jueves, 29 de mayo de 2014

El topillo


Un topillo, perezoso, andaba remolón entre las suculentas plantas de un campo de patatas, sin preocuparse demasiado si pudiera ser sorprendido por alguna alimaña y pasar así a ser su bocado matutino.

Los rayos tempraneros de ese sol primaveral, facilitaban la actitud perezosilla de aquél animalito que, almacenaba en sus mofletes, todo lo que sus afilados dientes podían roer.

Recostado, casi tumbado entre la matas, acunado por el suave movimiento de sus carrillos al ir masticando, poco a poco, lo engullido, a duras penas conseguía mantener abiertos sus diminutos y vivaces ojillos.

Se encontraba a punto de dormirse cuando, de pronto, un fuerte choro de agua, tremendamente fría, le despertó de golpe. Era un aspersor que se acaba de poner en funcionamiento. Calado y asustado sin saber lo que ocurría, pues todavía se encontraba aturdido y desorientado, empezó a correr sin meta fija; y sólo las grandes dotes de atleta que poseía, evitaron que, varias veces, su cabeza se quebrara contra alguna piedra o tallo correoso de los que, en su alocada estampida, se encontraba en su camino.

No supo cuánto tiempo estuvo corriendo, pero sí sintió la necesidad de parar cuando el toc.. toc... de su corazoncito se hizo más y más fuerte en sus oídos.

Y paró. Paró él,  que su diminuto corazón tardó lo suyo en recuperar la normalidad.

No sabía dónde estaba ¿Cuánto habría corrido? No le resultaba familiar nada de lo que tenía alrededor. Era casi de noche, pero se veía. Un candil iluminaba con su luz tenue, lo suficiente, para contemplar el panorama que tenía delante.

Había, frente a él, una montaña gigante, casi infinita, de heno que, escalándola, le  permitió acceder a una sólida estructura de madera mucho más arriba. Por encima de ella, divisó varios nidos de golondrina, cuyos padres le miraban con rostros amenazantes que decían: ¡No te acerques!
Descubrió, también un nido más grande y un cuco guardián con cara de pocos amigos.

Había además, sobre una larga y polvorienta estantería, diferentes cacharros viejos de cocina, de barro y casi todos rotos, entre los que se adivinaba, más que ver, diminutos ojitos que le miraban con atención. Eran de sus primos los ratones de campo, no les tenía por qué tener miedo, pero por si acaso, decidió no intentar pasar la noche entre ellos.

A lo que sí tenía miedo, por su mal genio, era a sus parientes más grandes, las parduzcas ratas. Divisó una a lo lejos y fue  más que suficiente para que todos los pelos de su cuerpo se pusieran de punta.

La noche entraba y urgía encontrar un lugar de cobijo lo suficientemente seguro para dormir. Pero tenía hambre, mucha hambre.

El banquete que, hacía ya horas, se había dado en el campo de patatas antes del remojón,  con el trajín posterior había logrado quemar, con creces, las calorías proporcionadas por el festín. Tenía que comer.

Husmeando por aquí y por allá, descubrió un rastro que le condujo, directamente, a un pequeño corral en el que dormían, sobre unos palos, un par de docenas de gallinas.

Un ojo amenazador se disparó como el objetivo de una cámara de fotos. Era el gallo que mandaba en aquél gallinero. Se le quedó mirando, petrificado y esperó, tenso, la reacción del ave.

Faltaban pocas horas para amanecer, lo que debió de ser un argumento importante para convencer al gallo de que era mejor aprovechar, durmiendo, el tiempo hasta que llegara el momento de su actuación mañanera diaria; la de entonar su famoso: ¡Quiquiriquí!. Y volvió a entornar su ojo.

Tranquilizado, nuestro topillo, alcanzó una gran mazorca tierna de maíz y comenzó a devorarla. Tenía cerca, además, una zanahorias y hojas dispersas de lechuga. Se puso morado y con la barriguita a punto de reventar, buscó un lugar donde pasar lo que quedaba de noche.

En un rincón y enterrado por gran cantidad de paja, encontró un viejo orinal que en su origen fue blanco y que entre la suciedad y que era de noche, al topillo le fue imposible adivinar su color. Lo inspeccionó y una vez lo hizo, se convenció de que  entre las pajas que había, incluso dentro del orinal, sería un buen escondite para pasar, bastante tranquilo, una horas, al resguardo de sus posibles enemigos.

El ¡Quiquiriquí!, lo despertó con las primeras luces del día. Se desperezó e, inmediatamente, continuó visitando las cercanías del lugar donde había pasado la noche.

Ya con luz, pudo ver el sitio con más detalle. No sólo había ese gallinero;  otro, de parecidas características, estaba habitado por pavos con el moco colgando y media docena de ocas moviéndose, en formación, al unísono.

Más allá, en un cercado, descubrió un gran barrizal en el que unos cerdos, pesados y sucios, se revolcaban felices acrecentando su suciedad; mientras, en un rincón, mamá cerdita alimentaba a sus doce lechones con gran paciencia.

Siguiendo un trecho, en otro cercado,  se dio de bruces contra un hocico que intentaba comer algo de la poca hierba que, del antiguo suelo, quedaba; era una oveja. Se encaramó sobre el mago de un rastrillo que se apoyaba sobre uno de los tablones que componían el cercado y contó, bueno, lo intentó, un buen número de esos animales, blancos, como de algodón.

En una cuadra de proporciones mucho más grandes que las anteriores, pudo distinguir un buen número de vacas, perfectamente alineadas y a las cuales, un humano, iba ordeñándolas, una por una, sentado en un pequeño banquetín. A su lado, un gran perro mastín, canela y blanco, dormitaba junto al granjero. Lanzó una mosca por el aire con un rápido movimiento de una de sus orejotas y bostezó, larga y perezosamente. Abrió los ojos, contempló al topillo brevemente, medio escondido entre unos leños y volvió a desplomarse pesadamente junto a su amo.

Intentando que sus movimientos atrajeran hacia él la menor atención posible, atravesó el largo pasillo de las vacas. La luz, al salir al exterior, cegó sus ojillos, dejándole unos segundos aturdido.

Cuando por fin logró ver,  se encontró con que a unos diez metros de distancia, un imponente gato, atigrado, le observaba con atención, relamiéndose de lo que, sin duda, imaginaba que iba a ser su desayuno.

No lo pensó y se lanzó a correr y correr por donde sus patitas le llevaban; pues era incapaz de pensar otro plan de fuga que no fuera el de seguir corriendo, para escapar de aquél animal que, elegante y elásticamente, corría tras él.
Daba vueltas y revueltas; entraba por pequeños agujeros por los que, escasamente, cabía su diminuto cuerpo; subía a sitios empinadísimos; se escondía entre hierbas o entre los innumerables cacharros desvencijados y esparcidos por aquél lugar. Daba lo mismo; a unos metros de él, siempre, de reojo, divisaba la silueta de su enemigo detrás.

Estaba ya al borde de rendirse, cuando por un insignificante resquicio entre unas tablas, se introdujo en un lugar, bastante oscuro, y su cuerpo, en plena carrera y sin luz, se estrelló contra una mole inmensa de carne que se encontraba tendida entre las pajas.

Se recuperó y comprobó, no sin trabajo, que el elemento contra el que se había chocado tan estrepitosamente, le miraba con ojos de condescendencia mientras rumiaba un ramillete de alfalfa. Naturalmente, era un caballo.

Notando el robusto animal el espanto que se dibujaba en los ojos del topillo,  así como las palpitaciones que emanaban de su cuerpecito, inmediatamente se hizo cargo de la situación y más cuando, por una de las ventanas de su aposento, distinguió la inconfundible figura de un gato que acechaba al topillo.

Con un ligero e inteligente movimiento de cabeza, el bondadoso animal, invitó al topillo a resguardarse bajo el calor de su propio vientre, con lo que, a la vez, servía de mensaje al felino para que abandonara su presa, pues estaba protegida.

El gato, caracterizado por su inteligencia y no dispuesto a pelear con semejante mastodonte, de un salto, abandonó su atalaya hacia el exterior.
Nuestro querido topillo,  aún permaneció un buen rato al abrigo del calor de su protector, recuperándose del susto y retozando. Acabó por dormirse.
Cuando se despertó, el caballo ya no estaba allí. Con mucho cuidado, se había levantado y ahora pastaba en un prado cercano. Se acercó hasta él y le dio las gracias por su gesto.

Empezó a caminar hacia donde un agudo sentido de la orientación le decía que tenía que ir. No reconocía, todavía, el lugar en el que se encontraba; pero algo, dentro de él, le indicaba el camino.

Tras varias horas de marcha, recorridas en tensión, pues había que prevenirse de enemigos potenciales que le rodeaban, comenzó a sentir que sus tripas le rugían insistentemente; signo evidente de tener hambre.

Siguió otro trecho y tras atravesar una pequeña vaguada, tras un recodo en el sendero, descubrió, con grandísima alegría, que había vuelto a su querido campo de patatas, a su casa.
Loco por la alegría de su vuelta, empezó a roer todo lo que se le ponía a tiro de sus pequeños pero afilados incisivos. Y comió, comió y comió. Tanto que no podía más. Se echó, todo lo largo que era, entre unas matas para protegerse y se durmió.

Soñó, intranquilo, que una gran masa de agua le zarandeaba y arrastraba entre raíces y tallos enmarañados por la tromba de agua y se despertó.

Atónito, nuestro topillo, descubrió que lo que él creía que soñaba, estaba pasando realmente. Otra vez, el aspersor, le había jugado una mala pasada.

Ahora no corrió ni se asustó. Calado hasta los huesos, trepó por el tronco de un manzano y mientras se secaba al sol, se prometió, a sí mismo, no volverse a dormir sin haber comprobado, antes, si había o no aspersores a su alrededor.

De esta manera, queridos niños, es posible sacar la moraleja de que no sólo es el hombre el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra.


Y colorín, colorado...



Presentado al VII Concurso de Cuentos Infantiles "Félix Pardo". Villaviciosa, Asturias, 2014.

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