La recuerdo siempre con la misma edad. Esa edad
indeterminada, no joven pero no mayor, entre dos aguas. Ese era su aspecto;
como parado en el tiempo. El color del pelo no desvelaba nada en absoluto;
pues, desde muy pequeño le evoco de un tono negro entre cano; hacia atrás y
relativamente corto o media melena a veces;
las cejas muy pobladas, ojos grisáceos, cara redondeada y un lunar en su
mejilla derecha.
Ésta era Fe; Fe la de "La Casa de la Goma", como
rezaba el cartel de su zapatería. Adornaba sus estropeados ojos, cansados de
trabajar y de hacerlo durante muchas horas, bajo luz artificial, unas gafas, en
cuyos cristales se advertían infinidad de cicatrices fruto de las salpicaduras
de los pegamentos utilizados, altamente corrosivos, y de las virutas que rebotaban en ellos, cuando pulía los
diferentes tipos de materiales.
Reunía, además de una gran destreza y honestidad
profesional, otra faceta más intrínseca
a la esencia del ser humano: la bondad.
Seguramente por eso, su local, venía a ser un centro social en el pueblo. En
él había gente permanentemente, algunos comprando y casi todos al olor el
último cotilleo o chisme que circulara, por el pueblo, sobre tal o cual
"veraneante", o de cómo iba Fulanita en la fiesta de la noche anterior
dada por la "Paparda"; que era
como llamaban allí a la gente adinerada de las grandes ciudades.
Si querías enterarte de quién se había muerto, cinco minutos
antes de que lo anunciaran con su lúgubre tañido las campanas de la iglesia de
San Cristóbal, alguien que había pasado por la tienda lo había soltado como
queriéndolo dejar "pinchado" en los corchos que vendrían muchos años
después. Eran las formas de la época.
No sólo se reunían mujeres, no; he visto y oído a muchos
hombres pasar y dejar recados para terceros; o comentar que, como estaba la
mar, esa mañana iba a ser imposible salir de pesca; o que la vaca del
"Marcialuco", había parido un "chotu" que era un
primor...o...o...
Resultaba que venía a ser, al cambio y guardando las
distancias, el Hogar del Jubilado de nuestro días, salvo que, en "La Goma", se daba mucho más
intercambio generacional.
Y Fe se sabía de memoria los nombres de todos los niños de
los veraneantes "tradicionales", y era raro que no tuviera una bola
de chicle, con sabor a anís que no te pudieras llevar a la boca en cada visita.
A primera hora de la tarde, la tienda se llenaba de mujeres y
algún chaval, para escuchar por la novela de turno. Más valía que no se te
ocurriera hacer algún comentario. El silencio era sepulcral. Creo que la gente
no entraban a comprar a esa hora, por no molestar.
Era la zapatera prodigiosa de Lorca pero con el carácter afable del marido. Fe no se casó. Vivía pendiente de
una hermana y sobre todo de su anciana madre. Además de la zapatería, cuando
terminaba y después de cenar, aún la quedaban arrestos para administrar un
pequeño huerto, con jardín, frente a la casa dónde vivía.
Su único uniforme era una bata gris en verano, con una Rebequita
azul oscura para los días que refrescaba, sobre la que se ponía el eterno
delantal azul marino, para los momentos que estaba atendiendo a los clientes.
Para trabajar en el "burro" sobreponía, por encima un , ya viejo,
mandilón de cuero que la sirviera de cierta protección, ante los posibles
deslizamientos de la escofina o de las
cuchillas. Sus manos las recubría con manoplas que dejaban los dedos al aire
para un mayor tacto a la hora de manejar los diferentes útiles. Sus dedos,
solían anunciar, frecuentemente, lo fácil que era cortarse con aquellas
herramientas...
Era un auténtico lujo verla trabajar. Comenzaba por cortar,
con un patrón previo correspondiente al número de del zapato al que había que
"echar suelas", de un pliego de cuero. Le daba la forma del contorno
deseado y lo moldeaba en la horma a golpes del martillo remendón; era un
moldeado provisional; no el definitivo. La piel se sujetaba a la horma con
gomas un tiempo; desconozco si horas o días; pero era sólo para que se
acostumbrara a coger cierta forma.
Para las suelas se destinaban unas cuchillas de corte,
afiladísimas, con las que iba rebajando las orillas. La piel la había pegado,
previamente en el zapato a reparar; que, puesto sobre el
"burro", la recortaba, poco a
poco, hasta adquirir la silueta definitiva de lo que necesitaba. Anteriormente,
lo había encolado con un pegamento en lata que aplicaba con una maderita, a
modo de brocha; porque decía que con ese útil tenía más tacto a la hora de
esparcir el pegamento por la suela que con los pinceles y brochas
tradicionales; aparte de que los componentes corrosivos del ungüento, pronto
dejaban inservibles los pinceles.
Recordaré, siempre, el olor de aquél pegamento. El color y la
viscosidad me traían a la memoria los botes de leche condensada hervidos al
baño maría ¡Qué le iba a evocar a un chavalillo!. A la vista, desde luego.
Con la suela seca, venía en momento de coserla. Punteaba, a
cierta distancia de los márgenes de la misma, unos pequeños orificios a ligeros
golpes con un marcador. Sobre esta primera señal después, con un punzón
terminaba de taladrar la suela, para, a continuación, con aguja y cordel, que
enceraba previamente, terminaba de fijarla al zapato con un fuerte cosido. Casi
resultaba permanente.
Y así, hora y hora y día tras día. Siempre parecía estar en
su tienda. Si tenía que comprar alguna cosa y cerraba, aunque fueran cinco
minutos, no faltaba quien se preocupara por encontrarse cerrada la zapatería.
Pero en el cartel del establecimiento, rezaba: "Casa la
Goma". Y era por algo. Estamos en un pueblo del norte de España. La
pluviosidad es, era por desgracia, muy grande; y lo que Fe vendía copiosamente
eran botas de agua. En los pueblos del norte, los pescadores, horticultores y
ganaderos, entre otros, usaban cotidianamente dichas prendas; y era un goteo diario
ver cómo, las gentes del lugar, se abastecían de aquellas largas botas
negras de goma.
Luego, la ley de la oferta y de la demanda, fruto de la moda
puesta e impuesta en las ciudades, hizo que los "veraneantes" se
avituallaran, para el invierno, de botas
de agua o "katiuskas", que era como realmente se las conocía
entonces, ya fueran de colores o con
dibujos, para sus hijos; pues encima,
eran baratas.
Fe vivió bastantes años más. Antes se había jubilado y, tanto
el pueblo como los veraneantes tradicionales, perdimos algo que considerábamos
nuestro. Era un centro de reunión, de conocernos mejor unos a otros, de
"estar al día"; y, sobre todo, perdimos a Fe; esa persona afable,
siempre de buen humor y dispuesta a escuchar las alegrías y las tristezas de
los vecinos y forasteros que, durante los meses del estío, tomábamos al asalto
su local.
Nadie ha ocupado su sitio. No me refiero a la vertiente de
"confesionario" que, tan importante era en Fe. Aludo al no menos importante oficio que
desempeñaba en las ciudades, en los pueblos, el zapatero remendón.
Para el III Concurso de Relatos Cortos Andrés Gutiérrez de Cerezo . Asociación Cultural Cerasio, 2014. Cerezo de Río Turón (Burgos)
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