Era uno de los tres
o cuatro bares que existían desde siempre en aquél precioso pueblo noble y
costero del norte de España. Veraniego por naturaleza y en el que sus
habitantes se transformaban en tres o cuatro veces más durante los meses del
estío.
Su historia, sus
monumentos, y una playa coqueta y segura, se unían al encanto natural de unos
paisajes, francamente, inigualables. Aunque, he de decir, que en esta historia
soy parte interesada; porque a ese lugar de ensueño, acudíamos verano tras
verano a pasar nuestro largo mes de asueto playero.
Y cuando el día se
vencía, aún cuando sin llegar todavía el crepúsculo, mis padres con sus tres
hijos se encaminaban, tras la consabida merienda campestre si la bondad del día
lo había propiciado, hacia el centro de reunión por excelencia del lugar. El
"Alma Mater", socialmente hablando, de la vida del pueblo; la plaza
en la que se asentaban tres de los cuatros bares, de amplias terrazas, que
contribuían, en gran medida, a interrelacionar a los diferentes veraneantes
llegados a la preciosa localidad de allende las Españas; y en el que resultaba
curioso, del que hacíamos un juego los niños, descubrir sus lugares de
procedencia por la forma de arrastrar las palabras o las expresiones que
utilizaban al dirigirse a ti.
De los tres, mi
padre eligió, desde el primer momento, El Covadonga. Fiel a su idea de huir de
todo lo que fuera parafernalia y un boato un tanto absurdo; se inclinó por un local, pintado su pared
hasta casi la mitad de su altura de color naranja y la otra media revestida por
un forro de madera de color verde botella. La mitas superior, la de color
naranja, se adornaba con dibujos, como si con tinta china negra se hubieran
delineado, que reproducían casonas y monumentos típicos de la villa montañesa;
silueteados por un contorno metálico. Y, seguramente, también terminó por
decantarse de por vida por aquél café la pulcritud y, sobre todo, el trato que
desde el primer momento recibimos por parte del dueño y del camarero del café,
los añorados Cuco y Borreguero.
En la terraza de
aquél "nuestro café", se paraban y terminaban por sentarse en nuestra
mesa algunos compañeros de profesión de mi padre, destinados en otras ciudades
que la nuestra pero que el veraneo les servía como nexo de unión y sobre todo
de puesta al día de qué era la vida de fulano o de mengano; en un interés
personal que, en la milicia, no caía en el cotilleo; era una manera franca y
verdaderamente de interés por saber si el tal fulano o mengano habían tenido
suerte en su nuevo destino o si seguían siendo tan cascarrabias o no; a la par
que, en un exceso, se tomaban un café de más si alguno de los contertulios
había ascendido de rango en el empleo durante aquél invierno.
Pero, además, El
Covadonga, a diferencia de los otros dos bares de aquella plaza que perdía su
nombre oficial por el que todo el pueblo la conocía, "El Corro"; o,
para ser más exactos, "El Corru", como la llamaban los queridos
lugareños, era el mercado de interrelaciones entre veraneantes y oriundos de la
villa. Y era frecuente ver en nuestra mesa de contrachapado en la terraza
exterior, si no llovía, o en las marmoladas con forjadas patas de hierro, en el
interior, cuando el tiempo ejercía de lo que, por aquellos tiempos del cuplé
era lo correcto, llover muchos días del verano; pero al norte no se va sólo a
tostarse a una playa, por mucho que apetezca. Como digo era frecuente contar
con un buen número de las fuerzas vivas de la localidad compartiendo cafés y
churros con nosotros alrededor de cualquiera de los dos tipos de mesas.
Y para mi familia,
las fuerza vivas, no eran, precisamente, las autoridades del lugar; ni mucho
menos. Mi padre huía, no por ser una persona huraña, pues era todo lo
contrario, sino por su percepción humilde de la vida y de todo lo que fuera el
compadreo de la política de aquellos tiempos y, mucho más de las fortunas
creadas "al pairo" de la "Nueva España" que había surgido
tras el desarrollo industrial que se estaba dando en los años sesenta.
Y nuestras queridas
fuerza vivas, se solían circunscribir a un par de hermanas dueñas de la casa
donde veraneaban unos tíos nuestros, un par de amigas de ellas, el peluquero y
concejal durante algunos años del ayuntamiento del pueblo, un querido
filántropo, solterón y forrado de dinero, al que me encantaba escuchar sus
andanzas por Filipinas, y ¡cómo no! a nuestra querida Fe, la de Calzados La
Goma, quien nos ponía al corriente de todo lo que pasaba en el precioso pueblo
pues su local, era como la taberna medieval en la que los transeúntes
intercambiaban historias de los confines del entonces universo conocido.
Y tantos otros
personajes, el lechero, que nos regalaba céntimos de plástico franceses
devaluados tras el mayo del 68, el dueño de la otra zapatería de más empaque,
Manuela, Nandina, la entrañable Nandina, Paquita la farmacéutica...y un corto
pero selecto etcétera que nos brindaron su amistad de por vida y que
contribuyeron, sin duda, a que alrededor de una humeante taza de café, los que
tenían edad para hacerlo, comprendieran mejor a aquellas gentes y, sobre todo,
a que la familia en pleno, llevara para siempre a Comillas en su corazón.
Para el I Premio Relato Corto
Café Gosoa. Cafés
GOSOA.
No hay comentarios:
Publicar un comentario