Empezaba a emerger el sol sobre el altozano
que veía desde la ventana de su habitación, cuando él ya se había aseado en el
lavabo de mano que tenía frente a su cama; y afeitado con la navaja de doble
hoja, previo haber esparcido la espuma de afeitar, con parsimonia, untando, en
la barra desgastada de jabón, la brocha bastante bien conservada; como lo hacía
desde tanto tiempo atrás; como lo hacía desde siempre.
Era lo primera labor de cada mañana; o, para
ser más exacto, de cada madrugada, día tras día, durante año tras año. Como un
autómata.
Todavía en pantalones y con una camiseta sin
mangas, independientemente del frío o calor que hiciera, Ginés saboreaba el
café de la mañana, negro y sin azúcar, al que acompañaba con un currusco de
pan, que él mismo guardaba, cada noche, para su desayuno.
Luego iba su primer pitillo. Los hacía él.
Partía una quinta parte del cigarrillo que reservaba y con la otra liaba su
propio "pito", con mimo,
ribeteando ambos extremos hacia adentro, para así que no disminuyera su
firmeza mientras se quemaba.
Lo fumaba con reposo, como hacía todo en su
vida.
Sus setenta y cuatro años cumplidos, le servían
para tomarse el tiempo necesario en cada cosa que hacía, en cada trabajo que
realizaba.
Nunca se casó. Hacía ya años que no tenía que
demostrarse, a sí mismo, lo hombre que podía llegar a ser. En su juventud, tuvo
cierto éxito entre las muchachas del páramo, de los pueblos de alrededor; pero
no hubo ninguna que le hiciera interesarse, de una manera especial, por ella.
Su metro ochenta y tres de altura, ahora algo
más menguada por los años, había supuesto un punto a su favor a la hora de ser
"pasado revista" por las mozas y no tan mozas, en la juventud; pero
él no las mostraba mayor interés; aunque siempre fue cortés con todas ellas,
pues la educación recibida se lo imponía así.
Su tez, morena por naturaleza, y más por lo
curtida que se encontraba del trabajo diario al aire libre; le daba un aspecto
austero a su larga y enjuta cara que, pese a su edad, no tenía aún, demasiadas
arrugas. El bigote blanco, estrecho y corto, le confería cierto aspecto de
haber pertenecido, años atrás, al ejército; lo que no fue así, pues el único
contacto que con él tuvo, fueron sus dos años de servicio en el Tabor de
Regulares en Alhucemas, durante la mili; y de eso, hacía más de cincuenta años.
Aunque un tanto larguirucha su figura, bien
podría pasar todavía, por una persona de complexión atlética. El pelo cano que
conservaba en bastante proporción, lo llevaba cortado casi a cepillo. Había
sido siempre así. La regularidad con la que visitaba al barbero, daba la
impresión, a sus vecinos, de que no le crecía; simplemente que lo tenía de esa manera.
Desayunado y fumado el primer cigarrillo del
día, se calzó las botas de media caña que, día tras día, bañaba con grasa de
caballo a la vuelta de sus quehaceres en el campo. Un postrer tirón, seco, de
la lengüeta trasera terminaba por dejarlas colocadas como él quería.
En la entrada de la casa, de un pequeño
perchero, pendía una boina que soportaba magníficamente sus años. La caló en su
cabeza y salió a la calle. Antes, había recogido la azada que, pudiéndola dejar
guardada en la caseta que para tal efecto tenía en sus tierras, él se
empecinaba en llevársela a casa y hacer, todos los días, el trayecto de ida y vuelta con el apero
cruzado sobre su hombro izquierdo. Decía él, socarronamente, que le recordaba
al "Máuser" de su lejana mili.
Era un pequeño paseo el que tenía hasta su
terreno. A estas horas se cruzaba con muy pocos vecinos. De vez en cuando,
algún conejo, asustado, brincaba de lado a lado por el camino, para esconderse
entre los primeros hierbajos que le ofrecieran suficiente escondite.
Y empezaba las labores de cada día. Siendo,
como era, el mes de mayo, tenía que comprobar que las hierbas no invadieran los
surcos que, con gran esfuerzo, había ido haciendo a lo largo del año; y así,
debía cuidar con esmero los ajos plantados por San Martín, a mediados de
noviembre, y a quienes les faltaba casi un mes para ser recogidos, cerca de San
Juan. La expectativas eran buenas. Tendría una excelente cosecha de ajos, salvo
traicionera nube de granizo; con la que siempre había que contar: "...el
tiempo es el tiempo...", se repetía casi mecánicamente.
Había comenzado a plantar los tomates y le
quedaba una hilera que terminó a media mañana. De vez en cuando, miraba al
cielo, libre de nubes, y le escrutaba minuciosamente, por si se le había
escapado algún punto que detectara una nube en ciernes. Pero no había nada.
Fiel a su botijo de loza blanca, de cuando en vez, daba un pequeño sorbo de
aquél agua fresca y proseguía su labor.
A media mañana, sacaba un rebojo de pan blanco
del día anterior y un trozo de queso, tirando a duro, que todos los días
llevaba envuelto en un trapo; y con su afilada navaja, la de siempre, cortaba
tres o cuatro trozos de aquél queso que le servía de almuerzo y que terminaba
justo a tiempo de dar las doce. Momento en el que se ponía de pie, se descubría
la cabeza y permanecía un par de minutos, absorto, mirando al suelo. Era su
manera de rezar el "Ángelus".
No frecuentaba la iglesia; iba de tarde en
tarde; pero nunca dejó pasar, a lo largo de su vida, esos dos minutos de los
que nadie, jamás, supo lo que por su cabeza pasaba.
Reanudó su tarea plantando dos hileras más de
berenjenas y tres más de pimientos.
Al otro lado del pequeño camino que dividía su
huerto, se veían, ya crecidas, plantas de guisantes en flor; a las que las
faltaba ya muy poco para reventar sus vainas y ofrecer sus jugosos frutos.
Sudaba; constantemente sacaba su pañuelo
ribeteado por listas azules de diferentes tonalidades y trataba de limpiarse el
sudor que, bajo el cerco de la boina, se acumulaba. Otro trago del botijo y a
seguir.
En esas estaba cuando sacó del bolsillo del
pequeño chaleco que había colgado de un tocón que sobresalía en la rama de uno
de los almendros que rodeaban el huerto, su reloj de cuerda; herencia de su
abuelo materno, y comprobó lo que, hacía segundos, con sólo mirar la posición
del sol ya sabía: las dos de la tarde. Hora de recoger y marcharse a casa a comer.
Entró en casa, dejó cuidadosamente apoyada
contra la pared su inseparable azada, en el zaguán y fue al lavabo a
refrescarse cara, brazos y torso. Se mudó la camiseta sudada por otra limpia y
entró en la pequeña cocina.
Sobre la mesa, impecable y amorosamente puesta
por su hermana, había en un cuenco una refrescante ensalada y, como plato
único, unas patatas guisadas con chorizo; porque aunque ya empezaba a hacer
calor, se necesitaban energías para continuar con las labores de su huerto.
No era comilón. Lo que sobró, lo guardó en el frigorífico. Le
serviría de cena.
Dos melocotones terciados, fueron el postre.
Apuró lo que le quedaba de vino, enjuagó el vaso y, en el mismo se echó café,
aún templado, que su hermana le había hecho en una cafetera
"italiana".
Encendió un pitillo y se sentó un rato
saboreando, con la misma dedicación que había puesto al primero del día. El
resto, no los había disfrutado.
Se quedó traspuesto. Era la rutina. Todo
estaba controlado.
A la hora y sin necesidad de comprobarlo en su
reloj, se acicaló un poco y, una vez más, azada al hombro, se encaminó hacia su
"terruño".
Continuó con la hilera de fresas, quienes
empezaban a colorear la segunda remesa
de frutos; luego las acelgas, recogiendo alguna hoja más desarrollada; después
dio "una azada" a los puerros para acumular un poco más de tierra
sobre sus tallos; a continuación controló las cebollas; escardó las lechugas y
eligió dos para llevarse. Una se la daría a su hermana.
Por último, comprobó las mangueras del riego.
Le tenía automático y de goteo; pero, aunque reconocía que las nuevas
tecnologías favorecían, de una manera más privilegiada y, desde luego,
ahorrativa, los cultivos; fiel a lo que había visto toda la vida en casa, una vez a la semana gustaba de inundar, a la
vieja usanza, los canales naturales abiertos entre hilera e hilera de
plantación. Algo tenía y debía conservar de sus ancestros.
Se encontraba cansado y sudoroso. Regar era la
última acción que realizaba cada día en su huerto. Era la manera de que el agua
se conservara más tiempo; que no se evaporara sin llegar a dar el beneficio
necesario a las plantas.
Se secó el sudor con el pañuelo y lió el
último cigarrillo de aquella jornada laboral. Estuvo un buen rato, mientras
fumaba, observando si había alguna tarea que se le había olvidado o que
estuviera mal hecha.
Aplastó la colilla, con sus botas, contra el
suelo. Se deleitó con un último trago del agua fresca del botijo y, "arma
al hombro", con su azada, retrocedió, tranquilo, como era todo en él, en
su vida el camino de vuelta a su casa.
Una vez bien lavado y quitado el polvo
acumulado a lo largo de la jornada vespertina, y ya casi de noche, se tomó las sobras
que había dejado de la comida acompañada de una tortilla francesa, tapada entre
dos platos y casi fría, regado todo ello con un vaso de vino. Uno sólo. Era
suficiente. El postre de la cena era, desde niño, un vaso de leche.
Una vez cenado, se sentó en la mecedora del
porche interior que daba a un antiguo corral, hoy, a medio reconvertir en jardín, y prosiguió la lectura
del libro que, desde hacía meses, trataba de terminar. No había manera; un par
de hojas era lo máximo que conseguía mantenerse despierto.
Con la misma tranquilidad, dejaba el libro,
con cuidado, sobre la mesa de la entrada de la casa desde el jardín; su sitio y
procedía a las labores de aseo propias antes de acostarse.
En camiseta sin mangas y sólo con el pantalón
de pijama, se enfundaba entre las sábanas mientras recorría su interior y daba
las gracias por haber vivido un día más...
Presentado al Certamen de Relatos Cosecha EÑE 2014. Madrid