11 de diciembre de 2007. Amanece en Luxor un día claro
rasgado por la voz del muyahidín de la pequeña mezquita que linda con el hotel.
Hiela la sangre el rezo. Sin querer, emociones contradictorias, juegan al sol y sombra en mi cabeza.
Desayunamos y sin solución de continuidad estamos envueltos
en la vorágine de los viajes prediseñados.
Me falta el aire. Tengo que animar y obligar a mi organismo
para que aspire la brisa que bulle a mi alrededor. No me cansaré, mientras
viva, de repetir el momento de choque y toma de conciencia con el Egipto
Antiguo ante los Colosos de Memnón. Guardianes, privilegiados, de aquella
cultura.
Pero esto ha sido sólo el comienzo. Nuestro taxista se empeña
en enseñarnos el desierto. Somos conscientes de que por donde nos lleva no lo
es. Algún resto esparcido por doquier nos recuerda que allí viven fieras
peligrosas; pero a unos cientos de metros sí que se alza el verdadero desierto;
el de la vida oculta y el de la muerte patente, pública.
Mi cuaderno de campo se va llenando de notas sueltas,
apuntes, frases que no tienen sentido y vocablos que quedarán para siempre en
mi vida, en mi alma.
Echamos pie a tierra tras el pequeño periplo aventurero. El
guía, no el oficial, el nuestro, es mi cuñado. "The Doctor". Sabe de
Egipto más que nadie. O eso creo yo.
Nos ha conducido ante una explanada nada glamorosa; con sabor
a Parque de Atracciones malo europeo. Es un Déjà vu que pronto desaparece cuando emerge ante mí
la Corona Tebana, pináculo que eleva al cielo el Valle de los Reyes.
Y a partir de ese momento el tiempo se para. No veo ninguna
cámara del estereotipado turista oriental que, como moscas, revolotean a mi
alrededor. Atisbo, someramente, al resto de la familia que me acompaña. Entro y
salgo, subo y bajo, ensimismado, a las tumbas de tantos faraones que decidieron
que aquellas piedras fueran su última morada terrena; desde dónde la barca
solar les llevara navegando, como un guía, en la noche de las tinieblas para
poder alcanzar el Sol, personificación
física de su resurrección.
Mi cabeza estalla. Demasiada información. No logro
asimilarla. Datos, fechas, nombres, piedras...
Mi retina intenta grabar cualquier resquicio del paisaje del
entorno, en clara competencia con el
objetivo, casi ilimitado, de mi cámara digital. Bendito artilugio almacén de
imágenes condenadas a ser olvidadas por un simple sufragio de nuestra memoria
selectiva.
Sólo al llegar la noche de vuelta en la habitación del hotel,
me siento y abro mi cuaderno y lo que creía olvidado regurgita en mi cabeza
todo lo aprendido. Comienzo a escribir una historia haciendo un guiño a un pasado algo,
no mucho, más cercano: In illo tempore...
Para el II Concurso de Diarios de Viaje de Nómadas. Nómadas de Radio Nacional de España, en colaboración
con la Oficina de turismo de la República Checa - CzechTourism.
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