jueves, 12 de noviembre de 2015

Un pasaje en el tiempo


Maese Rodrigo se encontraba en una dura encrucijada; si bajaba al valle estaría expuesto a cualquier aviesa mirada; tanto del enemigo como de cualquier facción de  maleantes asaltadores de caminos dispuestos a matarte por medio pan seco o unas pocas monedas de cobre. En la mayoría de las ocasiones, en aquellas tierras te mataban por unos simples borceguíes de algo parecido al fieltro.
Por otra parte, continuar su viaje por aquellos altos riscos, helados, aunque oteabas siempre con ventaja desde la natural atalaya todo lo que la vista alcanzaba y, de esa manera, era él quien , en principio, divisaba antes el peligro; pero no sólo la gélida temperatura de las cumbres hacía penosa su marcha; tenía que estar pendiente de los grandes úrsidos que poblaban aquellas crestas, así como enormes y feroces gatos dispuestos a hacer un suculento bocado con sus carnes.
Tenía que llegar al fortín que se alzaba en el extremo de aquél valle; levantado donde, a partir de él, se empezaba a extender una gran meseta y que le premiaba con una amplia visibilidad de leguas, con lo que era fácil avistar a una fuerza que quisiera hacerse con él. Además, la gente pobladora del baluarte, tenía un amplio conocimiento de las artes del combate. Todo ello, hacía del pequeño castillo un lugar seguro y cómodo para proyectar una vida allí estable.
Maese Rodrigo era un joven al que la lectura, desde su más tierna infancia, no sólo le había distinguido entre sus compañeros de juegos por saber leer muy pronto, sino que un talento especial para las armas, pronto le hicieron rodearse de cierto respeto y contar, siendo aún un chaval imberbe, para las cacerías que se organizaban, periódicamente, en la aldea natal.
Pero la aventura recorría sus venas transportada al unísono por su flujo sanguíneo junto a plaquetas y glóbulos rojos; hecho que él jamás sabría. Y una punzada al amanecer de un día cualquiera decidió su marcha hacia la aventura y llegar, como primera meta, al reducto que algunos aventureros que se habían acercado hasta el villorrio,  habían hablado de su existencia;  al final de un valle angosto y lleno de peligros.
Y en aquella alborada, de un día cualquiera, se había predispuesto para el viaje; arco en bandolera con su carcaj de piel de gamo y calzada al  brazo una extraordinaria rodela forjada en acero y claveteada  en toda su semicircunferencia; haciendo de ella un extraordinario escudo protector. Una hermosa espada, colgaba del cinto de atractivo y fino cuero de marroquinería.
Un grito desgarrador le heló unos instantes la sangre que, por el frío reinante, ya circulaba con dificultad por sus entrañas.
Era un grito humano, no cabía duda; y sonaba lo suficientemente cerca como para estar en guardia ante la eventualidad de que aquella garganta hubiera sido cercenada por algún ser vivo, de dos o cuatro patas, que estuviera muy cerca.
Oyó primero y  después vio, a un centenar de pasos delante de él, cómo un bulto rodaba ladera abajo para terminar despeñándose en el vacío desde un empinado precipicio. Un sudor frio recorría su cuerpo. Tensión. Permaneció, medio escondido tras una gran roca, cuyos matorrales crecidos a su alrededor le proporcionaban un lugar óptimo para escudriñar el paisaje sin ser descubierto. Pasó el tiempo y ningún ruido, más allá de los habituales de un paraje como aquél, volvió a quebrantar la sonoridad del lugar.
Esperó un rato más cerciorándose de estar sólo en el entorno. Salió, con cautela de su escondrijo y prosiguió su camino, en tensión que, poco a poco, fue relajando a medida que comprobaba la aparente tranquilidad reinante.
Acampó, a media mañana en un peñasco que, a modo de atalaya natural, le proporcionaba una preponderancia sobre los alrededores, con lo que evitaba cualquier tipo de sorpresa. Él veía los acontecimientos del entorno, mucho antes de que él mismo pudiera ser descubierto; salvo desde el aire...
Acababa de tomar el último bocado de su tasajo de carne seca y alzaba el odre de agua para pasar por su gaznate dicho bocado, cuando otro grito, del mismo corte que el anterior, hizo que su preciado bien le bañara todo el rostro por el respingo que le sacudió.
¡Otro grito! De un salto recogió su escudo y se situó en posición de defensa mientras recorría con su mirada un círculo imaginario que abarcaba el perímetro de una circunferencia entorno suyo. se fue resguardando, a la vez, entre unos matorrales que disimulaban, bastante, su silueta.
Un rodar de piedras a su izquierda le hizo dirigir la vista y comprobar que entre ellas, otro bulto de figura humana seguía el recorrido de las mismas ladera abajo, como un fardo pesado precipitándose, de nuevo, al vacío.
Aquello no podía ser un hecho casual... podía ser que una persona pudiera resbalarse en aquellas cumbres y caer por la pendiente; pero dos, tan seguido, tenía que ser por alguna otra causa.
Recogió el odre, medio vacío, del suelo y se dispuso a reanudar la marcha; subió un poco más la loma con el fin de poder estar más cerca de la cota donde, presumiblemente, se estaban sucediendo los trágicos acontecimientos; aunque eso sí, con extrema precaución  y continua atención ante cualquier ruido que pudiera alterar el normal ronroneo de aquellos parajes.
Había caminado un par de horas sin ningún sobresalto más. Su cabeza se empezaba a acostumbrar a lo que parecía, más bien, un día de paseo por un paisaje tremendamente bello y una temperatura a esas horas,  ideal para la marcha; fresca pero soleada.
Paró para refrescar su garganta. Con la mano derecha, a modo de esponja improvisada, escurrió parte del agua por su cara. El sol comenzaba a enviar unos rayos mucho más potentes que los de primeras horas del día.
Se acababa de refrescar cuando otro grito desgarraba el silencio de la montaña. Otras piedras rodantes anunciaban el paso, inexorable, de algún bulto con forma humana. Y así fue; sólo que, en esta ocasión eran dos los que competían en una carrera esperpéntica hacia el vacío. El primero cayó. El segundo fue a enredarse en una matas lo suficientemente densas  como para detener su implacable desplome hacia el valle.
Recorrió con velocidad el trecho que le separaba de aquél  cuerpo inerte y se agachó para darle la vuelta e inspeccionarle. Comprobó que el hombre tenía las facciones típicas de los habitantes de la zona; sin duda era un expedicionario de alguna partida de exploración en busca de caza o, pudiera ser que perteneciera a un grupo que controlara aquellas cumbres como límite de defensa del castillo. Descubrió que no había sido una fiera quien había terminado con aquella vida. Un boquete, sin duda de espada, atravesaba el pecho a la altura del corazón.
No había una gran fiera en aquellos picos; no, al menos, de cuatro patas.
Le tranquilizaba, un tanto, la idea de que el posible enemigo, fuera un hombre al que medirse, con sus armas, de igual a igual. Maese Rodrigo confiaba mucho en su pericia con ellas.
Prosiguió dos horas más su marcha entre aquellos pinares alpinos milenarios, dignos de ser admirados con calma si no hubiera sido por los espeluznantes gritos que, de vez en cuando, había jalonado, horas antes, su deambular por la comarca.
Hizo una pausa para comer. Sopesó la posibilidad de hacer una hoguera para dar buena cuenta del conejo que hacía un rato había atravesado con una certera flecha de su arco; pero quizá no sería prudente hacerlo, dado los acontecimientos sucedidos aquella mañana. Decidió, pues, seguir masticando el trozo de carne seca y regarlo con bien de agua de un hilo de manantial que discurría a sus pies. Y así lo hizo.
Se recostó entre sol y sombra y fuera de posibles mirada inoportunas y descabezó un corto pero reparador descanso que le restituyó, de nuevo, sus fuerzas.
 En las primeras horas de la tarde volvió a reanudar su marcha. Se encontraba, según sus cálculos, hacia la mitad del valle que le conducía hacia la pequeña ciudadela guardiana del mismo.
Unas pequeñas rocas, despeñadas, saltaban por la ladera. Instintivamente se resguardó tras de un ancho y hermoso tronco de pino. Esta vez no hubo cuerpo que acompañara a las acróbatas rocas.
Esperó unos minutos a que la calma se hiciera de nuevo y trepó,  mote  arriba, medio centenar de pasos; hacia el lugar que, presumiblemente, era el sitio desde el que acababan de lanzarse, cuesta abajo, los guijarros. No tardó en estar sobre el lugar. Unos deslizamientos que cualquier rastreador era capaz de leer, demostraban, sobre el suelo del bosque, que un ser humano había estado a punto de correr el mismo destinos que los infortunados seres de aquella mañana. Sólo que esta vez le intrigó, sobremanera, el descomunal rastro de la pisada del autor de aquél desliz ¡Era un hombre de estatura singular, a juzgar por la huella del suelo!
Maese Rodrigo, siguió su rastro; ahora con el misterio que le embargaba por descubrir al poseedor de tan semejante pie.
Llevaba una hora más de camino cuando otro imperceptible discurrir de unas lascas de piedra por la ladera le hizo pararse en seco.  Quien hubiera provocado ese pequeño derrumbe, sin lugar a dudas estaba al acecho. Aquello tenía toda la pinta de haber sido un error, más que un hecho provocado por un simple transitar por la ladera. De haber sido así, se hubiera producido un desplome de mayores proporciones.
Había ascendido otro centenar de pasos en busca del causante de aquél suceso, cuando un cuerpo hercúleo, gritando bárbaramente, se abalanzaba hacia él blandiendo una imponente maza. El coloso gritaba con una voz potentísima que, sólo el escucharla, servía como un medio desmoralizante, sino de pavor, cara al enemigo.
Maese Rodrigo tuvo el tiempo justo para ponerse en guardia, con el escudo protegiendo su pecho y la espada en su mano diestra dispuesta a defender su vida a costa, si fuera preciso, de cercenar la de aquella masa de músculos que arremetía, ladera abajo, contra él.
El golpe inevitable y como consecuencia de la posición aventajada del enemigo, hizo rodar a ambos un buen trecho. Una pequeña planicie detuvo el voltear de ambos hombres.
Los dos saltaron, con presteza, recuperando la verticalidad. Y un instante después, se echaban el uno contra el otro con la clara intención de acabar con la vida  de su contrincante.
Paró el primer golpe consistente, rotundo, sintiendo en su escudo la formidable fuerza del coloso. Un segundo, a continuación, le hizo trastabillar, aunque inmediatamente consiguió recuperar la estabilidad y lanzar un imponente espadazo hacia su enemigo. Éste se resintió del golpe y pudo darse cuenta de que aquél hombre iba a ser difícil de doblegar.
La lucha prosiguió un rato que a ambos adversarios les pareció que duraba horas. Ninguno de los dos, a pesar de la diferencia de envergadura, daba muestras de flaqueza en el combate. Ante la masa de músculos de uno, el otro oponía su destreza con la espada y su más que depurada técnica de combate; lo que igualaba mucho la pelea.
Un grito de seriamente tocado,  se escapó de la garganta del mastodonte; y otro a la par, pero de júbilo partía de Maese Rodrigo...
Otros, desde la lejanía, le llamaban...se aproximaban....¡Rodrigo! ¡Rodrigo!...Las voces de Marta y Rogelio, sus progenitores, le llamaban mientras exclamaban...¡Es sólo un sueño! ¡Deja ya de blandir de pie, en la cama, la almohada como si fuera una espada! ¡Hijo!...es sólo un sueño...
Rodrigo  se despertó, a duras penas, con el sabor amargo de no haber podido concluir aquella épica aventura...
Se prometió así mismo, no dejar pasar ni una noche más, sin poder completar aquella peripecia y, sobre todo, saber si aquél fornido oponente había caído bajo el acero de su espada... o si, por el contrario, sería él quien no volvería a levantarse del suelo, vencido por la maza de aquella bestia.
Sea como fuere, el espíritu mitad guerrero, mitad caballero andante de Rodrigo, Maese Rodrigo en los devaneos nocturnos, volvería a cabalgar por la utopía onírica de la noche; a le espera de que el curso terminara y así poder explayarse más horas en sus peripecias heroicas noctámbulas...

Había mucho maleante por doblegar en esos caminos de Dios...


Para el II Concurso de Relatos Pluma de Cristal


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