Con la perspectiva larga de estar a
más de quince días de las blancas Navidades, Javier, exhalaba unos raquíticos
hilos de humo por la bocana de su cachimba, con la esperanza, vana ilusión pues
nacía muerta, de que por fin aquél maldito instrumento que pendía entre sus
dientes, arrancara y le proporcionara esos mínimos segundos de placer, llamados
por otros de sumisión, a algo que un señor que descubrió "las
Américas", además, sin querer,
había instaurado al mismo tiempo, el uso en el mundo universal conocido, de las
mismas costumbres o ¿por qué no decirlo?...moda.
La pipa no tiraba. Era muy evidente
por los continuos chupetones que se veía
forzado a hacer a modo de un tiro natural. Se empezaba a congestionar de tanto
chupeteo innecesario y un molesto dolor y escozor le ocupaba toda su garganta
por los esfuerzos; pero no la abandonó a su suerte, pues sin ese objeto entre
sus labios, su imagen de sibarita se hubiera resquebrajado abismalmente.
Sus ojos escrutaban desde el ventanal
intentando atisbar, entre la neblina que el espeso manto de nieve que caía,
algún indicio de vida exterior, más allá de las pesadas puertas de bronce que
delimitaban, a unas decenas de metros, lo que su voluntad controlaba...o lo
intentaba.
Una densa humareda, proveniente de la
chimenea que proveía una salida natural al humo de los cuatro troncos de encina
dispuestos en el vientre de la misma y que desprendía un calos más que generoso
sobre la amplia sala, se desmayaba desde las alturas ayudando, con ello, a
envolver el ambiente en una burbuja que pareciera sacado de nuestros infantiles
cuentos.
Supuso el hilo conductor para que
Javier, nostálgico de sus años juveniles en su tierra natal, aunque feliz por
su desarrollo profesional cotidiano y enamorado de su familia, elevara los ojos
a un cielo que se le suponía que estaría donde cada mañana, despejada, se
exteriorizaba en todo su esplendor. Y en un bucle, mitad evocado por el
entorno, mitad promovido por ese deseo interior, Javier no pudo, por menos, que
echar la vista atrás hacia otro sitio, con otra nieve... y con unos cuantos
años menos...
Y oía las voces a su alrededor de
hermanas histéricas con los preparativos de la cena de Nochebuena, azuzando a
los "chicos" para que cooperaran en unos trances que, en aquellos
tiempos, eran difícil que sucedieran; y arreciaban las riñas de esas hermanas
mayores sabiamente espoleadas por la madre, atrincherada, espumadera en ristre,
en una cocina cuyos aromas casi eran suficientes para pasar de la cena.
Y su padre y hermanos, entretanto,
capeaban el vendaval como podían argumentando un último retoque de esta o
aquella figurita del Belén que no estaba puesta en el lugar adecuado... o
cualquier otro invento que se terciara y que les sirviera para pasar lo más
inadvertidos posible. Estéril intento ante la capacidad de control que, de una
manera natural, se desarrollaba especialmente en las madres en tales fechas.
Pasado el Rubicón; Javier ya sabía lo
que significaba aquella frase pues hacía unos pocos día que se lo habían
contado en clase de Historia, llegaba el momento de cierto relax un rato antes
de la cena; ese en el que la anfitriona,
líder innegable de esa noche, se sentía dominadora de la situación; y era la
coyuntura propicia para que cada cual se relajara del estrés, palabra que
entonces ni se conocía, entreteniéndose en sus propios menesteres; los chicos
más pequeños y rebeldes a lo Zipi y Zape de la época, no obstante, merodeaban
la cocina con las insanas intenciones de catar alguno de los manjares antes del
momento propicio; lo que les valía, además de algún grito subido de tono,
alguna caricia de refilón y despistada de un diestramente blandido cucharón...
Y turrones, capón, sopa de almendras;
mil manjares rebosaban una mesa incapaz de engullir el gran repertorio
expuesto. Ni los más afamados chefs eran capaces de mantener una carta tan
variada como la que su madre; y las de todos independientemente de sus
"posibles", conseguían presentar para esa cena.
Y mazapanes, guirnaldas, confetis,
copita de champán para los "mayores", sidra a los niños y risas
ingenuas, blancas, que recorrían la mesa de extremo a extremo.
Y siempre alguno más nostálgico o una
madre que sin aquello parecía que la cena simplemente era una de cumpleaños
venida arriba, al final, entonaba con una dulce voz, pues las madres siempre
cantaban bien, unas notas de un "Noche de Paz" que, no por muy
escuchadas, nos dejan de seguir evocando recuerdos de nuestros ancestros... de
aquellos que hoy, muchos años después, siguen con nosotros de una manera
espiritual en el tuétano de nuestros huesos.
Para el III Concurso La Agenda
Compacta FM, Historias de Navidad. La
Agenda Compacta FM y Cuadernos del Laberinto.
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