Su tiempo, octogenario, había sido
condescendiente con ellos, lo que les permitía gozar de un saludable paseíto
matinal aquella mañana de un otoño cálido que el sol se encargaba de caldear al
atravesar sus rayos el escaso bagaje de hojas que, aún, se mantenían en las
ramas de la arboleda del bulevar.
Agarrados de la mano, como siempre lo
había hecho, caminaban despacio, saboreando cada segundo de una vida que, por
puro sentido común, iba en declive.
Acababan de tomarse el piscolabis
diario en su café habitual desde hacía cincuenta años y recorrían el camino con
la esperanza y una sana pugna de saber quién vería antes a quien buscaban...
La vista, buena para la edad, con todo
ya les jugaba a ambos malas pasadas. Y esa mañana se las jugó, una vez más.
No se dieron cuenta; en su abstracción
por descubrir, cuanto antes, el objeto
fundamental de su paseo, sintieron una
gran opresión en sus piernas al unísono, que les impedía dar un paso más.
Preocupante si, ambos, no se hubieran dado cuenta a la vez, de que eran dos
hermosas tenacitas quienes se encargaban del asunto.
Las tenacitas llevaban como remate una
hermosa cabecita rubia de ojos verdes que les miraba riéndose por haber podido
asustar a sus abuelos. Y la niña parecía no poder poner fin a sus risotadas.
El abuelo, corto de remos y más
oxidado, a duras penas pudo intentar una genuflexión que, con más participación
de la niña, permitió que ésta le estampara un par de besos fríos y un tanto
mocosos en ambos carrillos.
Enseguida vino la madre de la criatura
para llevarla a casa a comer, pues había que volver, por la tarde, al cole.
Los ancianos volvieron grupas hacia su
casa, en silencio. Al cabo de unos instantes ambos se miraron y cada uno
descubrió en la mirada del otro el vestigio de cierta humedad...
Para el Primer Certamen Literario
Fundación Somos. Fundación Somos Inc. (EE.UU.)
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