Pasaron
los años. Llegué con mi flamante automóvil por una carretera ancha y recién
alquitranada; por la que las ruedas de mi vehículo se deslizaban grácilmente,
como no queriendo mellar la pátina de brea del asfalto.
No
lograba recordar, gracias al nuevo trazado de la carretera, casi ninguna de las
estampas que ante mí aparecían a cada instante. Todo estaba fuera de
"su" lugar. Me calmé, o al menos lo intenté, obligando a mi cabeza a
discurrir, argumentándole una y otra vez, que esa nueva posición de la
carretera, evitaba volver a ver las diapositivas que mi mente conservaba de
aquellos parajes.
Y
en esas cavilaciones me encontraba mientras el motor del coche acompasaba
monótonamente, cual timbal de remeros de galera romana, a las mismas; como anunciándolas
que no se desgastaran mucho en imaginar otras fotografías en blanco y negro, ya
que las que teníamos ahí delante, en color, eran, a fin de cuentas, las que
contarían a partir de esta visita. Las otras, postergadas por el paso de los
años y de los avances sociales y culturales, darían un paso atrás, sumisas y
conscientes de lo que nosotros, los hombres, llamamos evolución.
Y
no me equivocaba. Abandoné la carretera en el indicador que marcaba a dos
kilómetros mi destino. Antes, no había desvío. La carretera lamía las tapias de
las traseras y de los corrales de un lado de la localidad. Ahora desde el
pueblo, se adivinaba, tímidamente, por dónde discurría.
Llegué.
Eché el pie a tierra y tuve que hacer esfuerzo para enviar la orden a mis
pulmones de que tomaran aire ¿Dónde estaba?
Había
llegado, no había duda, a la plaza de mi pueblo. Y digo que no había duda,
salvo error del navegador del vehículo y de los indicadores que marcaban,
claramente, el nombre de mi patria chica. Pero fuera de esa cuestión tácita, el
entorno, a simple vista, no se parecía en nada al recuerdo que en mi cabeza
perduraba a través de los años.
Viré
en torno mío y al frente apareció la silueta inconfundible del Ayuntamiento. Un
fuerte latido de emoción sacudió mi pecho y, de retruque, el resto del cuerpo
recibió la onda expansiva generada amortiguándola poco a poco.
Un
par de ancianos, sentados plácidamente en uno de los bancos de la plaza,
comentaban los últimos acontecimientos acaecidos en el lugar. Oí a uno de ellos
que decía en ese momento: Y al pobre Serafín, el alcalde, cómo se le apañó la
vida en un momento, ¿eh?. Me di por enterado de que aquél alcalde "de
siempre", el pobre había pasado a mejor vida.
Y
la cosa no iba a acabar ahí. Las iglesia, la coqueta iglesia, permanecía gran
parte del día cerrada. Al cura enamorado de mi pueblo y sobre todo de los
carajillos y de las ceremoniosas partidas de mus, los años le habían enviado a
un casa de retiro junto con otros compañeros de quinta. La escasez de
vocaciones, además, hacía que un párroco de una feligresía distante treinta
kilómetros tuviera que andar yendo y viniendo como un corre caminos. Otro matiz
más que diferenciaba la idea que mi cabeza retenía de aquél lugar...
Me
dirigí al bar a tomarme una caña. La garganta no sé si estaba reseca por el
calor del día o por el extraño sabor acre que se enroscaba en ella queriéndola
ahogar. Y el día se había tornado
chungo. No había acabado de entrar en la estancia, cuando algo me hizo parar en
seco. Me había equivocado, no cabía duda: aquél no era mi bar. Otro, de otro
corte, indudablemente más moderno, se había aposentado donde antes estaba
"el de toda la vida". Un chaval de veintitantos años ocupaba el
espacio del otrora bondadoso vinatero de hacía apenas década y media. No seguí.
No tenía ánimo. Volví sobre mis pasos.
Intentaba
abandonar aquella plaza cuando mi subconsciente dio la orden a mi vista para que paseara la mirada sobre un
local que, como el antiguo café, debía de estar cual centinela de un pasado y
mi, ya no sorpresa, fue contemplar cómo dónde la última vez que habían visto
mis ojos un estanco con la bandera nacional, antiguo paradigma de aquellos establecimientos,
y reconvertido por obra y gracia de una anciana con ganas de adecuarse a los
nuevos tiempos, otros, ahora, convertido en un "locutorio", regido
por un extranjero y con cierto éxito, debido al creciente asentamiento , en el
pueblo, de emigrantes de otros confines.
Eso
sí, la fuente que dirigía casi sinfónicamente al conjunto de la plaza, se
mantenía erguida dignamente, incluso en sus reducidas dimensiones. Algo, al
fin, que recuperaba los fotogramas del pasado...
Me
dirigía hacia el vehículo cuando me crucé con dos abuelos que hablaban
animosamente y al pasar junto a ellos, uno, con la mayor naturalidad, dijo en
alto : " Ve con Dios, Marianín". Y no supe quién era él, pero no
cabía la menor dudad de que me había reconocido. Pude haberme acercado a
saludarlo, pero preferí irme del pueblo que me vio nacer con el regustillo de
aquella salutación, propia del día a día; y pensar que nunca me había ido de allí.
Para el IV Concurso de Relatos
Cortos Plazuela de los carros. Asociación
Cultural “Plazuela de los carros”. Torralbilla. (Zaragoza).
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