Aquella tarde de
domingo bajaba a misa, bien pertrechado en mi forrado abrigo, combatiendo, en
lo posible, el frío intenso que taladraba ropa y carnes como una afilada
guadaña.
Un viento
pavorosamente gélido se levantó, como si de galerna cantábrica se tratara.
Mantener el equilibrio era un principio irreal. Misteriosamente, una esotérica
bruma se deslizaba a mi alrededor enfundándome en una sensación espacial
desagradable por la desorientación que me producía.
El tiempo,
subjetivo, pareció pasar holgazanamente y
un denso taponamiento de oídos me sumió en un estado como anestesiado,
aunque consciente de cierta realidad.
Poco a poco la
avenida por la que yo transitaba y que lindaba a mi derecha con un amplio y
hermoso jardín, fue redibujándose de nuevo y los contornos aparecieron con la
cautela que les permitía la neblina en retirada.
Las siluetas dejaban
de ser espectros y se transfiguraban en otras sobradamente reconocidas por mi
cerebro; eran las de siempre; las que desde mi infancia había visto a diario
durante todos los días de mi vida...
Reconocí, la amplia
avenida primorosamente trazada; sus edificios, el deambular de los entonces
aún limitados vehículos; calles con el
sabor de... ¡No! ¡De infancia, no!
¿Dónde había ido a
parar aquél majestuoso parque? ¿Por qué lucía el sol con su más radiante
resplandor? ¿Qué hacía allí la Estatua del Labrador?
¡Dios mío! Aquella
ciudad ¡desde luego que la conocía! ¡Sin duda! Siete caras, las de mis amigos,
me miraban atónitas.
Para el III Concurso
de Micro-relatos. Ciencia Ficción. Novum. Ojos Verdes Ediciones.
No hay comentarios:
Publicar un comentario