miércoles, 4 de junio de 2014

El desván



Era un tramo de quince escalones, bastante desgastados por el tiempo y sobre todo, por la poca labor de  mantenimiento  que se les había dedicado, los que daban acceso al desván.
Los peldaños, llenos de polvo, llegaban hasta una puerta grisácea, antigua y fea, en consonancia con todo aquello que se abandona en mucho tiempo.
La llave de la puerta, puesta en su cerradura, era de las de ojo, grande y pesada, giró y, a regañadientes, la cancela terminó por abrirse.
Retirada una gran telaraña, larga y pegajosa, que saludó al intruso envolviéndole como si le dijera: ¡tú lo has querido!, los ojos hubieron de acostumbrarse a la penumbra que reinaba en la estancia. Se lograba ver algo a través de la escasa luz que penetraba por un ventanuco que tenía la contraventana medio cerrada.
Nada más entrar, a la izquierda de la puerta, encima de una pequeña repisa confeccionada, sin duda, para su alojamiento en ella, había un pequeño candil con su cabo de vela puesto. Lo abrí y encendí con mi mechero. Algo más se veía.
Justo donde la puerta permitía, al ser abierta todo lo que daba de sí, es decir, hasta topar con la pared donde se encontraban sus goznes, empezaba una alacena de color indeterminado, pues el polvo acumulado durante años, no permitía hacerse con una idea, aunque fuera aproximada, del tono. Tenía dos estantes en la parte de arriba en los que se encontraban, apiladas, varias cajitas de cartón, parecidas a las de los zapatos.. El cuerpo del armario, en su parte de abajo, lo formaban tres cajones cuyos tiradores eran de bronce.
Las cajas, una vez soplada la polvareda de sus tapas, contenían diversos objetos. En la primera había muchas cintas de diferentes colores: rojas, verdes, azules, amarillas, rosas... de las que, hacía muchas décadas, se utilizaban para hacer los lazos del pelo. Hubo una época que causó furor, ésta moda, entre las niñas.
Estaban cuidadosamente enrolladas y envueltas, cada una de ellas, con su correspondiente papel de seda. Otra caja contenía una preciosa muñeca de porcelana cuyos brazos y piernas, sujetos entre sí por unas gomas ahora cuarteadas por el tiempo, aparecían parcialmente separados del tronco de la muñeca; sólo mantenían cierta postura digna, gracias al vestidito en el que estaban enfundados.
La tercera cajita y también perfectamente colocados, contenía un sin fin de pequeñas madejas de hilo, de las que se usan para hacer labores de "punto de cruz". De nuevo la gama de colores era inmensa. Alguien, con muy buen gusto, había hecho, en el pasado, buen uso de aquél material.
Los cajones, acostumbrados durante tanto tiempo a no trabajar, se quejaron al ser importunados. Contenían finas mantelerías de encaje bordadas primorosamente;  bien dobladas y ordenadas.
En otro, sábanas de hilo y, en el tercero, fundas de almohadas y un par de cubre camas que daban la impresión de que habían sido colocados allí hacía, tan sólo un rato; recién terminados de planchar.
Sobre pasada la alacena, había una mesa robusta de color castaño; sobre la cual, se encontraban varias cajas grandes de sombreros. Eran cuatro, formando, superpuestas una encima de la otra, una columna. Al lado otras, más pequeñas y alargadas, contenían pares de guantes de muy diferentes modas, maneras y materiales. El tamaño aproximado de cada par, hacía pensar que todos pertenecieron a la misma persona; y  por su forma, aspecto y color que la propietaria poseedora de aquella pequeña colección era una mujer con una cierta sofisticada coquetería.
Bajo la mesa, entre las patas, dos grandes cajones guardaban en su interior un buen número de discos de pizarra, antiguos; de los que se reproducían en un gramófono a base de golpe de manivela. Con sumo cuidado, extraje un par de ellos. A través del ojo de su envoltura de papel, en algunos casos cartón, leí el primero de ellos: "Danza húngara nº 5"  de Johannes Brahms. Escuetamente. El segundo  contenía la versión cantada, es decir, sin libreto,  de la zarzuela española: "Luisa Fernanda", del maestro  Federico Moreno Torroba, como constaba en la leyenda de  aquél disco. Con idéntico cuidado a como los había sacado, los volví a dejar en su sitio.
Contiguo a la mesa y perfectamente protegido por una sábana, había un buró estilo isabelino en castaño oscuro que sería la delicia de cualquier anticuario. Descansaba sobre dos pilares, unidos en todo su cuerpo, pero que, sin embargo, permitía meter las piernas de una manera amplia y cómoda. Sobre estas columnas, bajo el tablero,  se alojaba un cajón en el que todavía se conservaba  el portapliegos,  ligeramente mullido,  de cuero negro sobre el que se escribía; una lupa de mango largo y enfundada en un saquito de gamuza color azul celeste;  un par de lapiceros aún con su punta perfectamente afilada y cuatro largas plumas de escribir; dos de ellas de faisán, inconfundibles por sus colores marrones veteados de amarillo, para después variar hacia tonos verdes y terminar azul oscuro en la punta.
La columna derecha se encontraba rematada por dos cajones que contenían: uno, el de arriba, unos cuantos sobres  color crema, de diferentes tamaños; y, el segundo: un secante, un tintero de cristal finamente labrado, tres o cuatro plumas "de batalla", varios plumines, dos barras de lacre, una a medio uso y algunos enseres más, propios de un escritorio, repartidos de una manera más anárquica.
En la esquina de esa pared con la que se encontraba  frente a la puerta, en su rincón, como quitándose protagonismo, un perchero, haciendo juego quizás, con el resto del mobiliario, mantenía escrupulosamente erguida su figura.
Un gran espejo, adosado sobre uno de sus costados, a esa pared y tapado con una gruesa manta seguía a continuación del perchero y daba paso a dos baúles, gemelos, colocados uno encima del otro.
Negros, lisos y con una magnífica cerradura en bronce repujado. Ninguno de los dos tenía llave; al menos puesta. Intenté forzar el de arriba. No cedió. Estaba cerrado con llave. Desistí. ¿Qué ocultarían?. Me quedé con la intriga en la cabeza.
A la izquierda frente donde yo estaba situado; a la derecha por tanto, de los baúles y haciendo esquina, un maniquí sólo de tronco, viejo y desvencijado y echado hacia adelante con una postura burlesca, esperpéntica por su antinatural ángulo, intentaba descansar sobre la pared. Parecía ser el único elemento de aquél desván, mal cuidado...

Me acerqué hasta el ventanuco entreabierto y lo cerré totalmente. Los tesoros que escondía aquella buhardilla, temía que pudieran salir volando y que escaparan de mí; porque, había decidido ir desentrañando con calma, saboreando uno por uno, todos los secretos que contenía aquella habitación. Apagué el candil, lo deposité  de nuevo en su sitio; cerré la puerta y bajé las escaleras con el sabor agridulce de quien tiene la sensación de haber encontrado un tesoro y, a la vez, de haber  profanado el silencio y la quietud de un santuario de recuerdos.




Presentado al  XVII Premio de Relato Corto “Cachivaches” 2014.

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