domingo, 3 de agosto de 2014

Mis primeros veraneos



Se llegaba al lugar escogido desde siempre para pasar el verano, por una angosta carretera con muchas curvas y con muchos mareos en el cuerpo; pues, en aquélla época, para cubrir doscientos cincuenta kilómetros, salíamos desde nuestra ciudad de origen a las ocho de la mañana y llegábamos a destino a eso de las ocho de la tarde; siempre y cuando que no se hubieran producido los habituales percances digestivos, muy comunes, o en el ámbito del tráfico, los accidentes que, aunque no se había producido todavía el gran pelotazo de "todo el mundo coche", y circulaban más bien pocos, las carreteras eran bastante estrechas e inseguras, sobre todo, por zonas entre cañones y desfiladeros como eran las que atravesaban la cordillera cantábrica.

En ese tiempo veranear era primero un lujo y luego...como un traslado de vivienda... la furgoneta que nos dejaban, una DKW, parecía enteramente la versión modernizada de los carromatos zíngaros. Mi madre se empeñaba en repetir, una y otra vez, "que podía hacer frío" o "que llovía mucho", argumentos más que de peso, por lo que terminaba por cambiar lo que habitualmente moraba en los armarios a baúles y, claro, aquello no parecía tener fin.

La cara de mi padre, ese día, se avinagraba por momentos. En cambio, la de mi madre reflejaba la de la persona encantada de huir del tórrido verano castellano en la ciudad y de el ama de casa acostumbrada a no dejar nada sin atar; con lo que, como se la iban ocurriendo otras posibles eventualidades veraniegas, lo solucionaba metiendo más y más enseres en esos baúles donde la propia física ya negaba el espacio.

Así lográbamos partir con hora y media de retraso, más o menos, sobre lo que mi pobre padre había calculado. Lo que hoy es un paseo militar, entonces suponía una pequeña gesta. llegar a Palencia.

El caso es que llegar, llegábamos pero con algo más que incipientes revoltijos de tripas. Mi madre, erre que erre, diagnosticaba el trance con un lapidario: "eso es porque no habéis desayunado bien".

Y, naturalmente, volvíamos a hacerlo. Eran famosos sus buñuelos de viento, amén de que a mi madre le encantaban y que, en honor a la verdad, estarían deliciosos fuera de aquellas condiciones orgánicas. Nada más pasar la ciudad y en la falda de su Cristo del Otero, se abría el rudimentario termo de café con leche y se nos endilgaba el cafetito con aquellos manjares.
Al cabo de un rato en el que se consideraba que "se había asentado el estómago", partíamos, de nuevo, hacia nuestro ansiado lugar de vacaciones, vacaciones largas... había años de más de un mes.

Transcurrido un trecho del camino, no mucho para lo largo del trayecto y a la altura de Herrera de Pisuerga, existía una preciosa y refrescante chopera de álamos, hoy reducida  por su mal uso y prohibido su acceso para poder conservar lo poco que queda de ella, donde, a mi padre, muy cafetero él, le gustaba tomarse uno "solo", mientras estiraba las piernas por aquel paraje, francamente bonito.

Era el momento para que los niños y no tan niños hicieran los "pises" de rigor. Pero ahí no acababa la cosa, no; de hecho seguía empeorando. Según la obsesiva planificación de mi progenitora, en ese instante tocaba almorzar... un tentempié para seguir el camino. Faltaban tantas horas para comer que había que mantener "asentadito" el estómago. Y así se hacía. Un bocadillito de tortilla de patatas. Nos sabía a gloria, gloria que nos iba a abandonar a medida que, una vez reanudada la marcha, comenzábamos a ascender el, entonces complicado, Puerto de Pozazal; hoy, en cambio, no pasa de ser una mera tachuela en el camino.

Y allá, por Mataporquera, las tripas se quejaban, una y otra vez, de las vueltas y revueltas de la sinuosa carretera y, no pudiendo más, a alguno le daba por echar hacia afuera, aquello que se había introducido antes, casi de manera antinatural, hacia adentro.

La cosa tomaba mal cariz; el principio de vasos comunicantes se hacía palpable; enseguida había tres o cuatro cuerpecitos agachados en el estrecho margen de la carretera devolviendo, con creces, lo que antes se les había suministrado. Incluso uno o dos cuerpos de mayores terminaban por sumarse al concierto infantil. Y aún estábamos en el Pozazal. No quedaba nada para llegar hasta el mar...

Abandonábamos las tierras palentinas que no las de Castilla, pues entonces "Santander era el balcón de Castilla" y  entrábamos en la provincia cántabra, donde nos esperaban sus "entrañables"  hoces magníficamente entrelazadas con el río Besaya.
Estaban divididas en dos tramos; parecía como si a alguien se le hubiera ocurrido pensar, al diseñar su trazado, en mi familia. Primero una buena tanda de curvas y "requetecurvas" en las que era casi tradición que, en alguna de ellas, la lechera de plástico verde que mi madre, previsora, llevaba por si "no había leche... en Cantabria", cuando llegáramos, solía decidir caerse encima, casi siempre de mi hermana; lo que obligaba, forzosamente a hacer un nuevo alto en el camino para secar y limpiar a la criaturita.

Recuerdo un año con especial énfasis; aquél en  el que a la pobrecita niña, se le vino encima la susodicha y longeva lechera verde y, tras parar el vehículo y con cierta urgencia por limpiarse, la niña saltó hacia la verde cuneta y cayóse. Cayóse, para colmo de sus desdichas en una inmensa plasta o boñiga que alguna "vacuca" del lugar había decidido dejar allí de recuerdo.

Mi pobre hermana sucumbió del todo. No tenía consuelo. Hubo que desmantelar media furgoneta, bajar baúles y cambiarla completamente de ropas, previo, como se pudo, un lavado de pies a cabeza.Más o menos recompuesta y aseada, mi madre la roció con su eterna colonia para "refrescarla".

Volvíamos al viaje y una vez pasado ese área de descanso después de la primera tanda de curvas aludidas, comenzaba el verdadero desfiladero del Besaya. El coche iba con las ventanillas subidas, pues entonces el tiempo era el tiempo, el de siempre, y en esa zona siempre hacía fresco. O eso era, al menos, lo que nos decían. Pero dentro iban seis o siete personas con todo su calor humano y a la criatura todavía le quedaban reminiscencias olorosas mezcladas, del infausto y doble accidente anterior; con lo que los efluvios que manaban en el habitáculo móvil, eran mareantes.

Así las cosas, mi padre, en plenos acantilados, decidía parar  "estirar las piernas", aunque conscientemente, se dejaba el vehículo abierto de par en par para que se aireara. Mi madre, organizada por naturaleza y casi como el cabo furriel de aquellas "milis", improvisaba rápidamente y decidía que había llegado el momento de comer.

Y allí comíamos. Conseguíamos pasar así, con el estómago asentado, el segundo tramo de curvas que terminaban de atravesar, amparadas por el valle, las últimas estribaciones de la cornisa cantábrica.

Pasar Torrelavega era la última gesta a realizar en tan largo trayecto. Había un cruce... y un guardia... siempre el mismo; y llegáramos cuando llegáramos al susodicho cruce, al gendarme le daba la gana dar paso a los vehículos que no llevaban nuestra misma
dirección. Recuerdo años de tres cuartos de hora de parón. La verdad es que se formaba un atasco mayúsculo, a todas luces sobrepasando, en mucho, el celo profesional y la disposición de aquél funcionario local.

Una vez dejada atrás Torrelavega y con el camino hasta el punto de destino expedito, se presentaba la última gran disyuntiva de la jornada. Había que dilucidar si se tomaba el camino de la costa, por Santillana del Mar, bellísimo por sus vistas pero bastante sinuoso o continuar hasta Cabezón de la Sal, por el camino interior y luego desviarnos hacia nuestro destino final  ya a tan sólo once kilómetros.

Al final, optáramos por el recorrido que fuera, alguien terminaba mareándose para, de esa manera, no dejar tramo en el viaje tranquilo.

Cuando divisábamos la Universidad Pontificia, el "Seminario" como popularmente se le conocía, que por su altitud era lo primero que se divisaba por ambos caminos, significaba estar ya en casa, y, a mi madre, bien fuera por la emoción o por el viajecito que le habíamos dado, siempre se la escapaban un par de lágrimas.


Presentado al VIII Premio "Luis Adaro" de Relato Corto. 2014.

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