martes, 21 de junio de 2016

Un domingo de mi juventud


Giré  a mi derecha y entré en el último tramo de la calle que, sin remedio, desembocaba en el Espolón. Era un mediodía de un tercer domingo de un mes de diciembre de principios de los setenta. La espesa niebla ahogaba la garganta y al propio alma que no lograba atisbar más allá de unos pocos metros. Aquél mes de diciembre estaba resultando verdaderamente prolífico en aquellos densos velos blanquecinos.

La persistencia de los mismos, hacía imposible al mismísimo sol, enviar sus rayos con la suficiente intensidad como  para calentar, aunque sólo fuera someramente, a la desprotegida ciudad.

El frío se metía hasta el mismísimo tuétano de unos huesos que gemían implorando, a las poco eficaces prendas de abrigo, que cumplieran con la misión para la que habían sido fabricadas.

Las sombras de los escasos transeúntes, parecían fantasmas creados por mi propia imaginación; pero ante las desdibujadas muecas que sus rostros dibujaban al percibir mi presencia, comprendí que la misma sensación debían de sentir ellos respecto a mi furtiva aparición desde la nada.

El "gps" por entonces no comercializado, pero que desde que el mundo es mundo todos llevamos en nuestro interior con más o menos éxito, me obligó a cruzar en una supuesta línea recta y  en diagonal la plaza. Tarea nada fácil pues los árboles, impresionantes, y unos preciosos jardines en días de visibilidad, ayudaban a la pegajosa bruma en su pertinaz idea de disuadirme en mi propósito.

Esquivé, porque el destino así lo quiso, un grueso tronco de árbol que, como por arte de magia, se interpuso malévolamente en mi camino. Tropecé un par de veces con los bordillos de los citados parterres del jardín y esbocé una tímida sonrisa, aunque dubitativa, al vislumbrar a un par de metros frente a mí, la inequívoca , aunque desdibujada, silueta de un coche parado; lo que confirmaba al mapa del terreno grabado en mi cerebro que había llegado  al lado opuesto...de la nada.

El semáforo apenas se asemejaba a la titilante lucecilla del Belén que mi padre se afanaba por aquellas fechas en montar en mi casa; su casa, naturalmente.
Esta escasa iluminación, provocó que un conductor dechado de reflejos, detuviera a tiempo su vehículo y evitara llevarme por delante. Yo ni le había oído. Si oí, alto y claro, la enumeración de mis parientes de los que el buen hombre se acordó una vez sobrepuesto del susto.

La cosa cambió un tanto cuando llegué a la otra acera;  allí había un tramo de soportales que con una relativa eficacia, intentaban mantener un poco a raya a la niebla. Lo conseguían a medias.

Bajé por una estrecha calle en la que se encendía y apagaba un hermoso helado de neones multicolores que no hizo sino agudizar más la sensación de frío que atiborraba mi cuerpo.

Volví a meterme por una callejuela que era donde estaba el bar en el que había quedado con mis amigos. Abría la tosca puerta de madera que crujió sin duda uniéndose al lamento de mis huesos  ante el aire frío que se colaba en la estancia a la vez que yo y una inmensa neblina cálida, mezcla de humo de tabaco y calor de fogones y de los cuerpos que allí se apiñaban huyendo de lo mismo que yo, abofeteó mi cara poniéndomela, de sopetón, de un rojo carmín como si de un clavel reventón se tratara.

Las risas de mis amigos pasaron pronto. A medida que el frío salía de mí cuerpo porque el calor se iba incautando de él y mis despojos respondían sin quebrantos, me olvidé de la niebla que seguía impertérrita intentando colarse por cualquier rendija que se lo permitiera.

Mientras saboreaba un modesto Rioja, que era lo que el bolsillo de unos muchachos se podían permitir en aquellos tiempos, recordé que no había visto a Espartero, quien sin duda seguiría tozudamente sobre su caballo en uno de los lados de "su plaza"; y me acordé, igualmente, si el querido vendedor de  "pipas" habría tenido el valor de haber ido, un domingo más,  a su puesto del Espolón.


Para el Concurso de Relato Breve, Ciudad de Arnedo, 2016. Casa de Cultura. Arnedo. (La Rioja).

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