Un
topillo, perezoso, andaba remolón entre las suculentas plantas de un campo de
patatas, sin preocuparse demasiado si pudiera ser sorprendido por alguna
alimaña y pasar así a ser su bocado matutino.
Los
rayos tempraneros de ese sol primaveral, facilitaban la actitud perezosilla de
aquél animalito que, almacenaba en sus mofletes, todo lo que sus afilados
dientes podían roer.
Recostado,
casi tumbado entre la matas, acunado por el suave movimiento de sus carrillos
al ir masticando, poco a poco, lo engullido, a duras penas conseguía mantener
abiertos sus diminutos y vivaces ojillos.
Se
encontraba a punto de dormirse cuando, de pronto, un fuerte choro de agua,
tremendamente fría, le despertó de golpe. Era un aspersor que se acaba de poner
en funcionamiento. Calado y asustado sin saber lo que ocurría, pues todavía se
encontraba aturdido y desorientado, empezó a correr sin meta fija; y sólo las
grandes dotes de atleta que poseía, evitaron que, varias veces, su cabeza se
quebrara contra alguna piedra o tallo correoso de los que, en su alocada
estampida, se encontraba en su camino.
No
supo cuánto tiempo estuvo corriendo, pero sí sintió la necesidad de parar
cuando el toc.. toc... de su corazoncito se hizo más y más fuerte en sus oídos.
Y
paró. Paró él, que su diminuto corazón
tardó lo suyo en recuperar la normalidad.
No
sabía dónde estaba ¿Cuánto habría corrido? No le resultaba familiar nada de lo
que tenía alrededor. Era casi de noche, pero se veía. Un candil iluminaba con
su luz tenue, lo suficiente, para contemplar el panorama que tenía delante.
Había,
frente a él, una montaña gigante, casi infinita, de heno que, escalándola,
le permitió acceder a una sólida
estructura de madera mucho más arriba. Por encima de ella, divisó varios nidos
de golondrina, cuyos padres le miraban con rostros amenazantes que decían: ¡No
te acerques!
Descubrió,
también un nido más grande y un cuco guardián con cara de pocos amigos.
Había
además, sobre una larga y polvorienta estantería, diferentes cacharros viejos
de cocina, de barro y casi todos rotos, entre los que se adivinaba, más que
ver, diminutos ojitos que le miraban con atención. Eran de sus primos los
ratones de campo, no les tenía por qué tener miedo, pero por si acaso, decidió
no intentar pasar la noche entre ellos.
A
lo que sí tenía miedo, por su mal genio, era a sus parientes más grandes, las
parduzcas ratas. Divisó una a lo lejos y fue
más que suficiente para que todos los pelos de su cuerpo se pusieran de
punta.
La
noche entraba y urgía encontrar un lugar de cobijo lo suficientemente seguro
para dormir. Pero tenía hambre, mucha hambre.
El
banquete que, hacía ya horas, se había dado en el campo de patatas antes del
remojón, con el trajín posterior había
logrado quemar, con creces, las calorías proporcionadas por el festín. Tenía
que comer.
Husmeando
por aquí y por allá, descubrió un rastro que le condujo, directamente, a un
pequeño corral en el que dormían, sobre unos palos, un par de docenas de
gallinas.
Un
ojo amenazador se disparó como el objetivo de una cámara de fotos. Era el gallo
que mandaba en aquél gallinero. Se le quedó mirando, petrificado y esperó,
tenso, la reacción del ave.
Faltaban
pocas horas para amanecer, lo que debió de ser un argumento importante para
convencer al gallo de que era mejor aprovechar, durmiendo, el tiempo hasta que
llegara el momento de su actuación mañanera diaria; la de entonar su famoso: ¡Quiquiriquí!.
Y volvió a entornar su ojo.
Tranquilizado,
nuestro topillo, alcanzó una gran mazorca tierna de maíz y comenzó a devorarla.
Tenía cerca, además, una zanahorias y hojas dispersas de lechuga. Se puso morado
y con la barriguita a punto de reventar, buscó un lugar donde pasar lo que
quedaba de noche.
En
un rincón y enterrado por gran cantidad de paja, encontró un viejo orinal que
en su origen fue blanco y que entre la suciedad y que era de noche, al topillo
le fue imposible adivinar su color. Lo inspeccionó y una vez lo hizo, se
convenció de que entre las pajas que
había, incluso dentro del orinal, sería un buen escondite para pasar, bastante
tranquilo, una horas, al resguardo de sus posibles enemigos.
El
¡Quiquiriquí!, lo despertó con las primeras luces del día. Se desperezó e,
inmediatamente, continuó visitando las cercanías del lugar donde había pasado
la noche.
Ya
con luz, pudo ver el sitio con más detalle. No sólo había ese gallinero; otro, de parecidas características, estaba
habitado por pavos con el moco colgando y media docena de ocas moviéndose, en
formación, al unísono.
Más
allá, en un cercado, descubrió un gran barrizal en el que unos cerdos, pesados
y sucios, se revolcaban felices acrecentando su suciedad; mientras, en un
rincón, mamá cerdita alimentaba a sus doce lechones con gran paciencia.
Siguiendo
un trecho, en otro cercado, se dio de
bruces contra un hocico que intentaba comer algo de la poca hierba que, del
antiguo suelo, quedaba; era una oveja. Se encaramó sobre el mago de un
rastrillo que se apoyaba sobre uno de los tablones que componían el cercado y
contó, bueno, lo intentó, un buen número de esos animales, blancos, como de
algodón.
En
una cuadra de proporciones mucho más grandes que las anteriores, pudo
distinguir un buen número de vacas, perfectamente alineadas y a las cuales, un
humano, iba ordeñándolas, una por una, sentado en un pequeño banquetín. A su
lado, un gran perro mastín, canela y blanco, dormitaba junto al granjero. Lanzó
una mosca por el aire con un rápido movimiento de una de sus orejotas y
bostezó, larga y perezosamente. Abrió los ojos, contempló al topillo
brevemente, medio escondido entre unos leños y volvió a desplomarse pesadamente
junto a su amo.
Intentando
que sus movimientos atrajeran hacia él la menor atención posible, atravesó el
largo pasillo de las vacas. La luz, al salir al exterior, cegó sus ojillos,
dejándole unos segundos aturdido.
Cuando
por fin logró ver, se encontró con que a
unos diez metros de distancia, un imponente gato, atigrado, le observaba con
atención, relamiéndose de lo que, sin duda, imaginaba que iba a ser su
desayuno.
No
lo pensó y se lanzó a correr y correr por donde sus patitas le llevaban; pues
era incapaz de pensar otro plan de fuga que no fuera el de seguir corriendo,
para escapar de aquél animal que, elegante y elásticamente, corría tras él.
Daba
vueltas y revueltas; entraba por pequeños agujeros por los que, escasamente,
cabía su diminuto cuerpo; subía a sitios empinadísimos; se escondía entre
hierbas o entre los innumerables cacharros desvencijados y esparcidos por aquél
lugar. Daba lo mismo; a unos metros de él, siempre, de reojo, divisaba la
silueta de su enemigo detrás.
Estaba
ya al borde de rendirse, cuando por un insignificante resquicio entre unas
tablas, se introdujo en un lugar, bastante oscuro, y su cuerpo, en plena carrera
y sin luz, se estrelló contra una mole inmensa de carne que se encontraba
tendida entre las pajas.
Se
recuperó y comprobó, no sin trabajo, que el elemento contra el que se había
chocado tan estrepitosamente, le miraba con ojos de condescendencia mientras
rumiaba un ramillete de alfalfa. Naturalmente, era un caballo.
Notando
el robusto animal el espanto que se dibujaba en los ojos del topillo, así como las palpitaciones que emanaban de su
cuerpecito, inmediatamente se hizo cargo de la situación y más cuando, por una
de las ventanas de su aposento, distinguió la inconfundible figura de un gato
que acechaba al topillo.
Con
un ligero e inteligente movimiento de cabeza, el bondadoso animal, invitó al
topillo a resguardarse bajo el calor de su propio vientre, con lo que, a la
vez, servía de mensaje al felino para que abandonara su presa, pues estaba
protegida.
El
gato, caracterizado por su inteligencia y no dispuesto a pelear con semejante
mastodonte, de un salto, abandonó su atalaya hacia el exterior.
Nuestro
querido topillo, aún permaneció un buen
rato al abrigo del calor de su protector, recuperándose del susto y retozando.
Acabó por dormirse.
Cuando
se despertó, el caballo ya no estaba allí. Con mucho cuidado, se había
levantado y ahora pastaba en un prado cercano. Se acercó hasta él y le dio las
gracias por su gesto.
Empezó
a caminar hacia donde un agudo sentido de la orientación le decía que tenía que
ir. No reconocía, todavía, el lugar en el que se encontraba; pero algo, dentro
de él, le indicaba el camino.
Tras
varias horas de marcha, recorridas en tensión, pues había que prevenirse de
enemigos potenciales que le rodeaban, comenzó a sentir que sus tripas le rugían
insistentemente; signo evidente de tener hambre.
Siguió
otro trecho y tras atravesar una pequeña vaguada, tras un recodo en el sendero,
descubrió, con grandísima alegría, que había vuelto a su querido campo de
patatas, a su casa.
Loco
por la alegría de su vuelta, empezó a roer todo lo que se le ponía a tiro de
sus pequeños pero afilados incisivos. Y comió, comió y comió. Tanto que no
podía más. Se echó, todo lo largo que era, entre unas matas para protegerse y
se durmió.
Soñó,
intranquilo, que una gran masa de agua le zarandeaba y arrastraba entre raíces
y tallos enmarañados por la tromba de agua y se despertó.
Atónito,
nuestro topillo, descubrió que lo que él creía que soñaba, estaba pasando
realmente. Otra vez, el aspersor, le había jugado una mala pasada.
Ahora
no corrió ni se asustó. Calado hasta los huesos, trepó por el tronco de un
manzano y mientras se secaba al sol, se prometió, a sí mismo, no volverse a
dormir sin haber comprobado, antes, si había o no aspersores a su alrededor.
De
esta manera, queridos niños, es posible sacar la moraleja de que no sólo es el
hombre el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra.
Y
colorín, colorado...
Presentado al VII
Concurso de Cuentos Infantiles "Félix Pardo". Villaviciosa, Asturias, 2014.
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