miércoles, 28 de septiembre de 2016

Mesura


Su mirada, perdida en el infinito; en un horizonte lejano de las tierras de Castilla; de esa Castilla dorada, del estío, que confunde en sus vaivenes las idas y venidas de las espigas con el oleaje, de un Cantábrico hermanado de por vida con estas tierras.

Sus pensamientos vagan a horcajadas de las finas agujas balanceando, en melancólico movimiento, unas reflexiones desprovistas de euforia al contemplar la previsible magnífica cosecha que se avecina.

El grano,  prieto como las carnes de un muchacho, amenaza con desgarrar ese útero que le resguarda, antes de llegar a término el embarazo.

El pitillo, tosco, de picadura, enarbola una fumata blanca de paz, de sosiego, como queriendo dar al momento la solemnidad que el veterano labrador esboza en su rostro.

Las mil arrugas que cubren su curtida frente, permiten la llegada de una más, llegada de improviso, al descubrir sus cansados ojos azules un nubarrón de los que "el hombre del tiempo" de la tele llamaría cumulonimbos, al final de las tierras del "Colás", su vecino de cultivo. Era pequeña; pero bastaba con que un ligero cambio de aire la llevara hacia sus tierras para que las ilusiones de toda una temporada de labranza se vinieran, de golpe, al traste.

En el aire pareció suspenderse durante unos segundos eternos, las ilusiones de un hombre; sus sueños; proyectos nada opulentos: cambiar las tejas del cobertizo; algún regalo para su mujer y el resto para engordar los ahorros e invertirlos, si todo iba bien, dos años más tarde, en la universidad de su única hija.

El semblante del labriego fue atravesado por una contracción casi imperceptible al imaginarse que sus planes se podían caer y  venirse abajo como lo haría un frágil castillo de naipes.

Tiró el pitillo al polvoriento suelo de la linde del estrecho camino que jalonaba su campo y, con rabia, restregó tres o cuatro veces el hierro de la azada sobre  la maltrecha colilla hasta quedar completamente convencido de que estaba apagada.

Volvió la espalda al horizonte y comenzó a desandar el trayecto hacia la casa.

Un lejano pero aterrador sonido impactó sobre su espina dorsal haciéndole temblar todo el cuerpo ¡Tormenta! Lentamente se giró para hacerla frente con el coraje de quien, sabiendo que nada puede hacer contra los elementos, les mira fijamente dispuesto a que una vez terminado el desaguisado, enarbolará, otra vez, el azadón;  inclinará su torso y volverá a perfilar rectilíneos surcos que sirvan de sustrato a una nueva sementera.

El relámpago zigzagueó tímidamente; el aire casi, imperceptible, olía a tierra mojada y, complacido, comprobó que soplaba en otra dirección.

Volvió a retomar la marcha. Había tenido suerte.


Para el IV Concurso de Relatos Breves de Quintanilla de Arriba. Asociación Los Rucheles, Amigos de Quintanilla de Arriba. (Valladolid).



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