viernes, 24 de octubre de 2014

El ferrobús




Era un trayecto corto de unos años largos, bastante largos en el tiempo... en las carnes.
Podrían ser doce kilómetros por carretera; ignoro los que sería por vía férrea. La creencia popular, o al menos la que me llegó a mí, era que los recorridos del ferrocarril convenían en ser más largos. En cualquier caso, en el que nos ocupa, no podría ser mucho más, por mucho que se empeñara Renfe.
Las jornadas festivas de primavera y de gran parte del otoño, así como todos los días del verano, se pasaban, casi asiduamente, en una base militar. La mayoría de la pandilla, con honrosas excepciones, éramos "hijos del Arma"; del Arma de Aviación, se entiende.
Llevarnos hasta Recajo, la base, nos llevaban, pero el disfrute de la misma se nos hacía excesivamente corto, con lo que decidíamos esperar al Ferrobús de la nueve o nueve  y diez, de la tarde-noche, según el calendario, para volver a nuestro Logroño.
Partamos de algo común a todo español de la época, que se precie. Apurábamos tanto el tiempo, que, casi todos los día, nos jugábamos llegar tarde para coger a tiempo el tren; a pesar de los entonces generalizados y casi "institucionalizados" retrasos de nuestros trenes. Eso, nos salvaba... aunque no siempre. Recuerdo cierta caminata, por esos raíles, de noche cerrada....pero eso es otra historia.
La excursión hasta la estación de Recajo, por ruta oficial, no pasaba de los diez o doce minutos. Aquello era mucho.  Optamos por la "vía", que bien me viene esa palabra, rápida. No era otra que aprovechar cuando el centinela de la puerta principal miraba hacia otro lado, ir saltado la valla, de uno en uno, por una garita que sólo hacía función de tal, durante las "imaginarias" de la noche.
A veces, parecía que nos habría tenido mejor  cuenta, dar el "rodeo oficial" y no esperar a que el soldadito de turno, mirara para otro lado. También es cierto, que les había que sabían hacerse el "Tancredo", divinamente.
La "toma" de la garita ya nos creaba cierto aire de héroes. Habíamos alcanzado un hito importante. Como la toma de La Bastilla, pero sin Bastilla. Una simple garita.... pero sin ser vistos.
El ataque a ese "puesto", terminología militar, por la zona noble, es decir, por dentro del recinto del Aeródromo,  resultaba ser un "paseo militar"; se encontraba enclavada en el extremo de un espléndido jardín con una espectacular y cuidada rosaleda. Por ende, las escaleras de acceso, casi, casi, rozaban el tratamiento de escalinatas. Muy fácil, mientras no te vieran desde el Cuerpo de Guardia. Aún así, siempre se podía aducir: "que estábamos contemplando "las vistas"...
Lo realmente importante era saltar. Había como dos metros desde lo alto de la valla al "foso externo del castillo", lo que viene a ser, sin tanta retórica, el vulgar suelo; eso sí provisto de alguna zarza y cardos.
No es machismo. ¡Dios me libre!, pero el salto lo ejecutábamos, por lo general, bastante mejor los chicos. De entre las chicas, había quien pasaba el trago con bastante dignidad; pero también las había que, llegadas al tejadillo que adornaba la cimera de la valla, , decidían ponerse "a caballito" y... nos daban las uvas... No había forma humana que la bajara por la otra parte, la externa; con lo cual o éramos descubiertos o teníamos que desistir y hacer todos, solidariamente, el tortuoso camino oficial. Alguna sonrisita se le dibujaba al soldadito de la puerta, al vernos fracasar en nuestro intento.
Llegar a la estación, llegábamos. Era pequeña.  Casi siempre estábamos solos. La Oficina de despacho de billetes a mano izquierda de la Sala de Espera; y ésta con sus bancos de madera, pintados en un verde universal de aquellos años.
Si nuestra escaramuza había sido rápida y llegábamos con tiempo a la hora que tenía previsto llegar el tren; es decir, diez o quince minutos de la llegada real, una buena, buenísima amiga, siempre preocupada en hacer la vida más agradable a nosotros, sus amigos, desenfundaba rápida y con gran maestría su guitarra y  amenizaba ese tiempo de espera con la que ha pasado a ser una canción mítica; no sé si en los Anales de la Historia de la Música, pero sí, desde luego en los recuerdos auditivos de una pandilla que, hoy en día, sigue recordando su famoso: ¡Oh Susana!.
Ganas las ponía; esfuerzo también; letra lo mismo, se la sabía al dedillo, y voz... voz...también; aunque esto sería mejor preguntárselo al Factor de billetes de la susodicha estación; pues la miraba con cara, rara...muy rara... Nosotros era y somos sus amigos. Silencio administrativo.
Subir al Ferrobús suponía cierto alivio musical. Se volvía a enfundar el arma, la guitarra, y se gozaba de cierto descanso.
Pero no duraba. En Recajo no se subía, prácticamente, nadie, salvo nosotros; pero venía de más lejos y, por lo general, rebosante de género humano e inhumano.
Había que hacer sitio a bolsas, mochilas y guitarra en un marco en el que no cabía un alfiler. Cuando nos veían subir, ciertas miradas torvas se desparramaban por nuestras caras que hacían sentirnos culpables de ocupar unos sitios que, realmente, no existían. Pero nos quedábamos.
Aquello se ponía en marcha. Más valía estar agarrado o te encontrabas, de golpe, empotrado dentro de la señora, metida en carnes, que te lanzaba una mirada de no se sabía qué, ante tu cortado balbuceo que venía a ser un pedir perdón pero sin llegar a salir de los labios; o el no menos bochornoso balanceo entre las amigas que, al menos para uno que yo sé,  le hacía ponerse como un tomate de la huerta riojana.
Si era verano, el carmín del rostro, no desentonaba, pues hacía realmente calor en ese Ferrobús.
Solían viajar, frecuentemente, personas que venía de pasar el día en el pueblo y , por lo tanto, bien aprovisionados de artículos de huerta y, en algunos casos, de granja, con pico. No sentaba nada bien, en pleno vaivén ferroviario, sentir un picotazo en salva sea la parte, por un roce de más o de menos, al bicho alado.
Sudábamos a mares...Chicos y chicas...El desembarco en la estación de Logroño, era lo más parecido al de los primeros colonizadores de América. Aunque fuera agosto, daba igual, casi sentíamos frío al descender del tren. Respirábamos, por fin.
Era un trayecto corto, pero nos daba para mucho. Esa hermandad de entonces, con nuestro Ferrobús, idas, venidas, saltos, caídas, achuchones, roces.. y otras cosas, nos han traído, sin hollín, sin expresos, sin "Ferrobuses", en cierto modo, sin aquél romanticismo, a cuarenta años después, con Ave y trenes que desplazaron, definitivamente a aquellos.
Una cosa ha permanecido, junto al recuerdo de "nuestro" Ferrobús... seguimos siendo amigos quienes disfrutamos de él.


Presentado a los Premios del Tren "Antonio Machado" de Poesía y Cuento 2014. Fundación de los Ferrocarriles Españoles. Madrid  

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