En
mi familia la Navidad era austera. No me refiero al hecho en sí mismo; sino a
que las alharacas y alegrías muy apegadas
a esas fechas, se veían un poco como "los toros desde la
barrera". Con cierta perspectiva.
Los
prolegómenos escolares, gozaban del sabor agridulce de quien, siendo niño,
disfruta con los preparativos de los festivales navideños que, aún, se suelen hacer: representación de un
"Belén Viviente", concursos por clases de villancicos; alguna
representación teatral corta, etc.
Siempre
eras elegido para hacer algo. Te gustara o no te gustara, había que llevarlo a
cabo y aplicadamente. No valía escurrir el bulto haciendo un papelito discreto;
había que volcarse, pues ante la menor sospecha de vagancia, tenías asegurado, como
mínimo, el "cariñoso y educativo" coscorrón del profesor de turno.
Decía
que eran agridulces porque, además, se daba la circunstancia de que el día que
te daban las vacaciones, te "obsequiaban" con un cuadernillo de notas
que, venía a ser, la evaluación trimestral; y dicho cuadernillo, cuando reunías
el suficiente valor para abrirlo, solía
dedicarte una o varias columnas de resultados impresas en color rojo; que era
el color que, los colegios, habían decidido que fuera el del suspenso. Y solía,
en mi caso, estar generosamente adornado mi folleto de notas, con ese color.
La
entrada, pues, en el período vacacional navideño, no era muy boyante que
digamos.. Pero, el ambiente de esas fechas, no dejaba de impregnar el ámbito
familiar. Desde primeros de diciembre, mi padre, a ratos pero pegándose buenas
palizas, había ido construyendo un "nacimiento", cuyo resultado final
siempre era el mismo: excelente.
Tenía
cierta fama y eran bastantes los conocidos, amigos y por supuesto, la familia
entera que, en esos días, venían a ver a casa, tan emotiva y bien realizada
obra. No le faltaba detalle y huía de toda discordancia histórica como, por
ejemplo, la frecuente necesidad de enharinar el Belén, imitando nieve, cuando
la zona geográfica, históricamente, era lo más parecido a un desierto.
Y,
por supuesto, en esos día venían a vivirlos con nosotros, en nuestra casa, los
abuelos.
Ejercían
de escudo protector. El cruce de miradas con mis progenitores cuando me reñían,
eran una callada súplica que, sin lugar a dudas, atenuaba la bronca o el
castigo que, en principio, se me iba a imponer. Y ocurría, naturalmente, con
las notas.
Durante
los primeros días de las fiestas navideñas, la actividad de mi madre era
febril. Andaba, permanentemente, de la ceca a La Meca; con un trajín inmenso
para, primero, idear los platos adecuados para cada celebración y, después,
para desplazarse un par de días hasta el mercado para comprar los ingredientes
que había dispuesto para cada menú. Siempre, claro está, ajustándose a una economía que, si bien de la
cual no se podían quejar, por su preparación moral de la vida se imponían
cierta austeridad en el gasto. Eran, pues, muy consecuentes con sus creencias.
Tenía
cierta gracia, dentro del respeto y de la prudencia, ver a mi madre más o menos
enfurruñada cuando algún artículo, de los que tenía pensado, se había agotado.
Bien es verdad que, con inusitada rapidez, diseñaba otro plato y todos tan
contentos; pero ese rato en el cual se le habían descabalado sus cuentas, era
mejor estar jugando con los soldaditos a una distancia razonable, fuera de su
área de influencia. Y, creedme, era muy amplio.
Mi
padre habría terminado, o casi, de poner el nacimiento para Nochebuena. Algún
año, llegamos a creer que, el Niño Jesús, no tendría el pesebre a punto para que
naciera; pero al final, mi padre, siempre conseguía tenerlo apañadito para la
hora de la cena. Hubo años que ganó el combate a los puntos...y de milagro.
La
cena de Nochebuena me gustaba. Algo alborotaba la relativa calma que flotaba
siempre en el hogar paterno. La sola colocación de la vajilla de La Cartuja
para las "ocasiones", ya representaba un pellizco de novedad. El olor
a serrín y a pino verde recién cortado, con el que mi padre recubría el perímetro del
Nacimiento, permanecerá en mi pituitaria, por los siglos de los siglos.
Cenábamos
todos juntos. La "chica" de turno que estuviera en casa, que fueron
pocas, salvo que prefiriera irse a pasar esos días con sus familiares, que
también fueron escasas, tenía un sitio junto a los demás. Pero no sólo en estas
fechas; siempre. Eso, también estaba marcado a fuego en el concepto de vida de
mis padres y así, lo intentaron transmitir a sus hijos.
Era
un hombre con un sentido del humor muy acusado; hablo de mi padre y gozaba de
ser una persona afable y amena. Contaba los chistes extraordinariamente bien;
con una gracia excepcional y eran reídos por los comensales, quienes no estaban
sujetos a la ley de la obediencia en estos menesteres; nos reíamos porque nos
hacían gracia. Al menos la primera vez que contaba el chiste. Mantengo la
teoría de que a la vista del beneplácito obtenido tras contar la anécdota, mi
padre se envalentonaba; si sumamos a eso el grado de despiste que le acompañó
toda su vida, obtendríamos el resultado de que a lo largo de la velada, puede
que escucháramos contar el chistecito una buena media docena de veces...claro,
la cosa cambiaba... llegaba un momento que mi madre terminaba por decir:
"Paco, ese ya lo has contado"; aunque tal epitafio no servía para que
los abuelos siguieran jaleando el gracejo de don Francisco.
La
cena se recogía tarde. Entre otras cosas porque mi familia es tardona por
naturaleza. Había sobremesa, intercalada con sesiones de villancicos, pocos, al
lado del Belén y, sobre todo, un concierto de armónica por parte de mi padre
que empezaba con el "Noche de Paz", pero podía derivar hacia la
romanza de la zarzuela Luisa Fernanda: "Hubo un tonto en mi lugar..."
Así era mi padre. Mis abuelos, encantados porque estaban con sus hijos y nietos
y nosotros encantados con los abuelos porque nos chocaba la forma de ser de uno
y de otra. Mi abuelo cargado de una ironía finísima, típica de persona formada
y sobre todo inteligente; frente a mi abuela, jovial y alborotadora a pesar de
los achaques que sufrió desde muy joven.
Esto
no la impedía arrancarse por villancicos o zarzuelas; recuerdo que la gustaban
mucho las de ambiente castizo, madrileño; independientemente de su voz, de la
que podemos decir, con todos los respetos, que no era el mejor don con el que
Dios la dotó. Mi padre, en cambio, sí cantaba bien. De pequeño había sido
solista del coro de los "Kostkas", con los jesuitas.
Así,
entre sofocos por parte de mi madre, chistes repetitivos y sesiones de armónica
con cantos varios por parte de mi padre,
salpicados con alguna socarronería del lado de mi abuelo y un permanente
jolgorio por parte de la abuela, pasaba la velada de Nochebuena, casi diseñada,
para ser disfrutada por los tres mocosos de la casa. La verdad es que era
suficiente para los niños.
Nos
mandaban a la cama a una hora prudencial; sobre las dos. Al día siguiente no
había un "toque de diana" demasiado tempranero; lo que no quiere decir que se nos permitiera
remolonear en exceso, en la cama.
Mi
madre, enseguida estaba embutida entre fogones para tener, cuanto antes, dispuesta
la comida; pues bajábamos a misa de una y media a los Franciscanos.
Cuando
fuimos un poco más mayores y en otra ciudad, a la que le habían destinado a mi
padre, comenzamos a ir , en Nochebuena, a la Misa del Gallo; no tanto por
cumplir con la iglesia católica en lo de ir, las fiestas de guardar, a misa;
sino porque el testigo de "buena voz" lo había recogido mi hermano
pequeño y, la verdad, se te ponían los pelos de punta cuando empezaba a entonar
las primeras notas del "Adeste Fideles". Nos comentaron el aumento de
fieles que se había detectado en la citada Misa del Gallo, desde que cantaba,
como solista, mi hermano. Era un coro sencillo pero con unas voces blancas
maravillosas.
La
comida de Navidad estaba servida. No con grandes manjares, si con ese nombre
nos referimos a mariscos, no. En casa era tradicional el lechazo asado de
Castilla y por toda representación del mar, tomábamos una parca ración de
langostinos con una mayonesa, espesa, verde, que estaba para chuparse los
dedos. El besugo al horno, había sido, sin posibilidad de permuta, el plato
estrella de la noche anterior.
Las
anécdotas volvían a subirse al terreno de juego que suponía el momento de la
comida y de la sobremesa y, con suerte, el chiste de la noche anterior, sólo se
volvía a escuchar una o dos veces... nada más.
Los
ojos de los niños estaban clavados, hipnotizados, en la bandeja de "cucas" que se
encontraba dispuesta en el centro de la mesa. No éramos demasiado
"turroneros"; pero sí éramos niños, con lo que a la segunda vez que
extendías la mano con la intención de adquirir algún producto de la citada
fuente, te recordaban, con una frase que ha pasado a la posteridad familiar:
"el postre es postre, no un tercer plato"; con lo que te quedaba
meridianamente claro que no cabía posibilidad alguna de un tercer alargamiento
en dirección a la bandeja.
Los
mayores se tomaban una copita de Champán; al que, mi abuela, daba vueltas con
una cucharilla con el fin de quitarle las burbujas que, por lo entonces
escuchado, la resultaban muy dañinas para su salud. Debía beberse, la pobre,
una especie de jarabe frío.
La
sobremesa casi terminaba entre dos luces. La hacíamos larga; aunque los
pequeños siempre terminábamos por retirarnos de la mesa, tras haber perdido el
permiso obligatorio de la época. Yo, en particular, solía desplegar por el
suelo de la habitación, mi ingente cantidad de soldaditos, vaqueros e indios,
todos mezclados, ideando mil batallas y situaciones con ellos. Me pasaba las
horas muertas... como después me enteré, solían decir: "parecía que no
había niño"...
Pero
algo cambiaba el día veintiséis. Si era laboral, mi padre trabajaba y si las
notas no habían sido "decentes", o incluso habiéndolo sido, para
"recordar", nos dejaba tarea puesta: un par de problemas y un par de
cuentas. Si el abuelo decidía entrar en el juego, una redacción caía seguro.
Esto hacía que la hora de levantarse fuera hacia las nueve de la mañana, para
tener las tareas encomendadas hechas, con el tiempo suficiente, para cuando mi
padre regresara de su trabajo.
Las
comidas volvían a ser más cotidianas; pero la presencia de los abuelos
confortaba y daba ese plus de distinción que hacía que algo de innovación sí se
sintiese.
No
había grandes sobremesas y las tardes transcurrían con la naturalidad de esas
fechas, que, en casa como ya he dicho, pasaba por un buen número de visitas
para ver el "famoso" Belén de mi padre. Belén que, por cierto,
presentó varios años al concurso de la Asociación Belenista y en los que
consiguió varias copas y menciones que le tocaba recoger, en el Teatro
Calderón, de manos de las autoridades provinciales, al modesto narrador de esta
historia. Subía al escenario más rojo que un tomate.
Nochevieja
era una fiesta que "había que pasar". Desconozco si, históricamente
es así, pero para mis padres "era una fiesta con raíces paganas". No
se tomaban las uvas. Sí había cena especial y un ritual muy parecido al de
Nochebuena. Las campanadas que daban paso al nuevo año, se seguían a través de
la única cadena de televisión de la época; y, cuando terminaban, sí había
profusión de besos, abrazos , parabienes y buenos deseos para el año entrante;
pero sin celebraciones ni prolongamientos de la fiesta fuera de nuestra
frontera familiar y casera.
De
nuevo sería unos años después cuando, como prolongación, nos juntábamos,
después de las uvas, en la vivienda de unos amigos que vivían justo debajo de
nosotros.
Tras
la Nochevieja y el Año Nuevo, se volvía a retomar la rutina de los días
vacacionales no festivos; es decir, problemas y cuentas diarios con alguna que
otra redacción.
Escribíamos
la carta a Los Reyes Magos de Oriente, debidamente redactada y sin faltas de
ortografía. Nuestros padres nos recomendaban sobriedad a la hora de pedir mucha
cantidad de juguetes, pues había niños que no tendrían ninguno. Al margen de
que me parece una medida acertada dentro de la formación del niño, yo siempre
me quedaba pensando cómo era posible que unos Reyes Magos tan generosos, podían
dejar a niños sin un juguete del que poder disfrutar... pero nunca me atreví a
exteriorizar mi reflexión.
A
medida que se acercaba la fecha de la Noche de Reyes, yo ya empezaba a sentir
cierto "come-come" en mis tripas; y mis nervios terminaban por
dispararse. Mi madre, que como madre se las sabía todas, al menor síntoma de
nerviosismo por mi parte, me encasquetaba una cucharadita de agua de azahar
para templar mi desmesurada energía. Mano de santo.
Los
Reyes siempre cumplían, ampliamente, con mis expectativas. Además de lo que
hubiera pedido, me encontraba, con dos o
tres regalos a mayores, en plan sorpresa.
Hubo
muchos años que nos ennoblecieron la noche, teniendo a bien pasarse por nuestra
casa para darnos los regalos personalmente. Todo un detalle. Un año, el Rey
Gaspar, me recordó que no me había querido comer una salchicha ese a mediodía y, a punto estuvo, de volverse a llevar, no sé a dónde, un
magnífico jeep de hojalata... pero sólo resulto ser un pequeño tirón de
orejas... lo que disfruté, ese año, con el vehículo. No he vuelto a dejarme una
salchicha en el plato, hasta ahora.
Pero,
además, resultaba que, antes de ir a casa, se habían pasado por la de mis
abuelos y habían recogido, lo que ellos, había "pedido" para
nosotros. Los abuelos sí que se pasaban con los regalos, no tenían medida. Y
eran caros, aunque nosotros todavía no teníamos suficiente conciencia sobre
este tema.
Tras
despedir a Sus Majestades y dejarnos saborear un buen rato de los nuevos
regalos, que a la vez servía para calmar nuestra, por otra parte, lógica
excitación, nos mandaban a la cama.
El
Día de Reyes, era un día mágico y que nos superaba. No dábamos a basto. Fuimos
unos niños muy afortunados en muchas cosas; pero en regalos en esta fecha, más.
Nos "ponían" juguetes en todas las casas de mis tíos, tanto por parte
de padre como por parte de madre; en no pocas casas de sus amigos; así como,
incluso, en la de algunos "superiores" de mi padre. Era un constante
reguero de personas depositando sus "encargos" en nuestro hogar;
también teníamos que hacer alguna salida a casa de alguien a recoger sus
"detalles".
Podría
parecer algo innecesario tanto juguete; es posible que lo fuera. Nuestros
padres, sin embargo, nos enseñaron a preservar y cuidar los juguetes y a no
jugar con uno sin haber guardado, previamente, el anterior.
Los
abuelos, seguro que tuvieron mucho que ver en esa forma de pensar. Fueron
muchas las navidades que, con su presencia, nos hicieron felices. Mi abuelo,
inclusive, algo de mi iniciación en el, hasta entonces para mí, desconocido
latín, tuvo algo que ver.
Lo
que más me cautivaba de su persona era la santa paciencia que derrochó con mi
abuela, pues tenía su genio y sus caprichillos; y jamás le vi alterarse ni un
ápice, cuando comprendía que tenía que dar un no por respuesta a su mujer.
Verdad
es, que a la abuela, tampoco la duraba mucho el subsiguiente enfado.
Nos
acompañaron hasta en las navidades que pasamos, unos años, fuera de nuestra
ciudad de origen.
Quiso
Dios o el Destino o ambos que un treinta y uno de diciembre, se agravara la
enfermedad que tenía desde hacía muchos años, úlcera de estómago, y nos dejara para
siempre. Lo recordaré hasta la eternidad. Nos dio mucho, mucho más con su
inteligencia, que, con el paso del tiempo, hemos podido comprender mejor.
Aunque
mi abuela le sobrevivió unos años más...ya no fue la misma. Conservaba cierto
aire de su jovialidad, pero ni sombra de lo que ella había sido.
Hicieron
por mí, por sus nietos, muchas cosas en sus vidas; pero desde luego tengo muy
claro que las navidades fueron mucho más felices con ellos cerca.
No
estaría de más una reivindicación para los abuelos de hoy, por lo general más
jóvenes que los de mi generación, para que, los nietos se relacionen más con
ellos. No son "convidados de piedra"; son seres, seguramente con
achaques, perfectamente capaces de ayudar en los quehaceres diarios de una familia
de hoy, sujeta a horarios laborales mucho más férreos de los de mis padres; por
no hablar de la trascendencia que ha adquirido su figura en muchas casas cuya
situación económica actual, hace que su pensión sea la tabla salvadora para
muchas familias...
Un
beso para todos... ¡Feliz Navidad!
Para el I Certamen Ángeles
Palazón González. 2014. Acantilados de Papel,. Editorial ADIH. Recogido y editado en la Antología: Cuentos de Navidad.
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