jueves, 17 de julio de 2014

El Caballero


Llovía intensamente; el andar cansino del jamelgo por la hambruna del camino, le hacía zarandearse en la silla de montar.

Calado hasta los huesos, cubría las últimas leguas camino de su punto de destino, en una ciudad castellana.

Paró en una Casa de Postas junto a la vía que le llevaba a la ciudad y  ya muy cercana a ella.

Prefirió  entrar a comer unas sopas de ajo, regadas con un buen "caldo" de la zona y reponer, un tanto, sus escasas fuerzas. De paso, tan necesitado como él o, incluso más, su flaco caballo podría desbrozar algunas brazadas de alfalfa con las que poder recubrir algo, la envoltura de sus huesos.

Había poca gente para comer. Mucho transeúnte suelto que se acercaba a por un cuartillo de vino y seguir con sus quehaceres diarios; jornaleros del campo o de la incipiente industria harinera.

Le sirvieron rápido y, con el calor reinante en la  fonda, tuvo que hacer grandes esfuerzos para no quedarse dormido sobre la propia banqueta en la que se sentaba. Los ronquidos de tres o cuatro comensales cerca de él, sonaban, cual canción de cuna, en su cansada cabeza.

Un par de ayudantes del alguacil de la ciudad, acababan de entrar en la posada a por su "cuota de vino reglamentaria" y   cruzaron una mirada, entre inquisitoria y hostil, con el caballero. Lo dejaron pasar;  no hacía un día como para recorrer las calles, encharcadas y llenas de barro de la ciudad, hasta el cuartelillo más próximo, con un detenido que denotaba cierto aire, en su mirada y en su porte, de poder ser de una casa noble; lo que, sin lugar a dudas, si le arrestaban les traerían problemas. Salieron, de nuevo, hacia el desapacible día.

Cuando logró desperezarse de la modorra adquirida tras la comida, salió de la fonda, se acercó al cobertizo que había servido de protección a su caballo, le acarició un par de veces y, con renovadas energías, saltó sobre su grupa, le mantuvo al paso y le condujo, otra vez , a seguir la ruta marcada.

En un movimiento reflejo, se llevó la mano al pecho, bajo la cota de malla y palpó un pequeño bulto que llevaba colgando de una fina tira de cuero. Seguía allí.

A medida que se acercaba a la villa, el trasiego de carros, dificultaba más y más su avance; teniendo que sortearlos constantemente. La larga cola era motivada porque todos los transeúntes foráneos debían de pagar por entrar en la ciudad.

Se fue acercando, lentamente hacia la entrada, sin forzar la marcha de su caballería.

Pagó su moneda en el portón y, sin prisa pero sin pausa, recorrió las calles de la ciudad casi anocheciendo y con menos luz por el cielo plomizo que no dejaba de derramar agua.

Llegó a su destino. Frente a él apareció la coqueta iglesia de pasado románico, pero que, por  seguir en construcción, empezaban ya a usarse piedras y arcos del más inicial estilo gótico: Santa María La Antigua.


Descabalgó. Ató  al caballo en una argolla clavada en un tocón para tal efecto y entró en la iglesia. Se inclinó, levemente, al cruzar frente al altar y en el otro extremo buscó, en la penumbra, la tumba que rastreaba. Su padre había fallecido mientras él guerreaba contra los moriscos y, de vuelta a casa, en el saquito que le colgaba del cuello, se encontraba el sello nobiliario familiar que, según su tradición, debía ser bendecido en la iglesia donde, desde tiempos ancestrales, se había hecho en su familia.



Presentado al II Concurso de Relatos Románico Digital. Fundación Santa María la Real. Aguilar de Campoo. (Palencia)

No hay comentarios:

Publicar un comentario