Me iba de España en aquél largo tubo de acero volador; eso
que los enamorados del aire dicen que no es "volar", sino
trasladarse. Y no les falta razón, pues no dejan de ser hoteles celestes ambulantes.
Aterricé sin aportar más a los conocimientos previos que de
él había adquirido. Un ligero recuerdo, al sobrevolar la pista de aterrizaje, a
un inmenso Nacimiento de los que se ponen en mi tierra, por el gran número de lucecitas de la noche
africana.
Nos hospedamos en un acogedor alojamiento y nos dispusimos a
descansar del largo día de esperas en aeropuertos. Había que madrugar. Una voz
desde una mezquita invitaba a la oración de la mañana a los nativos y de
despertador, con cierto tizne romántico, a los que pretendíamos visitar aquél misterioso
país.
Desaparecía el verdor al ritmo que asomaban los colores
terrosos del pre-desierto. A lo lejos, una eterna y ancha fila verde denotaba
la presencia de una gran masa de agua.
Giró la carretera noventa grados y mi corazón ciento ochenta.
Dos pétreas estatuas impidieron, a mi atolondrado organismo,
ubicarme durante un rato. Eran los Vigilantes de un antiguo templo, los Colosos
de Menón.
Para el X Concurso de Relatos
de Viajes Moleskin, 2015.
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