Era un tramo de quince escalones,
bastante desgastados por el tiempo y sobre todo, por la poca labor de mantenimiento
que se les había dedicado, los que daban acceso al desván.
Los peldaños, llenos de polvo,
llegaban hasta una puerta grisácea, antigua y fea, en consonancia con todo
aquello que se abandona en mucho tiempo.
La llave de la puerta, puesta en su
cerradura, era de las de ojo, grande y pesada, giró y, a regañadientes, la
cancela terminó por abrirse.
Retirada una gran telaraña, larga y
pegajosa, que saludó al intruso envolviéndole como si le dijera: ¡tú lo has
querido!, los ojos hubieron de acostumbrarse a la penumbra que reinaba en la
estancia. Se lograba ver algo a través de la escasa luz que penetraba por un
ventanuco que tenía la contraventana medio cerrada.
Nada más entrar, a la izquierda de la
puerta, encima de una pequeña repisa confeccionada, sin duda, para su
alojamiento en ella, había un pequeño candil con su cabo de vela puesto. Lo
abrí y encendí con mi mechero. Algo más se veía.
Justo donde la puerta permitía, al
ser abierta todo lo que daba de sí, es decir, hasta topar con la pared donde se
encontraban sus goznes, empezaba una alacena de color indeterminado, pues el
polvo acumulado durante años, no permitía hacerse con una idea, aunque fuera
aproximada, del tono. Tenía dos estantes en la parte de arriba en los que se
encontraban, apiladas, varias cajitas de cartón, parecidas a las de los
zapatos.. El cuerpo del armario, en su parte de abajo, lo formaban tres cajones
cuyos tiradores eran de bronce.
Las cajas, una vez soplada la
polvareda de sus tapas, contenían diversos objetos. En la primera había muchas
cintas de diferentes colores: rojas, verdes, azules, amarillas, rosas... de las
que, hacía muchas décadas, se utilizaban para hacer los lazos del pelo. Hubo
una época que causó furor, ésta moda, entre las niñas.
Estaban cuidadosamente enrolladas y
envueltas, cada una de ellas, con su correspondiente papel de seda. Otra caja
contenía una preciosa muñeca de porcelana cuyos brazos y piernas, sujetos entre
sí por unas gomas ahora cuarteadas por el tiempo, aparecían parcialmente
separados del tronco de la muñeca; sólo mantenían cierta postura digna, gracias
al vestidito en el que estaban enfundados.
La tercera cajita y también
perfectamente colocados, contenía un sin fin de pequeñas madejas de hilo, de las
que se usan para hacer labores de "punto de cruz". De nuevo la gama
de colores era inmensa. Alguien, con muy buen gusto, había hecho, en el pasado,
buen uso de aquél material.
Los cajones, acostumbrados durante
tanto tiempo a no trabajar, se quejaron al ser importunados. Contenían finas
mantelerías de encaje bordadas primorosamente;
bien dobladas y ordenadas.
En otro, sábanas de hilo y, en el
tercero, fundas de almohadas y un par de cubre camas que daban la impresión de
que habían sido colocados allí hacía, tan sólo un rato; recién terminados de
planchar.
Sobre pasada la alacena, había una
mesa robusta de color castaño; sobre la cual, se encontraban varias cajas
grandes de sombreros. Eran cuatro, formando, superpuestas una encima de la
otra, una columna. Al lado otras, más pequeñas y alargadas, contenían pares de
guantes de muy diferentes modas, maneras y materiales. El tamaño aproximado de
cada par, hacía pensar que todos pertenecieron a la misma persona; y por su forma, aspecto y color que la
propietaria poseedora de aquella pequeña colección era una mujer con una cierta
sofisticada coquetería.
Bajo la mesa, entre las patas, dos
grandes cajones guardaban en su interior un buen número de discos de pizarra,
antiguos; de los que se reproducían en un gramófono a base de golpe de
manivela. Con sumo cuidado, extraje un par de ellos. A través del ojo de su
envoltura de papel, en algunos casos cartón, leí el primero de ellos:
"Danza húngara nº 5" de
Johannes Brahms. Escuetamente. El segundo
contenía la versión cantada, es decir, sin libreto, de la zarzuela española: "Luisa
Fernanda", del maestro Federico
Moreno Torroba, como constaba en la leyenda de
aquél disco. Con idéntico cuidado a como los había sacado, los volví a
dejar en su sitio.
Contiguo a la mesa y perfectamente
protegido por una sábana, había un buró estilo isabelino en castaño oscuro que
sería la delicia de cualquier anticuario. Descansaba sobre dos pilares, unidos
en todo su cuerpo, pero que, sin embargo, permitía meter las piernas de una
manera amplia y cómoda. Sobre estas columnas, bajo el tablero, se alojaba un cajón en el que todavía se
conservaba el portapliegos, ligeramente mullido, de cuero negro sobre el que se escribía; una
lupa de mango largo y enfundada en un saquito de gamuza color azul
celeste; un par de lapiceros aún con su
punta perfectamente afilada y cuatro largas plumas de escribir; dos de ellas de
faisán, inconfundibles por sus colores marrones veteados de amarillo, para
después variar hacia tonos verdes y terminar azul oscuro en la punta.
La columna derecha se encontraba
rematada por dos cajones que contenían: uno, el de arriba, unos cuantos
sobres color crema, de diferentes
tamaños; y, el segundo: un secante, un tintero de cristal finamente labrado,
tres o cuatro plumas "de batalla", varios plumines, dos barras de
lacre, una a medio uso y algunos enseres más, propios de un escritorio,
repartidos de una manera más anárquica.
En la esquina de esa pared con la que
se encontraba frente a la puerta, en su
rincón, como quitándose protagonismo, un perchero, haciendo juego quizás, con
el resto del mobiliario, mantenía escrupulosamente erguida su figura.
Un gran espejo, adosado sobre uno de
sus costados, a esa pared y tapado con una gruesa manta seguía a continuación
del perchero y daba paso a dos baúles, gemelos, colocados uno encima del otro.
Negros, lisos y con una magnífica
cerradura en bronce repujado. Ninguno de los dos tenía llave; al menos puesta.
Intenté forzar el de arriba. No cedió. Estaba cerrado con llave. Desistí. ¿Qué
ocultarían?. Me quedé con la intriga en la cabeza.
A la izquierda frente donde yo estaba
situado; a la derecha por tanto, de los baúles y haciendo esquina, un maniquí
sólo de tronco, viejo y desvencijado y echado hacia adelante con una postura
burlesca, esperpéntica por su antinatural ángulo, intentaba descansar sobre la
pared. Parecía ser el único elemento de aquél desván, mal cuidado...
Me acerqué hasta el ventanuco
entreabierto y lo cerré totalmente. Los tesoros que escondía aquella
buhardilla, temía que pudieran salir volando y que escaparan de mí; porque,
había decidido ir desentrañando con calma, saboreando uno por uno, todos los
secretos que contenía aquella habitación. Apagué el candil, lo deposité de nuevo en su sitio; cerré la puerta y bajé
las escaleras con el sabor agridulce de quien tiene la sensación de haber
encontrado un tesoro y, a la vez, de haber
profanado el silencio y la quietud de un santuario de recuerdos.
Presentado al XVII Premio de Relato Corto “Cachivaches” 2014.
Presentado al XVII Premio de Relato Corto “Cachivaches” 2014.
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