martes, 27 de octubre de 2015

El Aparecido



Cuentan los viejos del pueblo, que a través de la transmisión tradicional durante generaciones mediante la palabra, les había llegado hasta nuestros días la historia de un "aparecido" que, cada cierto tiempo, sin coincidir con lunas ni hechos más o menos señalados o históricos, se dejaba ver por el entorno inhóspito de aquellos parajes de adobe y cereal de Castilla.

Y en aquella noche de un noviembre frío castellano, sábado, se hallaban concentrados en el único bar del lugar un buen puñado de vecinos de un pueblecito al estilo de los de la tierra; es decir más bien pequeño. Acababan de terminar de ver el partido que echaban por la "tele": un Real Madrid, "Atleti"; circunstancia que había propiciado que se hubiera congregado un mayor número de vecinos de lo habitual; ante la alegría particular del propietario del café, por la inusual "avalancha" de clientes.

Una vez apagadas las por otra parte, poco apasionadas discusiones post partido entre los seguidores de uno u otro equipo, el ambiente creado invitaba a alargar la jornada, fundamentalmente por dos causas bastantes naturales; la primera era que había que aprovechar aquella espontánea reunión para ponerse al día de los últimos acontecimientos y novedades acaecidos en el municipio; había pasado ya el tiempo suficiente desde las últimas reuniones al calor de las estribaciones veraniegas y era el momento de enterarse y ponerse al día de las noticias surgidas desde entonces. Por otra razón, quizá la más práctica, porque había que tener bastante tupé y armarse de valor para envolverse en las prendas de abrigo y volver a casa en esa noche de invierno mesetario, denso y frío.

Y como intentando demorar, todo lo posible, ese ineludible momento, los viejos del lugar, por lógica los más expuestos a los rigores del tiempo y, de paso, los más dispuestos a tomarse esa noche un carajillo de más para mejor protegerse de esos rigores, intentarían alargar lo más que pudieran, aquella velada de sábado.

Uno de ellos arrancó con una historia que hacía tiempo que no se mencionaba; aunque no por ello, dejaba de ser conocida, incluso por los niños que, con sus padres en el bar, se encontraban entre los atentos espectadores.

Comenzó. Un noviembre como el que estamos padeciendo, de los de bufanda y abrigo gordo desde los Santos, se encontraba un tatarabuelo de "Los Goletes"...un par de personas de mediana edad entrecruzaron una rápida mirada de complicidad al reconocer esa palabra por la que fueron conocidos sus antepasados durante generaciones; ahora más en desuso. El viejo continuó: como digo, éste se encontraba terminando la labor de la jornada, serían las cinco de la tarde, más o menos, pues ya estaba el día entre luces, cuando por la ladera contigua a su tierra de labor, distinguió una figura que emergía de la incipiente neblina que no era más que la avanzadilla de la espesa niebla que traerían las tinieblas nocturnas; y que, por su dirección pasaría muy cerca de donde él se encontraba.

Al principio pensó que algún vecino de aquellas tierras ya había acabado su jornada y volvía, camino a bajo, de retorno a su casa; pero al observarlo más de cerca, al aproximarse la extraña figura, se percató del manto que lo cubría. Y con cada paso que le acercaba y el matiz se aclaraba,  le confería la apariencia de un fraile.

Se extrañó de ver a un "cura" por aquella zona y más a esa horas tardías y lo primero que se le vino a la cabeza fue que alguien le habría mandado llamar para confortar, en sus últimos momentos, a alguna persona muy enferma.

Cuando el extraño pasó por los aledaños de su tierra, el "Golete", le saludó de una forma intermedia, sin saber muy bien si dirigirse con la llaneza que lo haría con un paisano o como lo recomendaba el protocolo si el saludo se dirigía a un clérigo; quedándose a medio camino de ambas "etiquetas" y notando cierto rubor en sus mejillas por no saber si había  o no acertado en la manera de hacerlo.

Al personaje le pareció darle lo mismo la forma en la que a él se le había dirigido el labriego; bajo su amplia capucha de clara apariencia franciscana, se divisaban dos penetrantes ojos que escrutaban todo lo de alrededor y, se intuía, un enjuto rostro y sin apenas expresión.

Un ademán que quiso ser una bendición lanzada hacia el labriego, acompañada de unas ininteligibles palabras, masculladas desde el interior de la capucha, hicieron que, por lo menos, el "Golete" se aliviara un poco de la preocupación añadida de no haberse sabido dirigir con la compostura debida a un representante de la Iglesia...

Lavado, como pudo, en aquél balde que resguardaba en la pequeña choza que servía de recogedero de los aperos de la labranza; es decir, aseado lo suficiente como para dejar la mayor parte de la porquería acumulada tras una jornada de trabajo de sol a sol, o, para ser más exactos de niebla en niebla en esa época, cerró el chamizo con el rudimentario candado y empezó el camino de regreso hacia su tan no cercana vivienda.

Cuando las "eses" del sinuoso camino se lo permitían, de vez en cuando y cada vez más lejos, divisaba la figura que, hacían un rato, había estado a un par de metros de él.

Volvió a su casa sin volver a divisar a la extraña figura que lo precedía. Terminó su aseo de una manera más concienzuda y se sentó a la mesa, ya dispuesta y esperándole, con su mujer y los cuatro hijos de diferentes edades que componían su familia.

Durante la cena familiar y como colofón a la disertación diaria a la que les sometía sobre las tareas llevadas a cabo durante su "eterna" jornada laboral, con una clara idea de ir interesando a sus vástagos mayores en el último año de escuela, de lo que les esperaba a partir de aquél próximo verano, comento de pasada, el encuentro con el fraile.. Todos estuvieron de acuerdo que. sin lugar a dudas, se trataba de algún hermano mandado llamar para acompañar los últimos momentos de un moribundo; y como al día siguiente era domingo, en la misa de doce, el señor cura, desde su púlpito daría la noticia de la persona fallecida.

Se vistieron "de domingo" y hacia la coqueta iglesia bajaron. Comenzó la misa y llegó el momento, jamás deseado con más anhelo en el fuero interno de el "Golete", para que se le fuera revelado el nombre del fallecido y, de esa manera, poder atar algunos cabos sueltos que tenía en su cabeza. Y el cura del lugar habló y mucho. Le gustaba oírse y, de paso, además de predicar, cuanto más alargaba la misa, más pronto llegaba la hora de irse a tomar el "vermú" y así pasar un buen rato de cháchara con los feligreses, de manera que era una forma como otra cualquiera de "rematar", cuanto antes, uno de aq2uellos días largos y grises del  invierno. En verano, con tiempo apacible y agradable, los sermones eran mucho más livianos y las misas, en media hora escasa, estaban finiquitadas.

En favor del citado señor cura, hay que decir que no por eso dejaba de atender cualquier caso inherente a su ministerio por mucho o poco calor o frío que hiciera; aunque eso sí, ni el ánimo ni el humos eran los mismos.

Y concluyó el sermón y no se extendió más. No hubo noticia alguna sobre enfermo o muerto en esa noche.

De vuelta al casi bar de la época, de transición entre las anteriores tabernas y lo que ya en las ciudades se empezaban a conocer como bares, no pudo por menos de comentar con varios de su amigos de la "peña" desde pequeños, el encuentro que había tenido el día anterior y su sorpresa de que el señor cura, ausente todavía en el recinto, no hubiese hecho ni la más ligera mención de alguna persona que hubiera necesitado ni los más ligeros auxilios espirituales de algún monje esa noche. Los amigos no supieron qué responderlo.

Una persona, conocida del lugar, que se encontraba bebiendo un tinto justo al lado del grupo de amigos de el "Golete", entró en la conversación y les dijo que en el vecino municipio de al lado, a unos diez kilómetros de los de entonces y que tenía alguacil y juez; el día anterior habían ajusticiado a un enigmático personaje acusado de alquimista y brujería; y se le había ejecutado en lo que en todo el entorno se le conocía colgándolo del "Árbol del ahorcado".

El "Golete" se atragantó con el torrezno que, en ese instante, intentaba deslizarse por su gaznate y tuvo que beber un buen trago de su tinto para pasar ambos tragos, primero el primordial, el que más acuciaba; dar paso al torrezno que le asfixiaba, hacia su estómago y, luego, el que le había dejado perplejo... el camino por el que bajaba el extraño clérigo, llevaba directo al "Árbol del ahorcado"... y se intentaba recuperar de su estupor cundo , la misma voz que relataba lo sucedido, sentencio: "lo peor es que a la media hora de haber sido colgado en la soga, no había ni rastro del cuerpo; éste, no se sabe cómo, había desaparecido.

Tuvo que padecer durante unos días una sensación rara; producida por la angustia de haber vivido algo irreal; con lo que llegó a plantearse, si no se estaría volviendo loco; máxime cuando no hacía más que recibir reprimendas, casi todas por parte de su mujer, por no acordare con mucha frecuencia dónde había dejado tal o cual cosa. Incluso en la tierra de labor, daba mil vueltas buscando la azada que, un par de minutos antes, había dejado de su mano para, por ejemplo, atizarse un buen lingotazo de su bota de vino; la mejor y más eficaz tisana, para combatir las embestidas de los fríos más invernales.

Poco a poco se fue serenando y, de paso, se memoria le daba permiso para que se fuera olvidando de lo ocurrido ¿Pero qué era lo ocurrido? Al fin y al cabo, la razón, es la que nos intenta convencer de que todo lo que ocurre es normal y sucede por uno u otro motivo y que tiene una explicación lógica; y se afana en darnos esa solución con tal de serenar nuestras inquietas y calenturientas mentes.

Y se volvió a enfrascar en los últimos preparativos de sus tierras; abonándolas y dándoles las últimas vueltas a la tierra, preparándolas para la últimas heladas del invierno que servirían para terminar de romper aquellos terrones que le partían en dos, su cuerpo y su alma,  cuando les atacaba con su azada; y dejarían la tierra predispuesta para la siembra con los primeros rayos de sol un poco más cálidos.

Los meses pasaron y los primeros  y los primeros rayos de sol más constantes terminaban por calentar las horas centrales del día. Era el momento propicio para sembrar, aún a pesar de que las primeras horas matutinas seguían siendo muy frescas.

Y el "Golete", tomó la decisión en función de su saber ancestral, transportado en sus genes, de cuándo hacerlo y consultando factores externos como si las nubes procedían del este o del oeste o tendían a aparecer por el collado de la derecha o por el camino que llevaba hacia abajo, hacia el pueblo. Estos factores terminaban por decidir ese momento en el que la primera semilla debía de ser depositada, casi con mimo, en el surco; animando al resto a seguir su camino; luego, además, estaba en manos de Dios y del tiempo, crudo y rígido, de la meseta; que el cereal siguiera un crecimiento más o menos en el tiempo y forma acostumbrado.

Agachado llevaba horas; lo que se tradujo en un imponente dolor de riñones tal que al cabo de un tiempo no pudo llegar a olvidarse de él por mucho que se concentraba en la labor y optó por sufrir la profunda punzada que sentiría al ponerse derecho y, de paso, recuperar unas pocas fuerzas a golpe de bota de vino reconfortante.

La alzó al aire en la posición adecuada para escanciarse aquél líquido en el gaznate y en mitad del trago, sus ojos  perdieron de vista el pitorro al tener la sensación de que estaba siendo observado. Un juramento salió de su boca  y una mirada al cielo compensatoria, a continuación. Se limpió con el reverso de la mano los ojos que el vino, generosamente, había decidido regar, y una vez aclarada la visión y mientras cerraba con precaución la boca de la bota de vino, posó su mirada en lo alto del sendero y no pudo por menor de sentir un sobresalto al distinguir allá, en el altozano, una figura que le resultó familiar. Era alguien con aspecto de monje franciscano.

Rezó para sus adentros y cuando quiso darse cuenta de la situación, ya no había silueta donde instantes antes creía haberla divisado. Pensó que había sido una mala jugada del vino al desparramarse por su cara y prosiguió una hora más, su labor de siembra.

Pasado este tiempo oyó una voz que lo llamaba a poca distancia. Ensimismado en su trabajo no se había enterado que "Zascandil", mote por el que se conocía a uno de sus mejores amigos desde la infancia, se la había aproximado hasta una veintena de metros sin haberse percatado de ello.

Cuando las risas del "Zascandil" muy proclive a ellas y a chanzas con sus amigos, se disiparon por el lugar de por sí en un casi continuo silencio, su amigo le dijo: ¿Te has enterado que anoche han vuelto a ajusticiar a otro tipo en el Árbol del Ahorcado? ¿Y que su cuerpo, también ha desaparecido?

El anciano que contaba la historia, carraspeó con cierto énfasis , en complicidad con los asistentes al relato; y, especialmente, cuando cruzó una mirada inteligente y de media sonrisa, con los padres de los chavales que, boquiabiertos, escuchaban ensimismados lo que el vetusto anciano narraba; mirando, eso sí, de vez en cuando, hacia la puerta de aquél bar por si el viento que rozaba con cierta rabia las esquinas de los adobes de las casas del pueblo pretendiera, en algún momento, violentar la puerta del local de reunión y que en ella se dibujara la silueta de aquél monje, o lo que fuera, pero que para los contadores de aquella leyenda le llamaban "La Aparición".

Se había cumplido, una vez más, con la transmisión oral centenaria de los recuerdos del pueblo. Misión cumplida.



Para el Concurso Cosecha EÑE 2015.


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