Acostumbraba a tomar un carajillo todas las mañanas antes de
subir al autobús de la empresa donde trabajo, en un bar de los de
"antes", con "bouquet" a antiguo; de los de barra alta,
ventanas de madera y azulejo blanco; más cerca de una carnicería que de un
café.
Pero el café era bueno. Y el carajillo formaba parte de una
tradición. Había empezado al mismo tiempo que, un servidor, en la empresa.
Resultó que, el destino, y un chicle en el suelo, me tuvieran
apartado dos meses, escayola en ristre, de mi puesto de trabajo; lo que
empalmado a las vacaciones veraniegas, hizo que estuviera en dique seco tres
meses largos.
Un uno de septiembre, añorado por otra parte para quitarme el
hastío acumulado, volvía a doblar la esquina, mientras algo, a la altura de mis
tripas, se revolvía ante el regocijo de poder volver a catar lo que, durante
años, les había suministrado a diario.
¡Qué desconsuelo! No había bar. En su lugar, un impresionante
librería abría sus puertas con sonrisa
burlona, desafiante.
¿Sería posible? ¡No habían permutado un bar por un Banco!.
Estará cambiando algo...
Mis tripas, estupendamente.
Presentado al I Premio de Microrrelatos RNE. 2014
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