miércoles, 28 de septiembre de 2016

Tomás


Tomás miraba a la vida desde su rincón de aquél café de rancio abolengo, mientras daba vueltas irreflexivamente, al de moca que bailaba al son de una cucharilla que, afanosamente, buscaba disolver un azucarillo que a Tomás se le había olvidado echar.

A su derecha, un manojo de folios apilados, esperaban pacientemente, que el eterno escritor, bajara de inspeccionar sus particulares nubes y engarabatara, a modo de excusa, unos cuantos renglones que tatuaran la insolente virginal blancura de aquellos papales.

Pero Tomás estaba en su mundo. En su otro mundo. Volvió al terreno al tiempo que sus labios degustaron y constataron el amargor de una infusión desprovista del mínimo atisbo de dulzor. Le faltaba el punto que él anhelaba para su propia vida.

El cafetín, pintado de un verde pálido la media pared que sobrepasaba la otra revestida de madera oscura, trataba de conservar el glamour que unas cuantas décadas atrás, había llegado a tener. Pero era un espejismo anacrónico; ni los dueños estaban por la labor de gastarse un sólo euro en una remodelación más o menos digna, ni parecía que, la clientela, gustara de entrar en aquél local; salvo unos cuantos que, bien por la pijotería de tomarse una copa en un sitio retro, bien por pura rutina, se dejaban caer con cierta asiduidad, por aquél espacio casi intemporal. Menos Tomás. Parecía que en su rincón, era dónde mejor conectaba con las musas; aunque, la verdad, sus musas se dejaban ver de cuando en vez...

La estilográfica descargó una gota azul sobre el inmaculado pliego dibujando una estrella que a medida que se acercaba a sus puntas el color perdía intensidad. Cerró su pluma mientras mascullaba un juramento al comprobar que varios de aquellos folios estampaban casi la misma estrella en el mismo sitio; como si de una fotocopia se tratara.

Comprobó, otra vez, el gusto de su café y se cercioró de que aún no le había echado la correspondiente dosis de azúcar. Con medio terrón era suficiente. Se trataba de aminorar, un poco, el excesivo amargor de la tisana.

Su quimérica nube bien pudiera estar, físicamente, mucho más cerca que los camareros y habituales clientes del local pudieran imaginarse.

Reservó la mitad de ese azucarillo y volvió a caer en su aparente letargo, totalmente controlado por su cabeza. Esperó pacientemente. Cualquiera creyera que en su postura, totalmente hierática, se escondía el grado de concentración que hacía que las musas acudieran a él en tropel; casi al toque campanil de arrebato; nada más lejos de la realidad; los folios ahumados por el ambiente del local, habían perdido parte de su virginidad no ya sólo por el chapón de tinta azul que una buena parte de ellos lucían, sino porque, lentamente y de manera silenciosa, una fina capa mezcla de grasa y humo se depositaba en sus hojas como si de un forro de libro colegial se tratara.

Permaneció un buen rato impertérrito, dirigiendo, a intervalos, su mirada al cercano rincón que formaba el ángulo de dos paredes y allí abajo, lejos de las indiscretas miradas  de los moradores circunstanciales de la estancia, un ligerísimo movimiento atrajo, por fin, la mirada de Tomás.

¡Allí estaba, por fin! ¡Ya era hora! ¡Dónde habría estado metido durante ese tiempo de espera! ¡Se había retrasado!

Una diminutas orejitas asalmonadas seguían un hocico rosa que, como si tuviera vida propia, olisqueaba cualquier elemento que le saliera al paso, titubeante; mezcla de prudencia e intenso miedo, pero enérgicamente predispuesto a recoger su ración cotidiana de golosina que aquella mano, inmensamente grande para él, le acercaba hasta casi tocarlo cada día.

Nadie parecía prestar atención a aquella escena. Tomás se agachaba lentamente desfigurando su movimiento con un ligero toque a los cordones de sus zapatos, perfectamente anudados, para llegar un poco más adelante de ellos y depositar, al amparo de la pata de su silloncito, la preciada chuchería.

Acostumbraba a empezar a roer, en un gesto de clara glotonería, el terrón en el mismo momento; hasta conseguir hacerle lo suficientemente manejable para poderle transportar a su pequeña guarida en las profundidades del salón. Pero aquella tarde el ratoncillo en cuanto tuvo el tesoro a su alcance, salió con una rapidez hasta entonces no utilizada, lo aprehendió con bastante maña y desapareció por la minúscula ranura que se dibujaba entre dos tablas que acolchaban la pared.

Un gesto de desencanto se asomó al rostro de Tomás. Le hubiera gustado disfrutar un poco más de la presencia de su interesado amigo. Sin duda algo le debía de reclamar con necesidad imperiosa, para cambiar tan radicalmente las costumbres el animalillo.

En esos pensamientos estaba, cuando se percató de la delgadez que, en aquella rápida visita, había notado en su compañero ¡No había ninguna duda! Era una hembra y la urgencia por volver a sus aposentos estribaba  en la camada que, sin duda, le esperaba en el nido formado por trozos multicolores de hilos, entresacados hábilmente,  de las chaquetas de los visitantes humanos a lo que consideraba sus posesiones.

Tomás volvió a abrir su estilográfica y, como un autómata, empezó a escribir palabras con tal rapidez que hizo que los camareros del cafetín entrechocaran sus codos en clara señal de aviso y de estar viviendo un acontecimiento totalmente inusitado para ellos.

Tomás no paraba de escribir ¿Pero sobre qué?


Para la II Edición del Premio de Narrativa Breve, Cristina Tomi.  web www.uncafeconliteratos.es

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