jueves, 29 de mayo de 2014

Un día en el bosque



Dejé la carretera y diez pasos más allá, dentro ya del bosque pero prácticamente en su lindero, ya no se veía nada de ella. El mundo real, "mi" mundo real, diario, se había quedado atrás, quieto, estático. Atónito, como  el vehículo que me había llevado hasta allí ¿Les habría dejado para siempre?, se preguntaban.

Un imperceptible sendero hecho, sin duda, por alguna alimaña de las que habitaban aquél lugar, hizo de improvisado camino para mi aventura. Decidí seguirlo mientras pudiera.

El suelo carecía de hierba; era, más bien, un acolchado herbáceo formado por las matas y hierbajos que el o los animales que lo transitaban iban formando, a medida que el roce de sus cuerpos quebraba o chascaba las ramitas de las plantas de aquella vereda.

Para un ser humano resultaba muy fatigosa la tarea de desplazarse por ese lugar pues, añadida la altura, eran constantes los movimientos y posturas de mil maneras y posiciones para ir salvando las innumerable ramas que intentaban atraparme  las piernas, tronco, brazos o cabeza;  muchas de las cuales, espinosas o no, conseguían llegar a herirme con fuertes punzonazos en todo mi cuerpo.

Era, además, sinuoso; los constructores también tenían que haber ido salvando, a medida que lo formaban, troncos y raíces de árboles, helechos, rosales silvestres, etc. Esto hacía que al cuarto de hora de haber abandonado la civilización, me pareciera que, por lo menos, llevaba un par de horas batallando con el entresijo de ramas de la veredilla.

Mi cabeza me animaba diciéndome que, sin aquella vía, jamás hubiera podido penetrar en la foresta.

A medida que me adentraba más y más, los helechos cada vez eran más grandes, llegándome, muchos de ellos, a la altura de los hombros y paulatinamente, se hacía más intensa la presencia de eucaliptos, altos y con su fragancia característica. Hacía viento, pues las copas de éstos se movían, aunque bajo ellas no se notaba. Pararse era recobrar el oído perdido en el asfalto. Pero no de golpe, no. Era necesario un período de adaptación.

En un principio se oía la "nada" ¿Me habré quedado sordo?¿Cómo es posible que no oiga nada?¿Y los pájaros? ¿Dónde están?

Oía mi sordera interior: Era como si una fuerza taponara mis oídos preventivamente, como adecuándolos a los nuevos sones que podrían llegar a percibir, si les dejaba descansar un rato.

Me había llevado de la civilización una pequeña mochila en la que había metido: tres latas de carne de cerdo, unas rebanadas de pan de molde, , un pequeño termo con café solo, unos azucarillos para prevenir las posibles, casi seguras, agujetas y tres plátanos. Completaban los enseres de mi mochila una caja de cerillas, una navaja multiusos y una linterna.

Llevaba, además, colgada de una de las cinchas de mi mochila, una cantimplora de las que la base sirve de cazo para cocinar y un pequeño machete que, por precaución, colgaba de mi cinto.

Completaba mi ajuar una diminuta tienda de campaña y un saco de dormir.
Di mi primer sorbo de agua, recalentada durante el trayecto del viaje y a la que todavía no la había dado tiempo de enfriarse, aunque fuera un poco. Me daba igual, necesitaba beber, tenía sed. Descansé un buen rato. Noté mi parka de loneta, tipo militar, humedecida en su interior; me estaba cociendo, pero si me la quitaba en ese momento podía coger un fuerte catarro, lo cual era mucho peor.  Los pies también estaban recalentados. Las botas que llevaba, de media caña, no me molestaban y además, llevaba unos gruesos calcetines de lana; pero con todo y con eso, empezaban a dar signos evidentes de quemazón.

Recuperado del pequeño esfuerzo, me puse otra vez en marcha. La luz era cada vez más escasa, no porque cayera el día, pues eran las diez y media de la mañana, sino porque el follaje era cada vez más denso y los rayos del sol que se intuía, a duras penas eran capaces de atravesarla con la suficiente intensidad.

Seguí avanzando, con mucha dificultad, durante una hora y media más.

Sudaba por todos los poros de mi cuerpo. A riesgo de "coger algo", me quité la parka, la doblé y la até sobre la tienda de campaña. Bebí. El agua ya estaba relativamente fresca. Descansé un rato; el suficiente hasta que mi propia inactividad me recordó el fresco exterior; aunque era mediados de mayo, el bosque estaba húmedo y yo, además, sudaba.  Buena combinación pana ponerme malo. Reanudé la marcha, pegándome, materialmente, con la cada vez más frondosa vegetación; la aparición cada vez más frecuente, de zarzas que me laceraban manos y cara, incluso el cuerpo y las piernas, protegidas, recibieron una buena dosis de arañazos de sus espinas.

Tras una hora y media larga de seguir aquél senderillo y tras una  espesa mata, descubrí, a una veintena de pasos, , un claro en medio de aquella maraña de púas. ¡No parecía posible!.  Apareció, de pronto, frente a mí. Cuando entré en él, me pareció que no era real; que alguien lo acababa de pintar para mi...

Tendría sus cien metros de largo y una cuarenta o cincuenta de ancho. El sendero que me había llevado hasta él, moría allí; o, por lo menos, en ese momento, yo no podía ver si continuaba o no. Mi sorpresa fue en aumento cuando descubrí una pequeña laguna de unos veinte metros cuadrados, casi más un estanque, cuya superficie estaba, en gran parte, cubierta por plantas acuáticas de grandes hojas circulares que permitían  a alguna ranas disfrutar de aquél sol primaveral. El concierto que se originó: ¡chop!, ¡chop!, fue mayúsculo cuando me acerqué un poco hacia la charca.

El agua estaba fresca; no se veía el fondo, aunque sus aguas eran cristalinas. Pude distinguir varias clases de pececillos de diferentes tamaños, por lo que deduje que, probablemente, gozaría de alguna salida aquella poza. Levanté la mirada y comprobé que en el lado opuesto al que estaba yo,  un diminuto riachuelo aportaba sus aguas a la laguna y, un poco más a su derecha, más o menos formando un ángulo de 45º, se veía otro que se adentraba en el bosque y que hacía presumir que era el desagüe natural de la balsa.

En aquél idílico paraíso decidí acampar. Tiré, rápidamente, el poco de agua que me quedaba en la cantimplora y la rellené con agua fría del torrente que bajaba.

Elegí un lugar, relativamente cerca ya de la espesura, pero con unos metros de distancia y planté la tienda. El suelo estaba mullido y con una piedra rescatada del riachuelo, no resultó difícil clavar las piquetas y poner los vientos de la tienda. ¡Menos mal! ¡Se me había olvidado el martillo!.

Gracias a que tuve que buscar el martillo, descubrí, en el fondo de la mochila, un sedal con un pequeño anzuelo, del que yo no recordaba su existencia. Debería llevar allí dentro cerca de diez u once años.

El caso es que, animado por tal descubrimiento, rebusqué entre la negra y rica tierra cerca del estanque buscando lombrices; y no me costó mucho hacerme con un par de ellas.

Ensarté una minúscula parte de lombriz en el anzuelo  y me dispuse a pescar algún barbucón de los que veía  deambular por la charca.

La espera se hizo larga, por lo menos habían pasado veinte minutos y mi paciencia comenzaba a estar en su límite, cuando sentí un primer tirón en mi improvisada caña, un vulgar palo, más o menor recto al que había atado la mitad del sedal, y  a continuación, el tirón fuerte, inequívoco, de que algo había picado.

Alcé la caña y un pececillo de unos diez centímetros, pataleaba por desasirse de aquella trampa. Lo desenganché y maté de una pequeña toba al animalito; no hay por qué hacerlos sufrir más. Repetí la operación de la pesca  y esta vez, en tres minutos tenía el segundo trofeo sobre la hierba de la orilla. Era suficiente.

Recogí dos varillas de unas plantas de la familia de los juncos que crecían entre los ramales de entrada y salida de aguas y, con paciencia, los ensarté, de uno en uno, en cada varilla.

Seleccioné varias piedra y formé con ella un círculo; busqué ramas lo más secas posibles, tarea que resultó ardua dadas las condiciones climatológicas del entorno y, como cama para la hoguera, a falta de papel, puse unos montoncitos de hojas, también por supuesto, lo más secas posibles. Gasté tres o cuatro cerillas, hasta conseguir hacer una fogata.

De la poza corté y saqué un par de hojas de las plantas acuáticas, no muy grandes, y en ellas envolví, con esmero, mis peces; cuando los palos que había quemado eran casi carbón, puse sobre ellos los pececillos para que se asaran protegidos por su envoltura.

Abrí también una de las latas de carne y la acerqué al fuego para que fuera cogiendo algo de calor. Diez minutos más tarde, me encontraba saboreando la carne y los dos peces que estaban o así me lo parecía a mí, deliciosos. Me quedaba café; eché como una tacita en el vaso metálico de la cantimplora y lo puse al fuego; poco tiempo, no me gusta el café hirviendo. Lo saboreé; sólo, amargo, sin azúcar....y en aquél enclave.

Me quedé dormido. Había pasado mucho tiempo cuando desperté. No había casi luz. ¡Eran las ocho de la tarde!. El cansancio acumulado por el trasiego apartando ramas y evitando arañazos, había hecho estragos en mi cuerpo, acostumbrado a moverse pero en un medio muy distinto: casi siempre en coche, oficina, vuelta a casa, ordenador o televisión...

El fuego no existía. saqué la linterna con la intención de volver a buscar material para rehacer la hoguera, pero, de inmediato, desistí. Me encontraba cansado. Cenaría otra lata de carne y uno de los plátanos que empezaba a estar demasiado maduro.

No sé cuándo me di cuenta, pero lo sentí... oía... escuchaba... ya no tenía aquél tapón que me impedía percibir sonidos cuando entré en el bosque;  ahora distinguía, fácilmente, la polifonía que formaban las ranas, en el estanque, al croar; el insignificante canturreo del agua del arroyo al resbalar  hacia la charca; el sonido de los  árboles al pasar el viento entre ellos; al cuco desde su atalaya anunciando el ocaso; al búho, advirtiendo con su lúgubre canto, que él es el rey de la noche;  a los polluelos, en sus nidos, de las diferentes especies de aves habitantes del claro, apagándose, poco a poco, a medida que sus padre, con gran celo, les llenaban sus buches.

Cayó, definitivamente, la noche. No me di cuenta, embelesado como estaba, al redescubrir aquellos sones tan lejanos en el tiempo y que me transportaban, como máquina del tiempo, a mi niñez.

Casi a tientas, entré en la tienda y me metí en el saco de dormir. Tardé mucho en dormirme; mis sentidos intentaban identificar cualquier ruido que se producía en la noche. ¡Habían despertado!. Llegué, incluso, a presentir que alguna alimaña olisqueaba alrededor de mi aposento. Cierto escalofrío recorrió, por un momento, mi espalda.

Me dormí como un bendito, mientras intentaba retener en mi memoria, todo aquél acumulo de sensaciones recibidas...


Volver a casa... ya volvería... mañana... mañana... será otro día.


Presentado al VI Certamen de Relatos Cortos “María Teresa Rodríguez”.Sevilla, 2014.

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