Tomás miraba a la vida desde su rincón
de aquél café de rancio abolengo, mientras daba vueltas irreflexivamente, al de
moca que bailaba al son de una cucharilla que, afanosamente, buscaba disolver
un azucarillo que a Tomás se le había olvidado echar.
A su derecha, un manojo de folios
apilados, esperaban pacientemente, que el eterno escritor, bajara de
inspeccionar sus particulares nubes y engarabatara, a modo de excusa, unos
cuantos renglones que tatuaran la insolente virginal blancura de aquellos
papales.
Pero Tomás estaba en su mundo. En su
otro mundo. Volvió al terreno al tiempo que sus labios degustaron y constataron
el amargor de una infusión desprovista del mínimo atisbo de dulzor. Le faltaba
el punto que él anhelaba para su propia vida.
El cafetín, pintado de un verde pálido
la media pared que sobrepasaba la otra revestida de madera oscura, trataba de
conservar el glamour que unas cuantas décadas atrás, había llegado a tener.
Pero era un espejismo anacrónico; ni los dueños estaban por la labor de
gastarse un sólo euro en una remodelación más o menos digna, ni parecía que, la
clientela, gustara de entrar en aquél local; salvo unos cuantos que, bien por
la pijotería de tomarse una copa en un sitio retro, bien por pura rutina, se
dejaban caer con cierta asiduidad, por aquél espacio casi intemporal. Menos
Tomás. Parecía que en su rincón, era dónde mejor conectaba con las musas;
aunque, la verdad, sus musas se dejaban ver de cuando en vez...
La estilográfica descargó una gota
azul sobre el inmaculado pliego dibujando una estrella que a medida que se
acercaba a sus puntas el color perdía intensidad. Cerró su pluma mientras
mascullaba un juramento al comprobar que varios de aquellos folios estampaban
casi la misma estrella en el mismo sitio; como si de una fotocopia se tratara.
Comprobó, otra vez, el gusto de su
café y se cercioró de que aún no le había echado la correspondiente dosis de
azúcar. Con medio terrón era suficiente. Se trataba de aminorar, un poco, el
excesivo amargor de la tisana.
Su quimérica nube bien pudiera estar,
físicamente, mucho más cerca que los camareros y habituales clientes del local
pudieran imaginarse.
Reservó la mitad de ese azucarillo y
volvió a caer en su aparente letargo, totalmente controlado por su cabeza.
Esperó pacientemente. Cualquiera creyera que en su postura, totalmente
hierática, se escondía el grado de concentración que hacía que las musas
acudieran a él en tropel; casi al toque campanil de arrebato; nada más lejos de
la realidad; los folios ahumados por el ambiente del local, habían perdido
parte de su virginidad no ya sólo por el chapón de tinta azul que una buena
parte de ellos lucían, sino porque, lentamente y de manera silenciosa, una fina
capa mezcla de grasa y humo se depositaba en sus hojas como si de un forro de
libro colegial se tratara.
Permaneció un buen rato impertérrito,
dirigiendo, a intervalos, su mirada al cercano rincón que formaba el ángulo de
dos paredes y allí abajo, lejos de las indiscretas miradas de los moradores circunstanciales de la
estancia, un ligerísimo movimiento atrajo, por fin, la mirada de Tomás.
¡Allí estaba, por fin! ¡Ya era hora!
¡Dónde habría estado metido durante ese tiempo de espera! ¡Se había retrasado!
Una diminutas orejitas asalmonadas
seguían un hocico rosa que, como si tuviera vida propia, olisqueaba cualquier
elemento que le saliera al paso, titubeante; mezcla de prudencia e intenso
miedo, pero enérgicamente predispuesto a recoger su ración cotidiana de
golosina que aquella mano, inmensamente grande para él, le acercaba hasta casi
tocarlo cada día.
Nadie parecía prestar atención a
aquella escena. Tomás se agachaba lentamente desfigurando su movimiento con un
ligero toque a los cordones de sus zapatos, perfectamente anudados, para llegar
un poco más adelante de ellos y depositar, al amparo de la pata de su
silloncito, la preciada chuchería.
Acostumbraba a empezar a roer, en un
gesto de clara glotonería, el terrón en el mismo momento; hasta conseguir
hacerle lo suficientemente manejable para poderle transportar a su pequeña
guarida en las profundidades del salón. Pero aquella tarde el ratoncillo en
cuanto tuvo el tesoro a su alcance, salió con una rapidez hasta entonces no
utilizada, lo aprehendió con bastante maña y desapareció por la minúscula
ranura que se dibujaba entre dos tablas que acolchaban la pared.
Un gesto de desencanto se asomó al
rostro de Tomás. Le hubiera gustado disfrutar un poco más de la presencia de su
interesado amigo. Sin duda algo le debía de reclamar con necesidad imperiosa,
para cambiar tan radicalmente las costumbres el animalillo.
En esos pensamientos estaba, cuando se
percató de la delgadez que, en aquella rápida visita, había notado en su
compañero ¡No había ninguna duda! Era una hembra y la urgencia por volver a sus
aposentos estribaba en la camada que,
sin duda, le esperaba en el nido formado por trozos multicolores de hilos,
entresacados hábilmente, de las
chaquetas de los visitantes humanos a lo que consideraba sus posesiones.
Tomás volvió a abrir su estilográfica
y, como un autómata, empezó a escribir palabras con tal rapidez que hizo que
los camareros del cafetín entrechocaran sus codos en clara señal de aviso y de
estar viviendo un acontecimiento totalmente inusitado para ellos.
Para la II Edición del Premio
de Narrativa Breve, Cristina Tomi. web www.uncafeconliteratos.es
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