martes, 27 de octubre de 2015

Capítulo II


Lucio, Centurión Mayor de las legiones de Roma, no estaba para aguantar monsergas de un Procónsul cuyo único bagaje era ser sobrino de un rico hacendado de la Urbe con pretensiones de Senador. Y que, según se podía escuchar por los mentideros políticos, sus íntimas ambiciones no presagiaban que fueran nada honorables. Más bien se encaminaban a hacerse aún más rico.

Pero el hecho es que aquella enfermiza figura, delgada, desnutrida y de aspecto macilento, sin el menor ápice de cómo saber mandar una tropa, se desgañitaba lanzando improperios mientras su cara se iba tornando rojiza por un esfuerzo que su maltrecho organismo no estaba predispuesto a soportar.

Lucio, curtido en mil batallas y el culo treintañero pelado de tanto correr por las tierras del Imperio y por las de otros, no podía más que aguantar el chaparrón; aunque este se estuviera tornando en un diluvio  casi universal.

Él era el primero que estaba algo más que molesto consigo mismo por haber caído en la trampa tendida por los arévacos. Había estado estudiando el campo que se extendía al frente, con la minuciosidad de quien lleva toda una vida en el ejército, sopesando las posibilidades de una encerrona; pero no vio ninguna señal que lo delatara; y es que en la guerra, no siempre eres tú el mejor ¿Se estaría haciendo viejo?

El Centurión era muy apreciado por los mandos, militares profesionales, de su Legión. Y su veteranía, le servía para aguantar los improperios de aquél advenedizo, un rato. Sabía que, de vuelta entre los suyos, los soldados estarían, una vez más, de su parte sin ninguna objeción.

El final de verano estaba resultando anómalo  para aquellas latitudes de la Hispania septentrional. Al calor pegajoso y nada usual de la época se le había unido, hacía ya una quincena, un manto de agua de gotas gordas y gruesas que taladraban materialmente la cabeza si  no fuera porque, la mayor parte del tiempo, aquellos legionarios se cubrían la cabeza con el casco. No sólo no era incómodo el día por el bochorno y la humedad sino que, al caer la noche, las esperanzas de una tregua del calor se veían pronto desvanecidas ya que, la humedad reinante, bajaba ostensiblemente la temperatura ambiental y sobre todo los legionarios de la guardia nocturna las pasaban canutas por el frío.

El caso es que una nueva misión, de las que nadie quería, se le acababa de notificar. Siempre eran él y sus soldados los elegidos para las misiones más desagradables; las que no conllevaban agasajos ni gloria de cara a la sociedad civil; las que solamente eran valoradas por algunos mandos; los menos; los profesionales; los que no habían venido a ganar prebendas a cambio de mezquinas y truculentas conspiraciones.

Lucio era soldado. Vivía por y para el Imperio. A él y sólo a él se debía. Ni tan siquiera a su César si éste no cumplía con la sagrada misión de preservar Roma.

Así se lo había enseñado su padre. Una de las pocas cosas que recordaba de su lejana niñez.

Numancia , ciudad sitiada por muchos Cónsules llegados de Roma durante años y que ninguno había podido llevar a término su conquista. En el fondo de su corazón, Lucio, sentía especial admiración por aquellos hombres que, una y otra vez, rechazaban sus ataques y tantas muertes les estaban costando.

En esas cavilaciones se encontraba cuando fue requerido por un emisario de parte del Legado de su legión. Acudió presto y comprobó, al entrar en el aposento, que el resto de mandos y suboficiales de la Legión se encontraban también allí.

El comunicado del Legado fue lacónico en total armonía con el estilo militar: Roma había designado un nuevo General en Jefe del ejército Peninsular y ya se encontraba en Hispania; éste era, ni más ni menos, que Publio Cornelio Escipión. El tono con el que transmitió el mensaje el Legado, dejaba entrever su satisfacción por el cambio de mando. Y la cara y los gestos de la mayoría de los oficiales presentes, también. Muy pocos fueron los que esgrimieron una discreta mueca de desaprobación. Sin duda los que habían ido sólo a buscar fortuna. Llegaba un General en cuyos genes se distinguía el marchamo de honestidad y servicio a Roma.

Los días siguientes fueron de una actividad frenética. El general había hecho levantar su propia tienda en medio de las demás de los legionarios; sin ninguna posición de ventaja ante un ataque enemigo; había impuesto una estricta disciplina desde el primer momento y adiestraba continuamente a su ejército para conseguir una formación homogénea y dispuesta al combate uniformemente; sin fisuras. Y lo consiguió. En poco tiempo sus Legiones se distinguieron por el sentido de disciplina y de grupo. La pobre Numancia tenía los días contados...

Pero antes de eso, aún quedaba mucho trabajo por hacer. Escipión supo de la pericia y lealtad de Lucio. Cuando se barajaban nombres para llevar a cabo las diferentes misiones, tanto de hostigamiento, como de saqueos con las que molestar al enemigo, siempre aparecía su nombre en el cónclave de mandos. Y el general, propenso hacia los soldados de ese corte, enseguida propuso al Legado de la Legión de Lucio una misión, específica, para el Centurión Mayor.
Y en este instante mismo se lo estaban comunicando.

Llovía a cántaros cuando el centinela de la segunda vigilia le tocó ligeramente el hombro para despertarlo. Se acercó al cuenco que hacía las veces de lavabo y el agua que le acababan de poner la desparramó, en el sentido literal de la palabra, como una cascada desde su cabeza a lo largo del torso. No movió ni un músculo ante el choque con el agua más bien fría. Pensó, que se podía haber ahorrado ese despertar con sólo dar unos cuantos pasos más allá de la tienda y dejar que la naturaleza hiciera el resto. Apenas se secó. Con la presteza mecánica de quien lo ha hecho miles de veces se pertrechó el uniforme y las armas. Diez minutos después salió de la tienda y contempló, frente a él al grupo de hombres perfectamente preparados. Siempre era así.

Silencio sepulcral. La Legión dormía. Los centinelas dispuestos con precisión matemática  por los diferentes puestos de vigía, mantenían los ojos bien abiertos para descubrir cualquier actividad del enemigo. Muchos ojos concentrados, sobre todo, en las puertas de aquella ciudad, altamente molesta para Roma.
Tras otros diez minutos Lucio y su grupo se encontraba en lo más extremo del ala oeste de la Legión. Con cautela abandonaron la zona de seguridad del campamento y se internaron en la  inhóspita noche.

Avanzaron casi a ciegas. No dejaba de llover. Esto jugaba a su favor. Era menos previsible cualquier movimiento de ninguno de los dos contendientes con ese tiempo. Pero Lucio era un soldado avezado y no por esa circunstancia dejó de colocar a sus hombres con la formación de destacamento en misión de reconocimiento; sus hombres , unos cuantos de ellos, cubrían los costados,  retaguardia y vanguardia del resto de la formación.

Amanecía, si se podía llamar así, con una pátina plomiza que se aventuraba a través del manto de agua que seguía cayendo. Estaban calados hasta los huesos. Las casi tres horas de marcha, casi por ciénagas inundadas, empezaban a hacer mella en el grupo. Los vigías adelantados alertaron a Lucio de la existencia de un promontorio elevando cincuenta metros del suelo y cubierto de la típica vegetación del sotobosque; matojos de metro y medio de altura y algún otro con pretensión de árbol que, cuando se agrupaban, podían servir de cierto abrigo contra la lluvia. Hacia allí se encaminaron. En unos cuantos minutos la mayor parte del grupo, menos los designados para la vigilancia, se encontraban bastante protegidos contra el controvertido agua; tantas veces reclamado como refrigerio y otras tantas odiado por su pertinaz manera de caer.

Ya se distinguía perfectamente el paisaje cuando Lucio dio la orden de partir; de reanudar la marcha. 

Tenían que seguir tres etapas más hacia el oeste. Hacia la parte más alta y llana de la meseta superior de Iberia, la Hispania romana, si algún día se terminaba de conquistar...

Seguía lloviendo. Los dioses parecían que estaban molestos con Roma. Lucio no creía en estos presagios. Era racionalista por naturaleza; lo que no impedía que, de vez en cuando, algún pensamiento de ese tipo le rondara su cabeza.

¿Y si fuera cierto  que los dioses no quisieran que Roma conquistara aquellas tierras?

La misión que le habían encomendado, serviría de testimonio, según su éxito o fracaso, para sus inquietantes pensamientos...

¿Y si la historia fue así?...



Para el II Certamen de Relato Histórico Heródoto de Halicarnaso. Portal Clásico.


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