Giré
a mi derecha y entré en el último tramo de la calle que, sin remedio,
desembocaba en el Espolón. Era un mediodía de un tercer domingo de un mes de
diciembre de principios de los setenta. La espesa niebla ahogaba la garganta y
al propio alma que no lograba atisbar más allá de unos pocos metros. Aquél mes
de diciembre estaba resultando verdaderamente prolífico en aquellos densos
velos blanquecinos.
La persistencia de los mismos, hacía
imposible al mismísimo sol, enviar sus rayos con la suficiente intensidad
como para calentar, aunque sólo fuera
someramente, a la desprotegida ciudad.
El frío se metía hasta el mismísimo
tuétano de unos huesos que gemían implorando, a las poco eficaces prendas de
abrigo, que cumplieran con la misión para la que habían sido fabricadas.
Las sombras de los escasos
transeúntes, parecían fantasmas creados por mi propia imaginación; pero ante
las desdibujadas muecas que sus rostros dibujaban al percibir mi presencia,
comprendí que la misma sensación debían de sentir ellos respecto a mi furtiva
aparición desde la nada.
El "gps" por entonces no
comercializado, pero que desde que el mundo es mundo todos llevamos en nuestro
interior con más o menos éxito, me obligó a cruzar en una supuesta línea recta
y en diagonal la plaza. Tarea nada fácil
pues los árboles, impresionantes, y unos preciosos jardines en días de
visibilidad, ayudaban a la pegajosa bruma en su pertinaz idea de disuadirme en
mi propósito.
Esquivé, porque el destino así lo
quiso, un grueso tronco de árbol que, como por arte de magia, se interpuso
malévolamente en mi camino. Tropecé un par de veces con los bordillos de los
citados parterres del jardín y esbocé una tímida sonrisa, aunque dubitativa, al
vislumbrar a un par de metros frente a mí, la inequívoca , aunque desdibujada,
silueta de un coche parado; lo que confirmaba al mapa del terreno grabado en mi
cerebro que había llegado al lado
opuesto...de la nada.
El semáforo apenas se asemejaba a la
titilante lucecilla del Belén que mi padre se afanaba por aquellas fechas en
montar en mi casa; su casa, naturalmente.
Esta escasa iluminación, provocó que
un conductor dechado de reflejos, detuviera a tiempo su vehículo y evitara
llevarme por delante. Yo ni le había oído. Si oí, alto y claro, la enumeración
de mis parientes de los que el buen hombre se acordó una vez sobrepuesto del
susto.
La cosa cambió un tanto cuando llegué
a la otra acera; allí había un tramo de
soportales que con una relativa eficacia, intentaban mantener un poco a raya a
la niebla. Lo conseguían a medias.
Bajé por una estrecha calle en la que
se encendía y apagaba un hermoso helado de neones multicolores que no hizo sino
agudizar más la sensación de frío que atiborraba mi cuerpo.
Volví a meterme por una callejuela que
era donde estaba el bar en el que había quedado con mis amigos. Abría la tosca
puerta de madera que crujió sin duda uniéndose al lamento de mis huesos ante el aire frío que se colaba en la
estancia a la vez que yo y una inmensa neblina cálida, mezcla de humo de tabaco
y calor de fogones y de los cuerpos que allí se apiñaban huyendo de lo mismo
que yo, abofeteó mi cara poniéndomela, de sopetón, de un rojo carmín como si de
un clavel reventón se tratara.
Las risas de mis amigos pasaron
pronto. A medida que el frío salía de mí cuerpo porque el calor se iba
incautando de él y mis despojos respondían sin quebrantos, me olvidé de la
niebla que seguía impertérrita intentando colarse por cualquier rendija que se
lo permitiera.
Para el Concurso de Relato
Breve, Ciudad de Arnedo, 2016. Casa de Cultura. Arnedo. (La Rioja).
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