lunes, 6 de abril de 2015

Tertulias


Abrir la puerta de aquél abrigo
de transeúntes, buscando amparo
de un cafetito amargo o claro,
en un invierno cruel y testigo
de manos frías y más descaro,
era entrar en la mística,
y en lo obsceno
de un verso sereno
o de una prosa lingüística
como un placebo.

El humo denso en aquel recinto,
ahogaba el grito del visitante
que hacía un instante
pedía un tinto
vigorizante,
sin descubrir aún
las mil historias
que daban vueltas como las norias
giradas al tuntún
por aguas migratorias.

Y los corrillos formaban
escuelas de la vida
de esa, quizá huida,
de los que allí callaban
con el alma dolorida,
no queriendo importunar
a los que con tanto celo
como un diablo cojuelo,
de manera singular
defendían su libelo.

La algarabía era enorme
para el profano, el intruso,
para el que no estaba al uso
o estaba disconforme
y se mostraba confuso;
pero el usuario asiduo
el que a diario asistía,
feliz a casa volvía
sintiéndose individuo
y de mayor su valía.

La verdadera razón
de las gentes tertulianas
era batallar con ganas
por las gentes del salón
usando palabras llanas;
y que ellos comprendieran
que tras aquellas disputas
enquistadas y algo brutas,
de más libertad sirvieran
y no pasarlas tan putas.

Había su contrapunto:
discutir por discutir
según el modo de argüir
cada loco con su asunto
con afán de construir
o de jorobar al prójimo
afán de mucho erudito
que gozaba del prurito
de incordiar a ése, el próximo,
porque le tenía frito.


Presentado al IV Premio de Poesía Internacional Un café con literatos. Ediciones Pastora.

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