sábado, 14 de junio de 2014

El narrador de historias


Conocí una vez, hacer ya años, a un hombre que acostumbraba a sentarse siempre en la misma mesa de aquél bar impersonal, de los que te quedas en ellos  lo justo para tomarte un café rápido.
Y, sin embargo, volví durante días y años; porque hubo alguien en él que me cautivó. Ese hombre que vestido como un "gentleman" del siglo XIX, pajarita incluida, a diario ojeaba el periódico pausadamente, mientras daba vueltas al café de turno, con la misma parsimonia.
No tendría nada más de novedoso, el bar, salvo por la figura del sujeto, si no fuera porque llegado algún momento o circunstancia, el hombre intercambiaba alguna palabra con cualquier usuario resbaladizo, de entrar, tomar y marcharse, y esa circunstancia daba pie a que con voz segura, lenta, grave y buena entonación, comenzara a narrar alguna vieja historia. El tiempo, entonces, se paraba.
Y el contador de historias podía, por ejemplo, empezar..."Había una vez, un titiritero que llevaba una chistera desgastada y con lustre por los años, de la cual como por arte de magia, iba sacando uno tras otro sus muñecos articulados y que unidos por finos cordeles a una especie de astil,  al son de un vivaz cancán de la época, revoloteaban haciendo las delicias de los niños que, con grandes ojos llenos de curiosidad y expectación, esperaban que comenzara la representación teatral..."
Y así se pasaba la mayor parte de la mañana; teniendo boquiabiertos a los camareros y transeúntes ocasionales, de aquél nada conocido café, con reminiscencias de tasca mal arreglada. Era curioso; el despistado que entraba a tomar un piscolabis, permanecía impertérrito y absorto, en la barra, hasta el final de la historia; luego, con prisa, pagaba rápidamente y volvía a sus quehaceres diarios como si volviera de una sesión de terapia...
Todo el mundo salía con una sonrisa bobalicona por la estrecha y carcomida puerta del local.
Y al día siguiente volvía al antro llamado, pretenciosamente, café, con el tiempo suficiente que me asegurara estar cuando nuestro hombre comenzara su crónica; había que espabilarse pues, la función, no obedecía a un horario determinado..
Hubo ocasiones en las que mi estómago llegó a recibir un par de dosis de aquella infusión humeante; cosa que, por otra parte, se agradecía pues estaba realmente bueno, antes de oír el característico carraspeo que precedía al comienzo de un nuevo relato.
 Esa mañana empezaba así: "... Conocí a un mozalbete de mi edad, en mi juventud, larguirucho y revestido por cuatro carnes mal repartidas, que fue quinto mío y que estuvimos juntos en el frente de Guadarrama durante la Guerra "Incivil".
El muchacho era zamorano y, como buen castellano: seco, callado y parco para hacer amistades pasajeras. Solía comentar que no le gustaba malgastar sus escasas energías en hacer amigos que no fueran de los de verdad, para siempre.
A mí, se me antojaba, deseo un tanto pretencioso, cuando silbaban tiros alrededor, en muchos casos, con un nombre inscrito en su trazada... El caso es que aquél mozo, combatió por dónde le llevaron; pegó tiros, la mayoría a ciegas, sin blanco al que tirar y deambuló, como pudo, por una tierra llena de odios y resquemores, más en las altas esferas de la Patria que entre los propios combatientes; quienes acostumbraban, frecuentemente, al intercambio de periódicos, revistas y tabaco en algunos "alto el fuego", predeterminados ya a tal efecto.
Por las caras de los "convidados de piedra" al relato, casi podía adivinarse a qué bando, sus antepasados, habían pertenecido o les había tocado vivir por el mero hecho de habitar en tal o cual zona del conflicto.
Las caras traslucían las penurias revividas en aquellos terribles años; aunque, el narrador, con su locuaz palabra y estilo, siempre conseguía al final, dulcificar la historia lo suficiente, para que cada cual volviera a su tarea rutinaria y monótona de por sí desagradable, sin el consiguiente cabreo por lo escuchado.
"...Y fue entonces, prosiguió el cronista,  cuando el chaval, corriendo exhausto por una vaguada, resbaló al pisar una zona de cantos y piedras y tras rodar unos cuantos metros ladera abajo, vino a dar con sus menguadas carnes, contra un mar de cardos borriqueros que lo asaetearon como estiletes todo su cuerpo; no dejando ni un centímetro sin acribillar.
Sumó a su mala suerte que la barrera espinosa, había servido, por el otro lado, de letrina de Compañía de un Tabor de Regulares que había acampado, circunstancialmente, unos días antes por aquella zona.
El zamorano, concluyó el contador de historias, pudo superar las encarnizadas púas de los cardos hendidas en su cuerpo; pero le costó mucho más, ahuyentar de su cabeza las burlas y chanzas de sus compañeros; amén de tenerse que poner a remojo, en un arroyo colindante, unas cuantas horas..."
Cuando describió la última frase, un atisbo de rubor pareció cercenar sus viejas mejillas. A mí me pareció que. sin decirlo, había estado hablando de sí mismo.
Otro día, tomado ya casi al asalto un sitio desde donde no me perdiera ni una coma de lo que nuestro sujeto contaba, me dediqué a contemplar la delicadeza con la que acometía los prolegómenos de su actuación: pues, en el fondo, todo lo que este personaje hacía era una representación teatral de sí mismo, como protagonista hacedor y narrador de anécdotas autobiográficas o robadas a su portentosa imaginación.
Su ortodoxa práctica, anterior a la representación épica, pasaba indefectiblemente, por un ojeo, a veces hojeo lento, de las páginas del periódico del día; mientras, sin mirar, agitaba la cucharilla de azúcar, dentro del vaso del café cotidiano, sin derramar ni una sola gota. De pronto y al azar, se paraba en seco en una página; carraspeaba, miraba a uno de los camareros con cierta complicidad y comenzaba con gravedad, a verter palabras sencillas y diáfanas con su verbo profundo...
"...Frecuentaban aquél tugurio venido a más, gentes del mundo de las letras que, como buenos bohemios con escasos textos publicados, gozaban de economías más bien en bancarrota; por lo que no les quedaba más remedio que juntar la calderilla entre varios, para conseguir llevarse a la boca "una consumición", es decir; café con leche y bollo que era equitativa y minuciosamente repartida entre las personas que habían aportado sus apretados caudales para conseguir tan preciado bien.
El resultado no estaba demasiado claro, pues a la media hora de haber degustado tan menguado tentempié, surgía de lo más profundo de las entrañas de cada comensal, un gorjeo coral que auspiciaba un desatasco múltiple, casi antinatural, de los intestinos de los implicados en el paupérrimo festín..."
Día tras día no faltábamos a nuestra, no concertada oficialmente, cita. Uno como oyente; el otro como profesor que derrama sus conocimientos oratorios para quien los quiera recoger. Era casi un mano a mano; como una competición entre él y yo; uno era el que divulgaba cuentos, chismes, fábulas; otro el que intentaba retener en su cabeza incluso más de lo que aquél expresaba.
Era imposible faltar, hacer novillos. Me encontraba enganchado a aquél lugar, a aquella voz. Los sábados y festivos empezaban a resultar tediosos y aburridos sin la dosis oportuna de narcótico que, para mí, suponían sus historias. Incluso el sabor del café matutino, en casa, no era el mismo.
Esperaba los lunes con la ansiedad de quien necesita el antídoto para curarse el "mono".
Y allí me iba. Y esperaba, nervioso, que comenzara la parafernalia previa a su relato. Casi como un rito mágico o religioso. Dominando el tempo de la escena pero como si tal cosa, como si no fuera con él... o eso parecía...
Y, de nuevo, comenzaba: "...Jugaba una niña a la comba, con gran esfuerzo, una soleada mañana de domingo de junio, en un hermoso y tupido parque, a cobijo del sol. La niña, coloreados sus mofletes por el ejercicio, asemejaba una muñeca de porcelana por el contraste con su tez blanca y pálida. Su madre, sentada en un banco cercano al lugar de juego de la niña, mal leía un libro, de edición de bolsillo,  con poemas de Campoamor. Era evidente que a pesar de parecer que leía, por el rabillo del ojo no quitaba la vista de su niñita.
La cría saltaba y saltaba. Se la enredaba, una y otra vez, la cuerda entre sus delgados tobillos y con tenacidad, casi impertinente, volvía a coger las manillas del saltador y de nuevo empezaba, con su cantar monótono,  uno...dos...tres...cuatro...
Y así repetía cuantas veces fuera necesario. Llegó un punto que el sofoco pudo más que ella. La criatura comenzó a toser con espasmos broncos y en su cara se dibujaron rasgos que revelaban el dolor que recorría a la niñita.
Quien, con los ojos desorbitados, escrutaba los de su madre demandando respuestas a lo que la sucedía. No podía parar de toser...No podía hablar.
La madre, con la expresión maternal más dulce posible, roció con colonia la frente de su hija para refrescarla y procuró calmarla con palabras tranquilizadoras y llenas de amor. Una nube negra ensombreció rápidamente su mirada cuando descubrió un ligero hilo de sangre que se deslizaba por la comisura de los labios de su hijita.
Sacó un pañuelo de seda de su bolso y se los limpió con delicadeza.
Con la mejor de las sonrisas, cogió de la mano a la pequeña y se encaminó con ella directamente hacia un puesto de helados, donde la compró uno de nata y chocolate; su favorito.
Mientras la niña degustaba con fruición su golosina, la madre, sin soltarla de la mano, elevó su mirada al cielo azul intenso y pidió, una vez más, que aquella enfermedad de su hija tuviera dentro algo de amor maternal y la dejara disfrutar de la vida, al menos, una estación más..."
Un silencio monástico siguió a la última frase. Nadie osó violar dicho momento. Mis ojos se clavaron en los suyos. Los entornó y descubrí una minúscula lágrima recorrer su mejilla.
Un humilde temblor pareció surcar de pies a cabeza su cuerpo. Las manos, por un momento, hicieron tintinear la cucharilla dentro del vaso; y vacilantes, consiguieron sostenerle en sus labios hasta apurar el último sorbo de un café ya frío.
A duras penas consiguió doblar el periódico; se puso en pie, se lo metió bajo el brazo; inseguro y con una ligera inclinación de cabeza a modo de despedida, dirigida a los camareros, se encaminó, lentamente, hacia la puerta y desapareció tras ella. Las miradas de los que en el local nos encontrábamos, tardaron aún varios minutos en poderse librar del magnetismo que aquella figura había dejado colgado sobre la puerta.
Nadie fue capaz de mirar a nadie. Algo había pasado. No se comportaba así el contador de historias. Él siempre estaba allí. Él, acabada una crónica, proseguía como si tal cosa, hojeando su periódico, absorto en otro mundo.
Fueron días opacos, grises, desencantados. Ninguno entre los ya habituales contertulios, cruzábamos una palabra, como no fuera para pedir nuestro café correspondiente. Su mesa, vacía, era el centro de atención de todo el que se acercaba por el local. Si algún cliente nuevo o despistado se sentaba en "su" mesa, rápidamente un camarero le sugería  otra, ensalzando, con delicadeza, las virtudes que hacían que esa otra, aventajara a la primera. Todo para no profanar la de nuestro viejo amigo. Parecía como si, poco a poco, calara entre todos la idea de que le habíamos visto por última vez.
Tres días ya era mucho tiempo. Agarré el pomo de la puerta con desgana para entrar a tomar el café, de una manera mecánica, rutinaria, por inercia...con querencia... no porque me apeteciera. Casi me daban náuseas al oler el aroma característico en el ambiente.
Cuando volví mi mirada hacia el interior del recinto, tras cerrar la puerta, contemplé, atónito y con incredulidad manifiesta, la silueta de espaldas, de una persona que daba vueltas con la cucharilla, con extremada calma, a un café, en vaso, mientras paseaba, distraídamente, su mirada por la hoja de un periódico.
Un fornido "toc-toc", provino de mi corazón ¡No era posible! ¡Había vuelto! ¡Era él!.
El reloj se había puesto, de nuevo, en marcha.
Con la misma templanza de otros días, releyó un par de páginas del periódico, lo que hizo que mi excitación fuera en aumento mientras, inquieto, esperaba que empezara a articular alguna palabra. Tardó. Rompió el penetrante silencio rasgándolo de punta a punta del local con:
"... En cierta ocasión, con motivo de asistir a una boda de un familiar, un amigo mío, natural de Valladolid, hubo de viajar hasta Logroño; ciudad  en la que tendrían lugar los esponsales.
La cosa, en aquellos tiempos, no era fácil; tenía que coger un tranvía que le llevaría hasta Miranda de Ebro y en ese nudo ferroviario y tras esperar hora y media en la estación, tomar un ferrobús que le dejaría en la capital riojana.
Mi amigo, acababa de licenciarse de la mili y tenía a medias la carrera de medicina, por expreso deseo de su padre; que era una manera muy común de "vocacionalizar", valga la palabra, lo que, en definitiva, el progenitor quería que fuera su hijo. Al chico, carente de vocación para cualquier tipo de estudio, le dio lo mismo; con lo que los tres primeros años de medicina los hizo en cinco; con calma; saboreando en profundidad los intríngulis de la carrera en su más amplia extensión; es decir: recorriendo con mucha frecuencia su cafetería y las del entorno y jugándose los pocos cuartos de los que disponía en unos billares, malévolamente ubicados cerca de su Facultad..."
Paró, cogió el vaso y dio un lento sorbo de café.
Prosiguió. "... Con su maleta de rayas apergaminada, se encaminó al hotel en el que, previamente su padre, le había reservado una habitación. Era el Hotel Carlton que se encontraba bastante cerca de la estación;  con lo que decidió ir dando un paseo.
Una vez aposentado y aseado convenientemente, fue a dar una vuelta recorriendo El Espolón, Portales, La Redonda, haciendo tiempo para la hora de cenar, a base de tapas,  en los múltiples bares de la calle de El Laurel.
Al entrar en uno de ellos, abarrotado de gente, fue literalmente zarandeado por un grupo que, a toda costa, pugnaba por "mantener su posición" ante el cada vez más numeroso, gentío que entraba en el local. Le hizo tambalearse y casi fue aplastado contra una pared. La suerte o el destino quiso que, el mismo bandazo que le desplazó a él, como daño colateral, lo sufriera una mocita de pelo ensortijado y negro a juego con sus ojos que, además, penetraban hasta lo más profundo de las entrañas cuando te miraban.
Cuando pudo rehacerse de ambos trances, mi pobre amigo intentó, en vano, excusarse y pedir perdón; pero lo que salió por sus labios distaba mucho de un sonido inteligible e interpretable como disculpa. Lo que le azoró mucho. Tuvo un efecto inmediato, casi capilar, en la muchacha. Se quedó rígida con sus ojos negros muy abiertos y dos imponentes manzanas cubiertas de caramelo, ocuparon el lugar de sus pómulos.
Volvió a parar y degustó, tranquilamente, otro sorbo de café. Limpió sutilmente sus labios con una servilleta de papel y continuó... "Las miradas de ambos se habían quedado atrapadas como si un finísimo cordón umbilical las obligase a permanecer alineadas mirándose frente por frente. Contrastaba la sonrojada cara de la muchacha con la blanca palidez, casi enfermiza, de la de mi amigo.
Ninguno de los dos pudo articular palabra. Sus cuerpos, apretados entre sí por la marea humana que los comprimía, fueron los primeros en ser conscientes de la situación; lo que desencadenó una reacción de disculpas nerviosas y forcejeos con el entorno para conseguir separarse lo suficiente de aquella embarazosa postura. Sudaban. El calor, en el local, era grande; a ellos les parecía inmenso.
Cuando, por fin, vencieron a sus respectivos temores y nervios; consiguieron abrirse paso hasta un rinconcito al fondo del establecimiento; en el extremo de la barra. Descubrió que se llamaba Carmen que era de Logroño y que estaba celebrando una despedida de soltera con unas amigas de las que había sido separada por aquél tropel de gente. No había manera de localizarlas....
Mi amigo bendijo su suerte y esto le dio los suficientes arrestos para entablar una conversación más normal; dejando, poco a poco, los tartamudeos y grandes silencios, fruto de los nervios, del principio.
La noche se le antojó corta; porque aquella señorita parecía, a cada momento que pasaba,  sentirse más y más a gusto en compañía del muchacho enjuto y desgarbado, con cara de pasmado que tenía delante; prueba de ello es que no hizo ni la menor intentona de volver a ponerse en contacto con sus amigas. Adujo que era ya muy tarde para localizarlas
Continuó : "... Se prolongó, la noche, un rato más y se despidieron con la sensación, en ambos, de tenerse que revelar algo importante, el uno al otro, pero ninguno dijo nada. Un ligero roce en la mejilla puso fin a aquél bonito encuentro.
Unos estudiados golpes en la puerta de la habitación del hotel le despertaron. Abrió la puerta y un encorsetado botones le extendió una bandejita en la que estaba depositada una nota. Tras darle una propina, cerró la puerta y con cierta intriga desplegó la misiva. La nota, escrita por el novio y compañero suyo de carrera, decía escuetamente: No hay boda. La novia se ha excusado en una carta y se encuentra en paradero desconocido. Carmen me ha dejado.
El nombre escrito en la nota le aceleró, y de qué manera, el pulso. ¡Carmen!.
¿Casualidad?¡No podía ser!
De nuevo, sonaron unos tímidos golpecitos en la puerta y cuando la abrió, dos miradas dulces y sonrientes se cruzaron ya para toda la vida..."
El carraspeo, esta vez sonó distinto; su forma de levantar la cabeza y recorrer con la mirada todo su entorno  resultó un poco más viva de lo que nos tenía acostumbrados; más jovial; y , en su cara, se leía cierta emoción y regusto al saborear ese recuerdo... no cabía la menor duda, había vuelto a hablar de su vida.
Incluso cuando se dirigió a la puerta del café, pareció que , al menos treinta años, se habían quedado sentados en "su" silla.
El resto del día lo pasé feliz. Era la primera vez que, aunque casi siempre, sus relatos terminaban arrancado una sonrisa a sus adeptos oyentes,  no por ello quería decir que nuestro contador de aventuras se fuera contento;  no. Siempre le acompañaba un halo de tristeza como fiel compañera en el camino sinuoso de la vida que, por lo narrado en sus historias, se podía intuir que habían recorrido juntos.
Esta vez, cuando salió a la calle, iba sólo. Miré, de soslayo, a la mesa que acababa de abandonar y, efectivamente, allí estaba sentada con aspecto compungido La Tristeza.
Tomé mi segundo café de la mañana y me lancé a la vorágine de las calles de esa gran ciudad con ánimo de comerme el mundo. Desinhibido, empecé a silbar, como un poseso, las notas musicales de  "La Madelón". Fue espontáneo. No lo pensé.
Las mañana prometía. El día anterior trajo aires alegres y optimistas; después de contemplar cómo había sido la salida del "cuenta-cuentos" al mundo exterior.
Pedí mi café en la barra y con él me acerqué a "mi" mesa que, estratégicamente situada, me permitía no sólo oír y examinar al orador, sino también estar atento a la más mínima reacción que se produjera entre los, cada vez, más apasionados espectadores.
No se hablaba mucho, pero durante la espera, cierto murmullo de fondo si se apreciaba. Sólo se interrumpía cuando la puerta, medio desvencijada y vieja del local con aspiraciones de café, se quejaba porque alguien la abría. Comprobada que la identidad de la persona que entraba no era la de la que se esperaba, volvía a escucharse, otra vez, el bisbiseo de fondo.
Llegó con cinco minutos de retraso, lo que suponía una novedad, pues, con puntualidad prusiana, sincronizaba su entrada con las campanadas de una iglesia cercana anunciando las diez de la mañana.
El camarero que se encontraba junto a la mesa que solía ocupar, pasó un paño húmedo por el inmaculado mármol y deslizó, hacia atrás, una silla con una invitación a que el cliente se sentara. Ante la sorpresa de propios y extraños, rehusó la sugerencia y siguió andando hacia adelante acercándose hasta donde yo me encontraba. No pude moverme. No pude decir nada. Con una sonrisa dibujada en su cara y un ademán conciliador, tomó asiento frente a mí.
Todas las miradas se entrecruzaban e, intermitentemente, pasaban de unas caras a otras intentando buscar respuestas a una situación que había dejado descolocados a todo el mundo. Y yo era uno de ellos.
Le sirvieron el café. Esta vez no desdobló el periódico. Se echó un azucarillo que disolvió lentamente dándole vueltas con la cucharilla como si contara el número exacto que tenía que hacerla girar a la derecha, para después cambiar y hacerla girar hacia la izquierda. A pesar de que el café humeaba abundantemente, le probó con un sorbo largo; miró al camarero que le había atendido con una mirada de aprobación, carraspeó como solía y dirigiendo sus ojos penetrantes pero amables hacia mí, dijo: "...Joven, hace tiempo que le vengo observando y creo que usted es la persona idónea para llevar a cabo un encargo que, los años, impiden que lo haga yo.
Me gustaría que realizara un viaje en mi lugar y que llevara usted este pequeño paquete a la dirección que he escrito en este sobre. Naturalmente, correré con todos los gastos del desplazamiento: transporte, hotel, comidas, etc. Créame que, después de haber sopesado varias opciones, incluidos, por supuesto,  servicios de mensajería, he llegado a la conclusión de que necesito un medio menos frío y creo, sinceramente, que usted puede aportar el grado de afecto y voluntad que mi tarea precisa".
Permaneció un momento callado, estudiando mi rostro para detectar el más mínimo atisbo de reacción en él; pero si fue así no soy consciente de haberla provocado; el caso es que, de inmediato, prosiguió: "...La dirección, como ya le he dicho, está escrita en el sobre. Quiero que lleve esta alianza que contiene el paquete, a esas señas y quiero que se la entregue, personalmente, a su destinataria, quien la debería haber lucido en su dedo hace muchos años ¿Lo hará?"
A la mañana siguiente decidí hacer el mismo trayecto que, en su historia, el narrador nos había contado. Cogí un tren, pasando por Miranda de Ebro, donde hice transbordo para llegar a Logroño emulando, de esa manera, otro viaje hecho muchos años atrás, por mi solicitante.
Cuando me bajé del tren, en la misma estación, leí el sobre cuya inscripción comenzaba: "Para Carmen".

Y hacia allí, en ese instante, me dirigí.



Presentado al XIII Certamen Literario del Ateneo Cultural Paterna, Valencia.- Apartado: II Concurso de Cuentos Familia Herrero - Pons.
 

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