martes, 27 de octubre de 2015

Volví



Pasaron los años. Llegué con mi flamante automóvil por una carretera ancha y recién alquitranada; por la que las ruedas de mi vehículo se deslizaban grácilmente, como no queriendo mellar la pátina de brea del asfalto.

No lograba recordar, gracias al nuevo trazado de la carretera, casi ninguna de las estampas que ante mí aparecían a cada instante. Todo estaba fuera de "su" lugar. Me calmé, o al menos lo intenté, obligando a mi cabeza a discurrir, argumentándole una y otra vez, que esa nueva posición de la carretera, evitaba volver a ver las diapositivas que mi mente conservaba de aquellos parajes.

Y en esas cavilaciones me encontraba mientras el motor del coche acompasaba monótonamente, cual timbal de remeros de galera romana, a las mismas; como anunciándolas que no se desgastaran mucho en imaginar otras fotografías en blanco y negro, ya que las que teníamos ahí delante, en color, eran, a fin de cuentas, las que contarían a partir de esta visita. Las otras, postergadas por el paso de los años y de los avances sociales y culturales, darían un paso atrás, sumisas y conscientes de lo que nosotros, los hombres, llamamos evolución.

Y no me equivocaba. Abandoné la carretera en el indicador que marcaba a dos kilómetros mi destino. Antes, no había desvío. La carretera lamía las tapias de las traseras y de los corrales de un lado de la localidad. Ahora desde el pueblo, se adivinaba, tímidamente, por dónde discurría.

Llegué. Eché el pie a tierra y tuve que hacer esfuerzo para enviar la orden a mis pulmones de que tomaran aire ¿Dónde estaba?

Había llegado, no había duda, a la plaza de mi pueblo. Y digo que no había duda, salvo error del navegador del vehículo y de los indicadores que marcaban, claramente, el nombre de mi patria chica. Pero fuera de esa cuestión tácita, el entorno, a simple vista, no se parecía en nada al recuerdo que en mi cabeza perduraba a través de los años.

Viré en torno mío y al frente apareció la silueta inconfundible del Ayuntamiento. Un fuerte latido de emoción sacudió mi pecho y, de retruque, el resto del cuerpo recibió la onda expansiva generada amortiguándola poco a poco.

Un par de ancianos, sentados plácidamente en uno de los bancos de la plaza, comentaban los últimos acontecimientos acaecidos en el lugar. Oí a uno de ellos que decía en ese momento: Y al pobre Serafín, el alcalde, cómo se le apañó la vida en un momento, ¿eh?. Me di por enterado de que aquél alcalde "de siempre", el pobre había pasado a mejor vida.

Y la cosa no iba a acabar ahí. Las iglesia, la coqueta iglesia, permanecía gran parte del día cerrada. Al cura enamorado de mi pueblo y sobre todo de los carajillos y de las ceremoniosas partidas de mus, los años le habían enviado a un casa de retiro junto con otros compañeros de quinta. La escasez de vocaciones, además, hacía que un párroco de una feligresía distante treinta kilómetros tuviera que andar yendo y viniendo como un corre caminos. Otro matiz más que diferenciaba la idea que mi cabeza retenía de aquél lugar...

Me dirigí al bar a tomarme una caña. La garganta no sé si estaba reseca por el calor del día o por el extraño sabor acre que se enroscaba en ella queriéndola ahogar. Y el día  se había tornado chungo. No había acabado de entrar en la estancia, cuando algo me hizo parar en seco. Me había equivocado, no cabía duda: aquél no era mi bar. Otro, de otro corte, indudablemente más moderno, se había aposentado donde antes estaba "el de toda la vida". Un chaval de veintitantos años ocupaba el espacio del otrora bondadoso vinatero de hacía apenas década y media. No seguí. No tenía ánimo. Volví sobre mis pasos.

Intentaba abandonar aquella plaza cuando mi subconsciente dio la orden a mi  vista para que paseara la mirada sobre un local que, como el antiguo café, debía de estar cual centinela de un pasado y mi, ya no sorpresa, fue contemplar cómo dónde la última vez que habían visto mis ojos un estanco con la bandera nacional, antiguo paradigma de aquellos establecimientos, y reconvertido por obra y gracia de una anciana con ganas de adecuarse a los nuevos tiempos, otros, ahora, convertido en un "locutorio", regido por un extranjero y con cierto éxito, debido al creciente asentamiento , en el pueblo, de emigrantes de otros confines.

Eso sí, la fuente que dirigía casi sinfónicamente al conjunto de la plaza, se mantenía erguida dignamente, incluso en sus reducidas dimensiones. Algo, al fin, que recuperaba los fotogramas del pasado...

Me dirigía hacia el vehículo cuando me crucé con dos abuelos que hablaban animosamente y al pasar junto a ellos, uno, con la mayor naturalidad, dijo en alto : " Ve con Dios, Marianín". Y no supe quién era él, pero no cabía la menor dudad de que me había reconocido. Pude haberme acercado a saludarlo, pero preferí irme del pueblo que me vio nacer con el regustillo de aquella salutación, propia del día a día;  y pensar que nunca me había ido de allí.


Para el IV Concurso de Relatos Cortos Plazuela de los carros. Asociación Cultural “Plazuela de los carros”. Torralbilla. (Zaragoza).


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