Cuentan
los viejos del pueblo, que a través de la transmisión tradicional durante
generaciones mediante la palabra, les había llegado hasta nuestros días la
historia de un "aparecido" que, cada cierto tiempo, sin coincidir con
lunas ni hechos más o menos señalados o históricos, se dejaba ver por el
entorno inhóspito de aquellos parajes de adobe y cereal de Castilla.
Y
en aquella noche de un noviembre frío castellano, sábado, se hallaban
concentrados en el único bar del lugar un buen puñado de vecinos de un
pueblecito al estilo de los de la tierra; es decir más bien pequeño. Acababan
de terminar de ver el partido que echaban por la "tele": un Real
Madrid, "Atleti"; circunstancia que había propiciado que se hubiera
congregado un mayor número de vecinos de lo habitual; ante la alegría
particular del propietario del café, por la inusual "avalancha" de
clientes.
Una
vez apagadas las por otra parte, poco apasionadas discusiones post partido
entre los seguidores de uno u otro equipo, el ambiente creado invitaba a
alargar la jornada, fundamentalmente por dos causas bastantes naturales; la
primera era que había que aprovechar aquella espontánea reunión para ponerse al
día de los últimos acontecimientos y novedades acaecidos en el municipio; había
pasado ya el tiempo suficiente desde las últimas reuniones al calor de las
estribaciones veraniegas y era el momento de enterarse y ponerse al día de las
noticias surgidas desde entonces. Por otra razón, quizá la más práctica, porque
había que tener bastante tupé y armarse de valor para envolverse en las prendas
de abrigo y volver a casa en esa noche de invierno mesetario, denso y frío.
Y
como intentando demorar, todo lo posible, ese ineludible momento, los viejos
del lugar, por lógica los más expuestos a los rigores del tiempo y, de paso,
los más dispuestos a tomarse esa noche un carajillo de más para mejor
protegerse de esos rigores, intentarían alargar lo más que pudieran, aquella
velada de sábado.
Uno
de ellos arrancó con una historia que hacía tiempo que no se mencionaba; aunque
no por ello, dejaba de ser conocida, incluso por los niños que, con sus padres
en el bar, se encontraban entre los atentos espectadores.
Comenzó.
Un noviembre como el que estamos padeciendo, de los de bufanda y abrigo gordo
desde los Santos, se encontraba un tatarabuelo de "Los Goletes"...un
par de personas de mediana edad entrecruzaron una rápida mirada de complicidad
al reconocer esa palabra por la que fueron conocidos sus antepasados durante
generaciones; ahora más en desuso. El viejo continuó: como digo, éste se
encontraba terminando la labor de la jornada, serían las cinco de la tarde, más
o menos, pues ya estaba el día entre luces, cuando por la ladera contigua a su
tierra de labor, distinguió una figura que emergía de la incipiente neblina que
no era más que la avanzadilla de la espesa niebla que traerían las tinieblas
nocturnas; y que, por su dirección pasaría muy cerca de donde él se encontraba.
Al
principio pensó que algún vecino de aquellas tierras ya había acabado su jornada
y volvía, camino a bajo, de retorno a su casa; pero al observarlo más de cerca,
al aproximarse la extraña figura, se percató del manto que lo cubría. Y con
cada paso que le acercaba y el matiz se aclaraba, le confería la apariencia de un fraile.
Se
extrañó de ver a un "cura" por aquella zona y más a esa horas tardías
y lo primero que se le vino a la cabeza fue que alguien le habría mandado
llamar para confortar, en sus últimos momentos, a alguna persona muy enferma.
Cuando
el extraño pasó por los aledaños de su tierra, el "Golete", le saludó
de una forma intermedia, sin saber muy bien si dirigirse con la llaneza que lo
haría con un paisano o como lo recomendaba el protocolo si el saludo se dirigía
a un clérigo; quedándose a medio camino de ambas "etiquetas" y
notando cierto rubor en sus mejillas por no saber si había o no acertado en la manera de hacerlo.
Al
personaje le pareció darle lo mismo la forma en la que a él se le había
dirigido el labriego; bajo su amplia capucha de clara apariencia franciscana,
se divisaban dos penetrantes ojos que escrutaban todo lo de alrededor y, se
intuía, un enjuto rostro y sin apenas expresión.
Un
ademán que quiso ser una bendición lanzada hacia el labriego, acompañada de
unas ininteligibles palabras, masculladas desde el interior de la capucha,
hicieron que, por lo menos, el "Golete" se aliviara un poco de la
preocupación añadida de no haberse sabido dirigir con la compostura debida a un
representante de la Iglesia...
Lavado,
como pudo, en aquél balde que resguardaba en la pequeña choza que servía de
recogedero de los aperos de la labranza; es decir, aseado lo suficiente como
para dejar la mayor parte de la porquería acumulada tras una jornada de trabajo
de sol a sol, o, para ser más exactos de niebla en niebla en esa época, cerró
el chamizo con el rudimentario candado y empezó el camino de regreso hacia su
tan no cercana vivienda.
Cuando
las "eses" del sinuoso camino se lo permitían, de vez en cuando y
cada vez más lejos, divisaba la figura que, hacían un rato, había estado a un
par de metros de él.
Volvió
a su casa sin volver a divisar a la extraña figura que lo precedía. Terminó su
aseo de una manera más concienzuda y se sentó a la mesa, ya dispuesta y
esperándole, con su mujer y los cuatro hijos de diferentes edades que componían
su familia.
Durante
la cena familiar y como colofón a la disertación diaria a la que les sometía
sobre las tareas llevadas a cabo durante su "eterna" jornada laboral,
con una clara idea de ir interesando a sus vástagos mayores en el último año de
escuela, de lo que les esperaba a partir de aquél próximo verano, comento de
pasada, el encuentro con el fraile.. Todos estuvieron de acuerdo que. sin lugar
a dudas, se trataba de algún hermano mandado llamar para acompañar los últimos
momentos de un moribundo; y como al día siguiente era domingo, en la misa de
doce, el señor cura, desde su púlpito daría la noticia de la persona fallecida.
Se
vistieron "de domingo" y hacia la coqueta iglesia bajaron. Comenzó la
misa y llegó el momento, jamás deseado con más anhelo en el fuero interno de el
"Golete", para que se le fuera revelado el nombre del fallecido y, de
esa manera, poder atar algunos cabos sueltos que tenía en su cabeza. Y el cura
del lugar habló y mucho. Le gustaba oírse y, de paso, además de predicar,
cuanto más alargaba la misa, más pronto llegaba la hora de irse a tomar el
"vermú" y así pasar un buen rato de cháchara con los feligreses, de
manera que era una forma como otra cualquiera de "rematar", cuanto
antes, uno de aq2uellos días largos y grises del invierno. En verano, con tiempo apacible y
agradable, los sermones eran mucho más livianos y las misas, en media hora
escasa, estaban finiquitadas.
En
favor del citado señor cura, hay que decir que no por eso dejaba de atender
cualquier caso inherente a su ministerio por mucho o poco calor o frío que
hiciera; aunque eso sí, ni el ánimo ni el humos eran los mismos.
Y
concluyó el sermón y no se extendió más. No hubo noticia alguna sobre enfermo o
muerto en esa noche.
De
vuelta al casi bar de la época, de transición entre las anteriores tabernas y
lo que ya en las ciudades se empezaban a conocer como bares, no pudo por menos
de comentar con varios de su amigos de la "peña" desde pequeños, el
encuentro que había tenido el día anterior y su sorpresa de que el señor cura,
ausente todavía en el recinto, no hubiese hecho ni la más ligera mención de
alguna persona que hubiera necesitado ni los más ligeros auxilios espirituales
de algún monje esa noche. Los amigos no supieron qué responderlo.
Una
persona, conocida del lugar, que se encontraba bebiendo un tinto justo al lado
del grupo de amigos de el "Golete", entró en la conversación y les
dijo que en el vecino municipio de al lado, a unos diez kilómetros de los de
entonces y que tenía alguacil y juez; el día anterior habían ajusticiado a un
enigmático personaje acusado de alquimista y brujería; y se le había ejecutado
en lo que en todo el entorno se le conocía colgándolo del "Árbol del
ahorcado".
El
"Golete" se atragantó con el torrezno que, en ese instante, intentaba
deslizarse por su gaznate y tuvo que beber un buen trago de su tinto para pasar
ambos tragos, primero el primordial, el que más acuciaba; dar paso al torrezno
que le asfixiaba, hacia su estómago y, luego, el que le había dejado
perplejo... el camino por el que bajaba el extraño clérigo, llevaba directo al
"Árbol del ahorcado"... y se intentaba recuperar de su estupor cundo
, la misma voz que relataba lo sucedido, sentencio: "lo peor es que a la
media hora de haber sido colgado en la soga, no había ni rastro del cuerpo;
éste, no se sabe cómo, había desaparecido.
Tuvo
que padecer durante unos días una sensación rara; producida por la angustia de
haber vivido algo irreal; con lo que llegó a plantearse, si no se estaría
volviendo loco; máxime cuando no hacía más que recibir reprimendas, casi todas
por parte de su mujer, por no acordare con mucha frecuencia dónde había dejado
tal o cual cosa. Incluso en la tierra de labor, daba mil vueltas buscando la
azada que, un par de minutos antes, había dejado de su mano para, por ejemplo,
atizarse un buen lingotazo de su bota de vino; la mejor y más eficaz tisana,
para combatir las embestidas de los fríos más invernales.
Poco
a poco se fue serenando y, de paso, se memoria le daba permiso para que se
fuera olvidando de lo ocurrido ¿Pero qué era lo ocurrido? Al fin y al cabo, la
razón, es la que nos intenta convencer de que todo lo que ocurre es normal y
sucede por uno u otro motivo y que tiene una explicación lógica; y se afana en
darnos esa solución con tal de serenar nuestras inquietas y calenturientas
mentes.
Y
se volvió a enfrascar en los últimos preparativos de sus tierras; abonándolas y
dándoles las últimas vueltas a la tierra, preparándolas para la últimas heladas
del invierno que servirían para terminar de romper aquellos terrones que le
partían en dos, su cuerpo y su alma,
cuando les atacaba con su azada; y dejarían la tierra predispuesta para
la siembra con los primeros rayos de sol un poco más cálidos.
Los
meses pasaron y los primeros y los
primeros rayos de sol más constantes terminaban por calentar las horas
centrales del día. Era el momento propicio para sembrar, aún a pesar de que las
primeras horas matutinas seguían siendo muy frescas.
Y
el "Golete", tomó la decisión en función de su saber ancestral, transportado
en sus genes, de cuándo hacerlo y consultando factores externos como si las
nubes procedían del este o del oeste o tendían a aparecer por el collado de la
derecha o por el camino que llevaba hacia abajo, hacia el pueblo. Estos
factores terminaban por decidir ese momento en el que la primera semilla debía
de ser depositada, casi con mimo, en el surco; animando al resto a seguir su
camino; luego, además, estaba en manos de Dios y del tiempo, crudo y rígido, de
la meseta; que el cereal siguiera un crecimiento más o menos en el tiempo y
forma acostumbrado.
Agachado
llevaba horas; lo que se tradujo en un imponente dolor de riñones tal que al
cabo de un tiempo no pudo llegar a olvidarse de él por mucho que se concentraba
en la labor y optó por sufrir la profunda punzada que sentiría al ponerse
derecho y, de paso, recuperar unas pocas fuerzas a golpe de bota de vino
reconfortante.
La
alzó al aire en la posición adecuada para escanciarse aquél líquido en el
gaznate y en mitad del trago, sus ojos
perdieron de vista el pitorro al tener la sensación de que estaba siendo
observado. Un juramento salió de su boca
y una mirada al cielo compensatoria, a continuación. Se limpió con el
reverso de la mano los ojos que el vino, generosamente, había decidido regar, y
una vez aclarada la visión y mientras cerraba con precaución la boca de la bota
de vino, posó su mirada en lo alto del sendero y no pudo por menor de sentir un
sobresalto al distinguir allá, en el altozano, una figura que le resultó
familiar. Era alguien con aspecto de monje franciscano.
Rezó
para sus adentros y cuando quiso darse cuenta de la situación, ya no había
silueta donde instantes antes creía haberla divisado. Pensó que había sido una
mala jugada del vino al desparramarse por su cara y prosiguió una hora más, su
labor de siembra.
Pasado
este tiempo oyó una voz que lo llamaba a poca distancia. Ensimismado en su
trabajo no se había enterado que "Zascandil", mote por el que se
conocía a uno de sus mejores amigos desde la infancia, se la había aproximado
hasta una veintena de metros sin haberse percatado de ello.
Cuando
las risas del "Zascandil" muy proclive a ellas y a chanzas con sus
amigos, se disiparon por el lugar de por sí en un casi continuo silencio, su
amigo le dijo: ¿Te has enterado que anoche han vuelto a ajusticiar a otro tipo
en el Árbol del Ahorcado? ¿Y que su cuerpo, también ha desaparecido?
El
anciano que contaba la historia, carraspeó con cierto énfasis , en complicidad
con los asistentes al relato; y, especialmente, cuando cruzó una mirada
inteligente y de media sonrisa, con los padres de los chavales que,
boquiabiertos, escuchaban ensimismados lo que el vetusto anciano narraba;
mirando, eso sí, de vez en cuando, hacia la puerta de aquél bar por si el
viento que rozaba con cierta rabia las esquinas de los adobes de las casas del
pueblo pretendiera, en algún momento, violentar la puerta del local de reunión
y que en ella se dibujara la silueta de aquél monje, o lo que fuera, pero que
para los contadores de aquella leyenda le llamaban "La Aparición".
Se
había cumplido, una vez más, con la transmisión oral centenaria de los
recuerdos del pueblo. Misión cumplida.
Para el Concurso Cosecha EÑE 2015.
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