Su mirada, perdida en el infinito; en
un horizonte lejano de las tierras de Castilla; de esa Castilla dorada, del
estío, que confunde en sus vaivenes las idas y venidas de las espigas con el
oleaje, de un Cantábrico hermanado de por vida con estas tierras.
Sus pensamientos vagan a horcajadas de
las finas agujas balanceando, en melancólico movimiento, unas reflexiones
desprovistas de euforia al contemplar la previsible magnífica cosecha que se
avecina.
El grano, prieto como las carnes de un muchacho,
amenaza con desgarrar ese útero que le resguarda, antes de llegar a término el
embarazo.
El pitillo, tosco, de picadura,
enarbola una fumata blanca de paz, de sosiego, como queriendo dar al momento la
solemnidad que el veterano labrador esboza en su rostro.
Las mil arrugas que cubren su curtida
frente, permiten la llegada de una más, llegada de improviso, al descubrir sus
cansados ojos azules un nubarrón de los que "el hombre del tiempo" de
la tele llamaría cumulonimbos, al final de las tierras del "Colás",
su vecino de cultivo. Era pequeña; pero bastaba con que un ligero cambio de
aire la llevara hacia sus tierras para que las ilusiones de toda una temporada
de labranza se vinieran, de golpe, al traste.
En el aire pareció suspenderse durante
unos segundos eternos, las ilusiones de un hombre; sus sueños; proyectos nada
opulentos: cambiar las tejas del cobertizo; algún regalo para su mujer y el
resto para engordar los ahorros e invertirlos, si todo iba bien, dos años más
tarde, en la universidad de su única hija.
El semblante del labriego fue
atravesado por una contracción casi imperceptible al imaginarse que sus planes
se podían caer y venirse abajo como lo
haría un frágil castillo de naipes.
Tiró el pitillo al polvoriento suelo
de la linde del estrecho camino que jalonaba su campo y, con rabia, restregó
tres o cuatro veces el hierro de la azada sobre
la maltrecha colilla hasta quedar completamente convencido de que estaba
apagada.
Volvió la espalda al horizonte y
comenzó a desandar el trayecto hacia la casa.
Un lejano pero aterrador sonido
impactó sobre su espina dorsal haciéndole temblar todo el cuerpo ¡Tormenta!
Lentamente se giró para hacerla frente con el coraje de quien, sabiendo que
nada puede hacer contra los elementos, les mira fijamente dispuesto a que una
vez terminado el desaguisado, enarbolará, otra vez, el azadón; inclinará su torso y volverá a perfilar
rectilíneos surcos que sirvan de sustrato a una nueva sementera.
El relámpago zigzagueó tímidamente; el
aire casi, imperceptible, olía a tierra mojada y, complacido, comprobó que
soplaba en otra dirección.
Volvió a retomar la marcha. Había
tenido suerte.
Para el IV Concurso de Relatos
Breves de Quintanilla de Arriba. Asociación
Los Rucheles, Amigos de Quintanilla de Arriba. (Valladolid).
No hay comentarios:
Publicar un comentario