viernes, 24 de octubre de 2014

El meandro




Y el río llegaba despacio, sintiéndose orgulloso de su majestuosidad, al remanso en el que yo me encontraba. El murmullo de sus aguas al pasar, me decían:  "ya estoy aquí", ¿No me ves?. Lo recitaba pavoneándose de su plenitud; casi con arrogancia. Tal era la distancia de orilla a orilla, que , al río, le parecía que no existía otro más grande que él en todo el mundo.
Efectivamente, ante los ojos de quien le contemplaba en aquél punto, se asemejaba más bien a un pequeño mar, por su anchura y porque las aguas, aunque remansadas, desplazaban cierto oleaje hacia sus orillas.
Realmente podía pasar por un río grande. Se veían saltar peces de considerables dimensiones en el centro de su cauce y cerca, también, de las riberas cuajadas de carrizos y cañaverales; lo que , sin duda, aportaba, para los habitantes del río, un buen acumulo de alimentos, entre insectos , pececillos o renacuajos.
Sus orillas, al amparo de su densa vegetación, confortaban a muchos tipos de aves para construir sus nidos fuera del alcance de la mayoría de sus depredadores naturales.
Vivían desde pequeños pájaros a zancudas, grandes y elegantes, que se movían con verdadera destreza entre los juncales en busca de ranas o culebrillas.
El amanecer en el remanso, comenzaba con una coral compuesta por la diferente  polifonía de tonos de cada especie, de cada pájaro, de cada anfibio;  quienes croaban como si fueran ellos los que marcaran el compás, cual timbales, de la Sinfonía Matutina.
A mediodía, con el calor, sólo ellas, las ranas, eran capaces de seguir marcando el ritmo como si el río necesitara  de remeros para lograr sacarlo de aquél remanso.
A media mañana y debido a la cercanía de la ciudad, el cauce se llenaba de barcas cuyos pasajeros buscaban lugares apartados, en las espesuras de las riberas, para comer al fresco o para tener un rato de intimidad las parejas de jóvenes inexpertos, al abrigo de los grandes sauces llorones y de las zarzamoras.
En esas horas, todo era bullicio. No se oían más que las risas de los ocupantes de las barquitas y el incesante chapoteo de los remos,  en su mayoría en manos de inexpertos, al chocar con el agua.
A medida que entraba la tarde, la quietud dominaba durante un par de horas. Se había terminado de comer y a la sombra, al fresco  protegidos por la arboleda, muchas personas aprovechaban para dar una cabezadita.
En algunos claros a lo largo de ambas orillas, de vez en cuando, se distinguía a algún pecador, con sus cañas y aparejos, probando suerte. Poca, pues no es el mejor momento del día para que los peces piquen.
Remolonamente se despiertan de sus siestas, dedicándose la mayoría de los visitantes, a dar paseos por las orillas, saboreando la lentitud con la que pasa el río ante sus ojos. Un papá, ha confeccionado un barquito de papel a su hijo y tras haberlo depositado en el agua, contemplan ambos, como la corriente, con pereza, aleja de ellos la nave. Tras unos troncos en el cauce del río, el barquito de papel, desaparece.
Los más tranquilos deciden hacer merienda cena en esos campamentos improvisados. Los últimos trozos de tortilla de patatas son engullidos, mientras el sol, va escondiéndose tras la silueta de la ciudad cercana. Hora de recoger. Sólo los que realmente han ido de pesca con plena intención, saben que ha llegado el momento de extender y montar sus cañas y prepararse para el festín que, en breve, los peces comenzarán a darse con los insectos que, al ocaso, pulularán por millares, cerca de la superficie del río. Ese era el momento que los avezados pescadores, estaban esperando.
Mientras tanto, las familias comienzan a remar con tristeza, como contagiados por la holgazanería de la corriente, de vuelta a sus hogares. El silencio, lo envuelve todo. Un canto seco, lejano de alguna rana, lo rompe de vez en cuando.
Unas horas después el río, que ha seguido durante toda la jornada su curso, vanagloriándose de su inmensidad, dobla un gran recodo y nota, cómo sus aguas, sin saber aún la razón, se vuelven más revueltas.
Es tarde ya. Nuestro río, el de nuestro meandro, compungido, se acaba de dar cuenta que, en su trayecto, ha sido materialmente tragado, por otro caudal mucho más grande, más fuerte y más ancho que él.
Ya no tiene tiempo de volver a su meandro, a nuestro meandro  y poder seguir pavoneándose, orgullosamente, de su majestuosidad.

Presentado al IX Concurso Literario de Relato Breve "El Laurel" 2014. Barcelona (España)

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