Se
llegaba al lugar escogido desde siempre para pasar el verano, por una angosta
carretera con muchas curvas y con muchos mareos en el cuerpo; pues, en aquélla
época, para cubrir doscientos cincuenta kilómetros, salíamos desde nuestra
ciudad de origen a las ocho de la mañana y llegábamos a destino a eso de las
ocho de la tarde; siempre y cuando que no se hubieran producido los habituales
percances digestivos, muy comunes, o en el ámbito del tráfico, los accidentes
que, aunque no se había producido todavía el gran pelotazo de "todo el
mundo coche", y circulaban más bien pocos, las carreteras eran bastante
estrechas e inseguras, sobre todo, por zonas entre cañones y desfiladeros como
eran las que atravesaban la cordillera cantábrica.
En
ese tiempo veranear era primero un lujo y luego...como un traslado de
vivienda... la furgoneta que nos dejaban, una DKW, parecía enteramente la
versión modernizada de los carromatos zíngaros. Mi madre se empeñaba en
repetir, una y otra vez, "que podía hacer frío" o "que llovía
mucho", argumentos más que de peso, por lo que terminaba por cambiar lo
que habitualmente moraba en los armarios a baúles y, claro, aquello no parecía
tener fin.
La
cara de mi padre, ese día, se avinagraba por momentos. En cambio, la de mi
madre reflejaba la de la persona encantada de huir del tórrido verano
castellano en la ciudad y de el ama de casa acostumbrada a no dejar nada sin
atar; con lo que, como se la iban ocurriendo otras posibles eventualidades
veraniegas, lo solucionaba metiendo más y más enseres en esos baúles donde la
propia física ya negaba el espacio.
Así
lográbamos partir con hora y media de retraso, más o menos, sobre lo que mi
pobre padre había calculado. Lo que hoy es un paseo militar, entonces suponía
una pequeña gesta. llegar a Palencia.
El
caso es que llegar, llegábamos pero con algo más que incipientes revoltijos de
tripas. Mi madre, erre que erre, diagnosticaba el trance con un lapidario:
"eso es porque no habéis desayunado bien".
Y,
naturalmente, volvíamos a hacerlo. Eran famosos sus buñuelos de viento, amén de
que a mi madre le encantaban y que, en honor a la verdad, estarían deliciosos
fuera de aquellas condiciones orgánicas. Nada más pasar la ciudad y en la falda
de su Cristo del Otero, se abría el rudimentario termo de café con leche y se
nos endilgaba el cafetito con aquellos manjares.
Al
cabo de un rato en el que se consideraba que "se había asentado el
estómago", partíamos, de nuevo, hacia nuestro ansiado lugar de vacaciones,
vacaciones largas... había años de más de un mes.
Transcurrido un trecho del camino, no mucho
para lo largo del trayecto y a la altura de Herrera de Pisuerga, existía una
preciosa y refrescante chopera de álamos, hoy reducida por su mal uso y prohibido su acceso para
poder conservar lo poco que queda de ella, donde, a mi padre, muy cafetero él,
le gustaba tomarse uno "solo", mientras estiraba las piernas por
aquel paraje, francamente bonito.
Era
el momento para que los niños y no tan niños hicieran los "pises" de
rigor. Pero ahí no acababa la cosa, no; de hecho seguía empeorando. Según la
obsesiva planificación de mi progenitora, en ese instante tocaba almorzar... un
tentempié para seguir el camino. Faltaban tantas horas para comer que había que
mantener "asentadito" el estómago. Y así se hacía. Un bocadillito de
tortilla de patatas. Nos sabía a gloria, gloria que nos iba a abandonar a
medida que, una vez reanudada la marcha, comenzábamos a ascender el, entonces
complicado, Puerto de Pozazal; hoy, en cambio, no pasa de ser una mera tachuela
en el camino.
Y
allá, por Mataporquera, las tripas se quejaban, una y otra vez, de las vueltas
y revueltas de la sinuosa carretera y, no pudiendo más, a alguno le daba por
echar hacia afuera, aquello que se había introducido antes, casi de manera
antinatural, hacia adentro.
La
cosa tomaba mal cariz; el principio de vasos comunicantes se hacía palpable;
enseguida había tres o cuatro cuerpecitos agachados en el estrecho margen de la
carretera devolviendo, con creces, lo que antes se les había suministrado.
Incluso uno o dos cuerpos de mayores terminaban por sumarse al concierto
infantil. Y aún estábamos en el Pozazal. No quedaba nada para llegar hasta el
mar...
Abandonábamos
las tierras palentinas que no las de Castilla, pues entonces "Santander
era el balcón de Castilla" y
entrábamos en la provincia cántabra, donde nos esperaban sus
"entrañables" hoces
magníficamente entrelazadas con el río Besaya.
Estaban
divididas en dos tramos; parecía como si a alguien se le hubiera ocurrido
pensar, al diseñar su trazado, en mi familia. Primero una buena tanda de curvas
y "requetecurvas" en las que era casi tradición que, en alguna de
ellas, la lechera de plástico verde que mi madre, previsora, llevaba por si
"no había leche... en Cantabria", cuando llegáramos, solía decidir
caerse encima, casi siempre de mi hermana; lo que obligaba, forzosamente a
hacer un nuevo alto en el camino para secar y limpiar a la criaturita.
Recuerdo
un año con especial énfasis; aquél en el
que a la pobrecita niña, se le vino encima la susodicha y longeva lechera verde
y, tras parar el vehículo y con cierta urgencia por limpiarse, la niña saltó
hacia la verde cuneta y cayóse. Cayóse, para colmo de sus desdichas en una
inmensa plasta o boñiga que alguna "vacuca" del lugar había decidido
dejar allí de recuerdo.
Mi
pobre hermana sucumbió del todo. No tenía consuelo. Hubo que desmantelar media
furgoneta, bajar baúles y cambiarla completamente de ropas, previo, como se
pudo, un lavado de pies a cabeza.Más o menos recompuesta y aseada, mi madre la
roció con su eterna colonia para "refrescarla".
Volvíamos
al viaje y una vez pasado ese área de descanso después de la primera tanda de
curvas aludidas, comenzaba el verdadero desfiladero del Besaya. El coche iba
con las ventanillas subidas, pues entonces el tiempo era el tiempo, el de
siempre, y en esa zona siempre hacía fresco. O eso era, al menos, lo que nos
decían. Pero dentro iban seis o siete personas con todo su calor humano y a la
criatura todavía le quedaban reminiscencias olorosas mezcladas, del infausto y
doble accidente anterior; con lo que los efluvios que manaban en el habitáculo
móvil, eran mareantes.
Así
las cosas, mi padre, en plenos acantilados, decidía parar "estirar las piernas", aunque
conscientemente, se dejaba el vehículo abierto de par en par para que se
aireara. Mi madre, organizada por naturaleza y casi como el cabo furriel de
aquellas "milis", improvisaba rápidamente y decidía que había llegado
el momento de comer.
Y
allí comíamos. Conseguíamos pasar así, con el estómago asentado, el segundo
tramo de curvas que terminaban de atravesar, amparadas por el valle, las
últimas estribaciones de la cornisa cantábrica.
Pasar
Torrelavega era la última gesta a realizar en tan largo trayecto. Había un
cruce... y un guardia... siempre el mismo; y llegáramos cuando llegáramos al
susodicho cruce, al gendarme le daba la gana dar paso a los vehículos que no
llevaban nuestra misma
dirección.
Recuerdo años de tres cuartos de hora de parón. La verdad es que se formaba un
atasco mayúsculo, a todas luces sobrepasando, en mucho, el celo profesional y
la disposición de aquél funcionario local.
Una
vez dejada atrás Torrelavega y con el camino hasta el punto de destino
expedito, se presentaba la última gran disyuntiva de la jornada. Había que
dilucidar si se tomaba el camino de la costa, por Santillana del Mar, bellísimo
por sus vistas pero bastante sinuoso o continuar hasta Cabezón de la Sal, por
el camino interior y luego desviarnos hacia nuestro destino final ya a tan sólo once kilómetros.
Al
final, optáramos por el recorrido que fuera, alguien terminaba mareándose para,
de esa manera, no dejar tramo en el viaje tranquilo.
Presentado al VIII Premio "Luis Adaro" de Relato Corto. 2014.
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