Salió de su chalé a dar su paseo
matutino diario. Acostumbraba a recorrer el par de cientos de metros que
separaban su vivienda de las estribaciones del cercano e inmenso pinar que casi
llegaba a envolver en su regazo su pueblo. Pueblo que estaba a punto de dejar
atrás ésa condición; pues había crecido vorazmente.
Caminaba ensimismada en sus
pensamientos; esos que cada madre tiene y que forman parte de un corporativismo
que nosotros, los hombres, no podemos llegar a entender porque, simple y llanamente,
no somos madres.
Y a la par rezaba; o cómo solía decir,
hablaba con Dios, que parece ser una manera menos protocolaria, más de “andar
por casa”, con Él.
Y a ratos, se entretenía en
canturrear, entre dientes, algún estribillo de alguna de las zarzuelas que la
gustaban tanto; o repasaba, calladamente y para su propio deleite, los
innumerables libretos que tenía almacenados en su memoria, de los Álvarez
Quintero, tantas veces representados, sus personajes, por ella.
En esas estaba cuando un débil sonido
le devolvió al mundo real. Acababa de rebasar unas matas bajas y densas que
brotaban al pie de un esquelético arbolito, cuando un tímido quejido requirió
su atención.
Le costó tiempo descubrir, entre el
follaje, el montoncito de pelo blanco que, a duras penas, delimitaba el
contorno de un cachorrito de algo que todavía resultaba prematuro llamarlo
perro.
Le dio igual. Se agachó, apartando la
maleza y recogió, con sumo cuidado, el
cuerpo, macilento, del infortunado y débil animal.
Le habían abandonado a su suerte; su
mala suerte, sin duda. Pero alguien quiso que aquél proyecto de chucho, en su
más literal expresión, tuviera aún la fuerza necesaria para lanzar, quizá en un
último “aye”; un lamento lastimero demandando ayuda. Ocurrió en el momento
oportuno.
Fue recogido, el ya a partir de ese
instante afortunado animal, por la persona, sin duda, elegida por alguien que
dirige la Orquesta de la Vida, para cambiar la suerte de aquella perrita;
porque sí, era perrita; casi patito feo tan cuajada de garrapatas que la hacían
incompatible con la propia vida.Pero salió adelante gracias a los mimos y
desvelos de aquella “madre amantísima”
protectora, por naturaleza, de animales de dos y más patas.
La perrita pasó a formar parte de la
familia, complementada por dos especímenes de su misma rama biológica. Se
convirtió, en poco tiempo, en una fina, delicada y ligera galguita blanca con
graciosas motas diseminadas y medio
escondidas, por su esbelto cuerpo y con unos ojazos envidia de las mismísimas
estrellas de cine. Finamente maquillados, parecían tener dibujados a su
alrededor los trazos perfectamente definidos del Rímel y que a uno, modesto
admirador del Antiguo Egipto, le parecía como entresacada de algún papiro de
aquella época. La llamaron Gina…
Para el Concurso Literario
Biblioteca Popular del Paraná, 2015. (Argentina)
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