miércoles, 28 de septiembre de 2016

Baños


Extendió su brazo derecho, haciéndole avanzar entre la profunda neblina, mucho más interior que exterior,  que le envolvía, buscando aquello con lo que acababa de soñar.

Rebuscó con una mano torpe, atolondrada por el momento que rebasaba, pareciendo dar manotadas abotagadas de impericia en un supuesto vacío creado por su propio intelecto. Y encontró lo que buscaba; sus dedos palparon, tibiamente, la felpa ligeramente rugosa que envolvía aquél cuerpo que acababa de anhelar.

Sonrió no sólo para sus adentros. El placer que aquél simple y corto roce le suponía, reparaba con creces los momentos que, por su profesión, tenía que vivir lejos de ella.

Pero aquél fin de semana era suyo. De ambos. Y en aquellos baños árabes a los que ella se había obstinado en acudir, acababa de comprender, entre olores almizclados de la extensa variedad de resinas que conforman el sacrosanto incienso, con las fragancias dignas del mejor jardín morisco, mixtura de jazmín y rosas con toques de lavanda en flor azucaradas con la caricia sutil del olor que aporta la vainilla; en una rueda, acompasada, del tiempo; controlador de la vida del universo, que su vida estaría siempre ligada a la figura que yacía tumbada a unos  palmos de él.

El masaje, lento, había servido para relajar un cuerpo maltratado por horarios y reuniones al que, día a día, le sometía su dueño. Era incapaz de apartarse de un sendero que él mismo había labrado a lo largo de cuantiosos años esclavizado, aunque de una manera voluntaria, al ritmo de un trabajo agotador pero en el que se sentía bien; o, al menos, se había sentido a gusto hasta aquellos momentos.

Y embelesado en sus pensamientos altamente imaginativos y un tanto ingenuos, entremezclaba éstos con el ritmo acompasado de la darbuka repetitiva marcando el ritmo a un laúd melódico que invitaba, descaradamente, a la dulce flauta nay que uniera sus trinos, casi lastimeros, al embrujo de un sueño que, aunque no pasara de ser quizá sólo eso, merecía vivir aquellas sensaciones que en aquél momento se sucedían.

En su creencia, de nacimiento, de que la Gloria existía, le daba la impresión que no debería estar muy lejos la forma de sentirse en ella con el sosiego que su cuerpo y alma experimentaban sumergidos en el ambiente de los baños.

Y su imaginación vagaba libremente, galopando a lomos de intenciones que cumplir o de reflexiones que llevar a cabo en los siguientes días; todas ellas aderezadas por la atmósfera, cuya diadema real, le transportaba, quisiera o no, a épocas en las que, sus antepasados sefardíes, iban y venían con la asiduidad de la vida medieval por aquellas estrechas calles cumpliendo con los ritos preestablecidos de una cultura ya entonces, milenaria.

Confluían en aquella su ciudad, la de sus ancestros desde varias generaciones, la cultura más o menos implantada ya en el occidente conocido y entremezclaba sus ritos armónicamente con culturas invasoras que, aposentadas en la ciudad, habían comprendido, quizá demasiado tarde, la conveniencia de usar la palabra como el mejor arma para entenderse entre las gentes de un universo, por entonces, demasiado pequeño por lo precariamente conocido.

Y así, era frecuente encontrar deambulando por las travesías y rondas de la villa, congregaciones corales y musicales provistas de salterios de dieciséis cuerdas triangulares que competían con sus soniquetes por la hegemonía sobre otros estribillos en los que querían estar rabeles alargados a modo de guitarras deshinchadas, zanfonas sobrealimentadas por los ciegos del lugar, panderos, redondos o cuadrados en una extraña, pero natural, simbiosis de culturas, o crótalos que competirían en tierras cercanas con otros de madera más afincados en aquella incipiente nación...

Moisés, se rebullía lentamente en la camilla de masajes por mor de unos recuerdos que debería de llevar en los genes; ya que, cronológicamente, distaba muchos siglos de aquellos pasajes que su cabeza se empeñaba una y otra vez en recrear.

Un pandero tocó unos sones expectantes; dignos de la película más intrigante de Hitchcock en el momento anterior al desenlace final. El cuerpo de Moisés reaccionó contrayéndose y una explosión de sus poros concluyó con el repliegue que configuró su piel con una infinidad de diminutos montículos mientras sus pelos se erizaban y un escalofrío recorría sin ninguna impudicia su columna vertebral.

La atmósfera de la habitación seguía viciada por una cortina de niebla , mientras unas velas, estratégicamente situadas, difuminaban entre la neblina un color verde oscuro que propiciaba al entorno un ambiente propio de las M il y una noches.

Una mano que no reconoció, le obligó sutilmente a que se levantara y tras una veintena de pasos asido a aquél lazarillo totalmente anónimo, sus pies notaron un ligero declive que, a modo de rampa, descendía hasta que éstos comenzaron a notar la humedad natural del agua tibia que les empezaba a cubrir. Animado por una tenue voz, más un susurro, siguió sólo adentrándose más y más en aquella alberca hasta que topó con lo que , sin duda alguna, era el extremo opuesto por el que había sido introducido. Una pequeña plataforma sumergida a la distancia prudencial, le dio la oportunidad de poderse sentar manteniendo fuera de las aguas la parte superior de sus  hombros y, naturalmente, la cabeza.

Esperó. El tiempo se relativiza según el  ansia o despreocupación que se tenga en función de los acontecimientos que se esperan; y a Moisés, en aquél momento, la textura del ambiente, le mantenía en tal estado de quietud placentera que no podía catalogar si el intervalo de aquél momento había sido corto o largo. Su cabeza estaba degustando, simple y llanamente, el glamour del trance; sin más.

Un ligero chapoteo le hizo volver del mundo de sus sentidos a la realidad; una sucesión de pequeñas ondas en la superficie de la piscina, le hicieron intuir que alguien había penetrado en la misma. Sintió como si alguien hubiera profanado su sancta sanctorum.

Las olas cada vez parecían tener más intensidad.

- "¿Moisés?"

Una voz, como un  dulce cuchicheo retumbó, tímidamente, por la estancia. Los latidos de un corazón hasta entonces tranquilo, sedado por el ambiente, se aceleraron y comenzaron a golpear ruidosamente su pecho. Tensionó su cuerpo por entero al sospechar que quien se acercaba era aquella mujer que había yacido junto a él en la sala de masaje. Extendió una mano pedigüeña que buscaba encontrar entre las tinieblas otra con el mismo afán; y la encontró. Ambas se entrelazaron y se agarraron férreamente, en un firme deseo de no volverse a separar jamás.

Los recuerdos afloraron, una vez más, mientras sentía cerca de él la presencia de aquella mujer; al tiempo que toda su esperanza se abría hacia el futuro.

Moisés, lloró.


Para el Premio Pérez - Taybilí, 2016. Medina Cultura en colaboración con el Ayuntamiento de Toledo.

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