Bien sabes tú, de sobra, a quién le interesa, pues eres el sujeto
destinatario de mi misiva.
Esta carta es para pedirte perdón por
unos hechos que ocurrieron hace treinta años; y que por dejadez y un mucho de
orgullo malentendido, han impedido que durante tantos años, ni mi cabeza ni mis
manos, hayan sido capaces de hacer lo que el sentido común, me susurraba desde
algún perdido rincón de mi subconsciente.
Siempre mi, obstinada, cabeza ha
encontrado excusas para no hacerlo. Cuando trabajaba, porque mi jornada laboral
era extensa y apretado su contenido a la vez; ahora, jubilado prematuramente,
he hallado tantos cauces para mantener las horas del día ocupadas que no tenía
tiempo para escribirte unas líneas.
Líneas escritas, obviando que también
existieron otras telefónicas que mi dejadez ha hecho antiguas y que la
modernidad nos ha dotado de otros aparatos minúsculos que portamos en los
bolsillos cual cajetillas del denostado tabaco, que necesitan diez segundos, si
se quiere, para establecer una conexión.
No hay excusas. No, cuando, en conciencia, uno mismo sabe que no hay
razones para el abandono en el tiempo. Podrá fingir engañarse a sí mismo, pero
falsamente porque él conoce la verdad.
Y la verdad, sin tapujos, es que por
pereza, que ya es triste, durante años no te he pedido disculpa por lo de aquél
día.
Sé lo que supuso para ti mi acción.
Conocí, pues frecuentábamos los mismos núcleos de amistades, lo que supuso
aquél suceso entre tus "amigos" y supe que muchos te volvieron la
espalda y que dejaron de considerarte un líder. Algunas de las chicas que
revoloteaban a tu alrededor, dejaron de
hacerlo. Lo siento. La vida es así.
No quiero dejar pasar un día más sin
rendirte cuentas y pedirte, abiertamente, que me perdones; aunque pudiera ser
que el motivo por el que te lo pido sea para tí un vago recuerdo que mi carta
te vuelve a traer a tu vida, hasta ahora totalmente olvidado en un baúl de los
recuerdos creado, ex profeso, con caducidad...cuya fecha viene a estar identificada
con la jubilación.
Por ello te pido, con cierta
vehemencia, me amnistíes por aquella mano enguantada que, cierta tarde de un
postrer verano, salió disparada, como un muelle, hacia el poste derecho de una
portería que veía peligrar su pureza por un balón salido, magistralmente, desde
tu bota izquierda.
Me valió un titulo; y, por esas
injusticias de la juventud, cayó un ídolo, como lo eras tú para aquella
generación que jugábamos al fútbol.
Para la II Convocatoria
Revista Furman 217. (EE.UU.)
No hay comentarios:
Publicar un comentario