luna,  grandilocuente,
esplendorosa,
olvidadiza,
pétrea, maciza,
lúgubre, ansiosa,
filón de mente,
del poeta... fuente.




Presentado al Concurso Literario de Poesía y Cuento "Horacio Quiroga", 2014. (Argentina).

El pueblecito



Hace ya muchos años, para los que empezamos a vivir nuestra particular sesentena, que había un pueblecito cerca de una gran ciudad castellana, humilde como, por otra parte, eran casi todos los de esa zona.
Se asomaba, con pudor, a una estrecha carretera pomposamente llamada "nacional"; la cual venía arrastrando su nombre y su pavimento, desde hacía ya muchos años atrás.
Tenía cuatro casas  mal contadas, dicho esto sin el menor atisbo de desprecio, y en mis lejanos recuerdos infantiles, aparece un farol único a modo de referencia a la entrada, más bien pasada, que anunciaba que allí moraban personas.
Ya he dicho que yo era pequeño y no soy de allí; es posible que esa fugaz impresión en mi memoria, no sea más que eso: una impresión.
Sí recuerdo, entre esos retazos de la memoria, inundaciones producidas por las lagunas, entonces salvajes y a su libre albedrío, que cubrían un tramo largo de la,  ya mencionada anteriormente, "carretera nacional".
Y no tengo más recuerdos de aquél pueblecito.
Mi familia se marchó de la zona y volvió al cabo de cinco años, en los que ese pueblo, como España en general, había cambiado mucho.
 La siguiente vez que pasé por la remozada carretera, me costó trabajo reconocer por dónde iba. Ya había farolas; ya las casas se asomaban con cierto descaro a la carretera; se veía más gente deambular por la entonces calle principal como parecía que empezaba a ser la propia carretera, por la que era necesario circular como salida natural hacia Madrid, por ejemplo.
Se había instalado en la ciudad próxima una importante fábrica de automóviles y, aunque en dicha ciudad había un barrio por antonomasia poblado por los trabajadores de dicha empresa; la cercanía con ese pueblo hizo que, enseguida, se construyera una zona residencial cerca de él al que se mudaron muchos de los que trabajaban en la fábrica.
La urbanización, conllevó la "canalización" y embalsamiento de una laguna a modo de "memoria histórica", que hoy, en nuestros días, aún existe; eso sí, debidamente ajardinado su entorno y, de alguna manera, "encorsetada", pero bella.
 Primero surgió como algo aislado del pueblo en el que, poco a poco, acabó por integrarse; porque si algo tiene el lugar es su gente; castellana, noble, seria, dura, como su tierra.
Hoy es un gran pueblo; quizás "incómodo" para los viejos del lugar;  los que añoran, sin duda aquél farol, simplemente porque lo que echan de menos  es su niñez. En él no te sientes un extraño. Han sabido conjugar lo antiguo y lo nuevo en un peculiar cocktail de tomate y mango, de vino y ginebra, de gaseosa y tónica, de ayer y hoy.
Ahora  llegas por una estupenda vía desdoblada a aquella incipiente calle principal convertida en avenida, fuertemente comercializada y devenida, por méritos propios, en el eje económico y social de la villa.
Empiezan a quedar atrás esas tardes de jardín, coqueto, escondido de miradas, en pleno centro del pueblo y rodeados de niños gritando entre risas y juegos, tras una pelota o simplemente, jugando a "pillar".
Y sus fiestas son su máxima expresión. Sus peñas con viejas similitudes con  otras de otros lugares de la geografía española; la forma de divertirse; la manera de envolverte en ellas como un paisano más, los encierros, tus toros... una pequeña punzada me traspasa el alma al acordarme de ellos...
Hay días que ya no pueden volver, simplemente porque no están los sujetos protagonistas de los mismos. Habrá otros, sin duda, que nos dejarán otros sabores, siempre agridulces, pero no por ello hay que dejarlos pasar  porque conforman nuestra propia vida.
Seguirás acogiendo a cuantos se acerquen al entorno de tu iglesia  de Nuestra Señora de la Asunción, a bodas, funerales, bautizos o, simplemente, a elevar un momento los ojos y cruzarlos con los de tu Cristo de los Trabajos, demandando su benevolencia.
Seguid así, debe de ser ese  el camino.

Dicen que los castellanos, por nuestra propia idiosincrasia, somos personajes serios, adustos, parcos en palabrería,  de pocos amigos... pero los que tenemos lo son de verdad, para siempre;  y yo, tengo, en aquél pueblecito convertido hoy en un importante núcleo urbano, unos pocos.


Presentado al XXXIV Certamen de Cuento Corto de Laguna de Duero (Valladolid).

El pequeño con suerte



Queridos niños, esto es un cuento, que cuenta, como lo hacen los cuentos, una historia pasada que empieza "Había una vez..."
Pero me estoy adelantando pequeños; me olvidaba, que vosotros no sabéis lo que es un cuento porque, entre otras cosas, mi generación no os los ha enseñado por comodidad, por desidia, por cansancio...
Volvíamos del trabajo agotados y, preferimos, en lugar de estar con vosotros, abandonaros en los brazos de la televisión, del vídeo y, más tarde, de los videojuegos y ordenadores.
Sin duda. os hicimos más "despiertos", por los estímulos que, los videojuegos, enviaban a vuestros pequeños cerebros; eso, al menos, nos cuentas los sabios ahora y que, parece, que pueda ser una esperanza, a años vista, para que no os visite tan tenazmente, el "Señor Alzheimer"; ese vuestro infantil "hombre del saco" que vuelve a visitarnos cuando nos hacemos mayores y esta vez, se lleva en su bolsa nuestras memorias, dejándonos vacíos.
Pero no es disculpa. Entonces no lo sabíamos y os dejamos. No os dedicamos "vuestro" tiempo. Me explicaré:
"Había una vez..."  un niño que nació en una familia corriente de una sociedad corriente y en una época corriente  para entonces, claro.
Y ese niño, desde pequeño tuvo la suerte de que sus padres y la única abuela que llegó a conocer, le acostumbraran a no dormirse sin antes haber escuchado una historia, muchas, que trataban desde casitas de chocolate o caramelo a dragones y brujas, pasando por ratoncillos, cisnes,  princesas o caballeros andantes que "desfacían entuertos" y que tardó algunos años más en descubrir lo que aquella frase significaba; niños traviesos o, simplemente, relatos para aquél niño anónimos, cuyos "cuentacuentos"  se encargaban de edulcorar con maestría para que, además, ejercieran el efecto relajante que debían y, al pequeño, le llegara el sueño.
No siempre desembarcaba, Morfeo, cuando sus padres lo deseaban; no, y, más de una vez, tuvieron que turnarse enlazando con otro episodio como si de una carrera de relevos se tratara.
Mientras, en la cama de al lado, dos ojitos marrones se mantenían fijamente clavados en los autores de aquella pequeña representación escénica. Era su hermanita, quien succionaba, con fruición un chupete de goma color caramelo,  mientras retorcía un mechón de su cabello sobre el dedo índice de su manita derecha.
Le adentraron en un mundo de fantasía y a descubrir que, en esta vida, casi ninguna manzana está envenenada, que la verruga  en la prominente nariz de la bruja es ese lunar precioso que tiene la princesita cuando al final del cuento,  se transforma; que muchas piedras del camino de la vida,  bajo las sábanas, intentan asemejarse a aristados guijarros, cuando en realidad son sólo riquísimos guisantes...
Son cuentos que nos estremecen de pequeños y que luego, de mayores, les extraemos su jugo a modo de moraleja o, cuando menos,  nos han dejado metido en nuestro cuerpo un gusanillo para que el hecho de alargar unas manitas y coger un libro nos resulte un poquito más fácil.
Un cuento, queridos niños, que estáis obligados a leéroslo y aprender de prisa, con prestancia para que no haya otra generación perdida sólo entre naves del futuro cargadas de rayos láser.

No, no están mal esos nuevos juegos; me confiesan que a algún viejales, le gustan; pero con nostalgia, sigue recordando aquellos "Había una vez..." que fluían, cada noche, de unos labios muy queridos...


Presentado al VIII Concurso Internacional  "Angel Ganivet". Finlandia

Mediterráneo



Sí, al Levante le baña un mar inmenso,
cuyas olas le rozan con sus manos,
Mare Nostrum, llamado por romanos,
Mediterráneo ha quedado por consenso.

Agua tibia, color azul intenso,
que conoce de moros y cristianos,
hoy, esencia de valores hispanos,
que flotan en el aire cual incienso.

Mar hidalgo, fornido, mar coqueto,
mar antiguo de guerras, hoy amigo,
que sirves para hacer este soneto.

Mediterráneo viejo, fiel testigo,
del amor ancestral, noble y discreto,
que sientes a estas tierras, yo aquí sigo.




Presentado al XXIII Concurso de Poesía y Narrativa Villa de El Escorial "María Fuenteteja", 2014. El Escorial. (Madrid)

En lugar del otro



Cuando oigo que me dicen:
"haz lo uno o haz aquello",
me quitan casi el resuello,
por mucho que lo suavicen.

Si, en mi nombre, lo bendicen
y me llega al alzacuello,
no reparo descabello
que mis adictos maticen.

Anónimos, sintonicen
mi canal, sin atropello,
sin tirarse nunca al cuello,
antes de que me hechicen.

Contrapartida predicen
mis actos, con un destello
de empatía, sin rehuello,
que al prójimo prioricen.

Y, si algunos, me maldicen,
cojamos cual contrasello
y no hagamos el camello,
con palabras que idioticen.


Presentado al Concurso de Poesía "Versos para la Empatía", 2014. (www.manchoneria.es). Los Palacios y Villafranca  (Sevilla).

El Desmán de los Pirineos




Queridos niños, esta es la historia por su supervivencia de un animalito muy pequeño y poco conocido que habita en las grandes montañas de la península ibérica. Comienza así...
Zascandileaba de roca en roca, husmeando tras ellas, mojadas por las salpicaduras de las gotas del precipitado y cristalino arroyo de montaña, en un trajín habitual para su nerviosa vida.
El señor Desmán era uno de los escasos supervivientes de varias generaciones que había logrado su subsistencia a pesar del descomunal pillaje, durante años, del ser humano.
Habían empezado, estos hechos, muchos años atrás. Al principio la convivencia era pacífica. Nadie se metía con nadie. Todo el mundo respetaba todo. Algún trampero, aparecía de vez en cuando y en su afán de cobrar pieles de todo bicho viviente, llegaban a matar a alguno de ellos; pero la fecundidad de las hembras, era  suficiente  no sólo para  paliar esas bajas, sino, conseguir, incluso que la población prosperara.
Pero el hombre formó asentamientos cerca de estas corrientes. Ya se sabe que, por naturaleza y logística, el ser humano siempre ha buscado estar cerca de un caudal, pequeño o grande, de agua.
Nuestro Desmán, con su puntiagudo hocico,  no dejaba de buscar lombrices, larvas y pequeños crustáceos por sus dominios; en un ir y venir que asombraría a los más prestigiosos atletas humanos.
Era el mayor de su comunidad, el más viejo y sabio. Ese gen lo tenía que preservar para su descendencia; cuanto más ilustrado fuera, más carga de conocimiento llevarían escrito en sus cerebros sus innumerables hijos.
Esto le hacía ser más precavido. Sus peripecias, buscando alimento, no eran recorridos cargados sólo de gula; estaban marcados, sobre todo,  por una constante vigilancia a los depredadores  que campaban a sus anchas por aquél tramo de "su" arroyo.
Se sentía importante; la mera circunstancia de que él morara allí, otorgaba la vitola, a ese caudal, de calidad excelente; pues sólo en riberas y aguas vírgenes, sin intromisión del hombre devastador, era capaz de vivir el Desmán.
Soñaba, en sus rápidas pero profundas cabezadas, con que esa corriente, convertida mucho más adelante en río, pudiera servir de refugio, un día no muy lejano,  a sus nietos y biznietos; pues confiaba que la "peste negra" de la contaminación, acabaría por ceder ante un nuevo concepto sobre el tratamiento de la naturaleza que empezaba a enseñarse en las escuelas y colegios de los animales altos , verticales y enormes que parecían ser, los amos y señores de aquél universo de agua, hierba y piedra.
En sus frecuentes encuentros con tritones y salamandras, sobre todo, el tema de conversación siempre era el mismo; si llegarían a tiempo de ver unos torrentes más allá de los que ahora podían vivir  sanos; como para poder expandir los lugares de habitabilidad sus descendientes. Las ranas, por ejemplo, se conformaban con una condiciones de salubridad más precarias; pero, no obstante, se adherían a las pretensiones de los anteriores.
Esa era la auténtica preocupación de nuestro docto Desmán. Asumía, como norma de supervivencia transmitida en sus genes durante generaciones y generaciones, el permanente estado de alerta contra sus depredadores bien por aire: aguiluchos, búhos, gavilanes... como por tierra:  víboras, zorros o, incluso, algún lobo demasiado hambriento; así como alguna zancuda, muy entrometida, como la cigüeña, que con tal de incordiar, lanzaba picotazos a diestro y siniestro, si se la ponían a tiro.
Pero dentro de su lógica preocupación, sobre su cabeza recaía la responsabilidad de dejar como herencia a sus tataranietos el mejor sitio habitable posible, el señor Desmán, como era conocido y respetado en aquél torrente, intuía, por pura observación de su entorno, que un rayo de esperanza parecía asomar por la ladera de su montaña; justo en el lugar, donde cada amanecer empezaban a asomar los rayos de calor y vida, del astro sol.
Volvían a verse amplias zonas verdes y vírgenes; cada vez era más raro encontrarse con restos de bolsas de plástico o de latas; de vez en cuando, unos grandes pies con unas inmensas botas, sin duda pertenecientes a los grandes animales verticales, se paseaban por las diminutas riberas de los caudales de agua recogiendo aquellas cosas. Se preguntaba si es que esos seres comían aquellos siniestros elementos; pero una reflexión posterior observando cómo a los pocos días, donde había habido una lata, ahora, había crecido hierba y plantas, le hizo comprender que, al menos , no todos los animales que en su mundo eran conocidos como "los verticales", destrozaban su entorno. Un hálito  de esperanza se vislumbró en su pequeño cerebro.
Transmitió, en cuanto pudo, sus reflexiones, a sus compañeros de ribera y, aunque siempre había alguno algo más incrédulo, la palabra dicha por Don Desmán, como le nombraban sus más incondicionales, era tenida en cuenta y muy respetada.
Vivió mucho tiempo. Mucho más de lo que era normal entre los de su especie. Pudo disfrutar del resurgir de la naturaleza de su zona. Tuvo noticias, por terceros, de que las truchas y barbucones de aquellos torrentillos, cada vez se adentraban, más  y más por parajes magníficos; además sus nietos y biznietos, de vez en cuando, le enviaban emisarios para contarle hasta donde habían podido extender sus dominios...
Los "humanos", como les llamaban otras especies, ya no les perseguían; es más, vigorizaban sus riberas con diques de troncos para que, los hasta entonces escasos castores, encontraran, rápidamente, lugares donde hacer sus madrigueras; medían la salubridad de sus aguas con extraños aparatos e, incluso, llegaban a contar el número de larvas y alevines, de tal o cual especie en determinado punto del regato para controlar su saludable desarrollo.
Definitivamente algo había cambiado; Definitivamente, dentro de "los humanos" algo había tocado su fibra sensible que les hacía comprender que, sin aquellos regatos y torrentes de aguas cristalinas; que, sin salamandras y tritones en sus aguas, que sin desmanes de los pirineos en sus orillas, limpiándolas de larvas, babosas y caracoles, como orden natural de la evolución de la vida, no habría posibilidad de que esos otros espacios más cercanos a sus asentamientos; ríos, pinares, praderas... no tendrían lugar pues las aguas que bajarían de las montañas, vendrían prostituidas por los deshechos que portarían en su acuoso vientre.
El mundo, ya no era el de Jauja. El mundo, ya no era el de la Utopía. El mundo, volvía a ser...el que , cuando se creó, era.
Gracias, querido Desmán, por subsistir a nuestras necedades...
A lo mejor, chavales, está en vuestras manos el final de esta historia que ha empezado a ser realidad... ¿Queréis participar?


Presentado al II Concurso de Tema Libre Revista Archivos del Sur, 2014. (Argentina)

El señor Ginés




Empezaba a emerger el sol sobre el altozano que veía desde la ventana de su habitación, cuando él ya se había aseado en el lavabo de mano que tenía frente a su cama; y afeitado con la navaja de doble hoja, previo haber esparcido la espuma de afeitar, con parsimonia, untando, en la barra desgastada de jabón, la brocha bastante bien conservada; como lo hacía desde tanto tiempo atrás; como lo hacía desde siempre.
Era lo primera labor de cada mañana; o, para ser más exacto, de cada madrugada, día tras día, durante año tras año. Como un autómata.
Todavía en pantalones y con una camiseta sin mangas, independientemente del frío o calor que hiciera, Ginés saboreaba el café de la mañana, negro y sin azúcar, al que acompañaba con un currusco de pan, que él mismo guardaba, cada noche, para su desayuno.
Luego iba su primer pitillo. Los hacía él. Partía una quinta parte del cigarrillo que reservaba y con la otra liaba su propio "pito", con mimo,  ribeteando ambos extremos hacia adentro, para así que no disminuyera su firmeza mientras se quemaba.
Lo fumaba con reposo, como hacía todo en su vida.
Sus setenta y cuatro años cumplidos, le servían para tomarse el tiempo necesario en cada cosa que hacía, en cada trabajo que realizaba.
Nunca se casó. Hacía ya años que no tenía que demostrarse, a sí mismo, lo hombre que podía llegar a ser. En su juventud, tuvo cierto éxito entre las muchachas del páramo, de los pueblos de alrededor; pero no hubo ninguna que le hiciera interesarse, de una manera especial, por ella.
Su metro ochenta y tres de altura, ahora algo más menguada por los años, había supuesto un punto a su favor a la hora de ser "pasado revista" por las mozas y no tan mozas, en la juventud; pero él no las mostraba mayor interés; aunque siempre fue cortés con todas ellas, pues la educación recibida se lo imponía así.
Su tez, morena por naturaleza, y más por lo curtida que se encontraba del trabajo diario al aire libre; le daba un aspecto austero a su larga y enjuta cara que, pese a su edad, no tenía aún, demasiadas arrugas. El bigote blanco, estrecho y corto, le confería cierto aspecto de haber pertenecido, años atrás, al ejército; lo que no fue así, pues el único contacto que con él tuvo, fueron sus dos años de servicio en el Tabor de Regulares en Alhucemas, durante la mili; y de eso, hacía más de cincuenta años.
Aunque un tanto larguirucha su figura, bien podría pasar todavía, por una persona de complexión atlética. El pelo cano que conservaba en bastante proporción, lo llevaba cortado casi a cepillo. Había sido siempre así. La regularidad con la que visitaba al barbero, daba la impresión, a sus vecinos, de que no le crecía; simplemente que  lo tenía de esa manera.
Desayunado y fumado el primer cigarrillo del día, se calzó las botas de media caña que, día tras día, bañaba con grasa de caballo a la vuelta de sus quehaceres en el campo. Un postrer tirón, seco, de la lengüeta trasera terminaba por dejarlas colocadas como él quería.
En la entrada de la casa, de un pequeño perchero, pendía una boina que soportaba magníficamente sus años. La caló en su cabeza y salió a la calle. Antes, había recogido la azada que, pudiéndola dejar guardada en la caseta que para tal efecto tenía en sus tierras, él se empecinaba en llevársela a casa y hacer, todos los días,  el trayecto de ida y vuelta con el apero cruzado sobre su hombro izquierdo. Decía él, socarronamente, que le recordaba al "Máuser" de su lejana mili.
Era un pequeño paseo el que tenía hasta su terreno. A estas horas se cruzaba con muy pocos vecinos. De vez en cuando, algún conejo, asustado, brincaba de lado a lado por el camino, para esconderse entre los primeros hierbajos que le ofrecieran suficiente escondite.
Y empezaba las labores de cada día. Siendo, como era, el mes de mayo, tenía que comprobar que las hierbas no invadieran los surcos que, con gran esfuerzo, había ido haciendo a lo largo del año; y así, debía cuidar con esmero los ajos plantados por San Martín, a mediados de noviembre, y a quienes les faltaba casi un mes para ser recogidos, cerca de San Juan. La expectativas eran buenas. Tendría una excelente cosecha de ajos, salvo traicionera nube de granizo; con la que siempre había que contar: "...el tiempo es el tiempo...", se repetía casi mecánicamente.
Había comenzado a plantar los tomates y le quedaba una hilera que terminó a media mañana. De vez en cuando, miraba al cielo, libre de nubes, y le escrutaba minuciosamente, por si se le había escapado algún punto que detectara una nube en ciernes. Pero no había nada. Fiel a su botijo de loza blanca, de cuando en vez, daba un pequeño sorbo de aquél agua fresca y proseguía su labor.
A media mañana, sacaba un rebojo de pan blanco del día anterior y un trozo de queso, tirando a duro, que todos los días llevaba envuelto en un trapo; y con su afilada navaja, la de siempre, cortaba tres o cuatro trozos de aquél queso que le servía de almuerzo y que terminaba justo a tiempo de dar las doce. Momento en el que se ponía de pie, se descubría la cabeza y permanecía un par de minutos, absorto, mirando al suelo. Era su manera de rezar el "Ángelus".
No frecuentaba la iglesia; iba de tarde en tarde; pero nunca dejó pasar, a lo largo de su vida, esos dos minutos de los que nadie, jamás, supo lo que por su cabeza pasaba.
Reanudó su tarea plantando dos hileras más de berenjenas y tres más de pimientos.
Al otro lado del pequeño camino que dividía su huerto, se veían, ya crecidas, plantas de guisantes en flor; a las que las faltaba ya muy poco para reventar sus vainas y ofrecer sus jugosos frutos.
Sudaba; constantemente sacaba su pañuelo ribeteado por listas azules de diferentes tonalidades y trataba de limpiarse el sudor que, bajo el cerco de la boina, se acumulaba. Otro trago del botijo y a seguir.
En esas estaba cuando sacó del bolsillo del pequeño chaleco que había colgado de un tocón que sobresalía en la rama de uno de los almendros que rodeaban el huerto, su reloj de cuerda; herencia de su abuelo materno, y comprobó lo que, hacía segundos, con sólo mirar la posición del sol ya sabía: las dos de la tarde. Hora de recoger  y marcharse a casa a comer.
Entró en casa, dejó cuidadosamente apoyada contra la pared su inseparable azada, en el zaguán y fue al lavabo a refrescarse cara, brazos y torso. Se mudó la camiseta sudada por otra limpia y entró en la pequeña cocina.
Sobre la mesa, impecable y amorosamente puesta por su hermana, había en un cuenco una refrescante ensalada y, como plato único, unas patatas guisadas con chorizo; porque aunque ya empezaba a hacer calor, se necesitaban energías para continuar con las labores de su huerto.
No era comilón. Lo que  sobró, lo guardó en el frigorífico. Le serviría de cena.
Dos melocotones terciados, fueron el postre. Apuró lo que le quedaba de vino, enjuagó el vaso y, en el mismo se echó café, aún templado, que su hermana le había hecho en una cafetera "italiana".
Encendió un pitillo y se sentó un rato saboreando, con la misma dedicación que había puesto al primero del día. El resto, no los había disfrutado.
Se quedó traspuesto. Era la rutina. Todo estaba controlado.
A la hora y sin necesidad de comprobarlo en su reloj, se acicaló un poco y, una vez más, azada al hombro, se encaminó hacia su "terruño".
Continuó con la hilera de fresas, quienes empezaban a  colorear la segunda remesa de frutos; luego las acelgas, recogiendo alguna hoja más desarrollada; después dio "una azada" a los puerros para acumular un poco más de tierra sobre sus tallos; a continuación controló las cebollas; escardó las lechugas y eligió dos para llevarse. Una se la daría a su hermana.
Por último, comprobó las mangueras del riego. Le tenía automático y de goteo; pero, aunque reconocía que las nuevas tecnologías favorecían, de una manera más privilegiada y, desde luego, ahorrativa, los cultivos; fiel a lo que había visto toda la vida en casa,  una vez a la semana gustaba de inundar, a la vieja usanza, los canales naturales abiertos entre hilera e hilera de plantación. Algo tenía y debía conservar de sus ancestros.
Se encontraba cansado y sudoroso. Regar era la última acción que realizaba cada día en su huerto. Era la manera de que el agua se conservara más tiempo; que no se evaporara sin llegar a dar el beneficio necesario a las plantas.
Se secó el sudor con el pañuelo y lió el último cigarrillo de aquella jornada laboral. Estuvo un buen rato, mientras fumaba, observando si había alguna tarea que se le había olvidado o que estuviera mal hecha.
Aplastó la colilla, con sus botas, contra el suelo. Se deleitó con un último trago del agua fresca del botijo y, "arma al hombro", con su azada, retrocedió, tranquilo, como era todo en él, en su vida el camino de vuelta a su casa.
Una vez bien lavado y quitado el polvo acumulado a lo largo de la jornada vespertina, y ya casi de noche, se tomó las sobras que había dejado de la comida acompañada de una tortilla francesa, tapada entre dos platos y casi fría, regado todo ello con un vaso de vino. Uno sólo. Era suficiente. El postre de la cena era, desde niño, un vaso de leche.
Una vez cenado, se sentó en la mecedora del porche interior que daba a un antiguo corral, hoy, a medio  reconvertir en jardín, y prosiguió la lectura del libro que, desde hacía meses, trataba de terminar. No había manera; un par de hojas era lo máximo que conseguía mantenerse despierto.
Con la misma tranquilidad, dejaba el libro, con cuidado, sobre la mesa de la entrada de la casa desde el jardín; su sitio y procedía a las labores de aseo propias antes de acostarse.
En camiseta sin mangas y sólo con el pantalón de pijama, se enfundaba entre las sábanas mientras recorría su interior y daba las gracias por haber vivido un día más...

Presentado al Certamen de Relatos Cosecha EÑE 2014. Madrid