miércoles, 28 de septiembre de 2016

El Covadonga


Era uno de los tres o cuatro bares que existían desde siempre en aquél precioso pueblo noble y costero del norte de España. Veraniego por naturaleza y en el que sus habitantes se transformaban en tres o cuatro veces más durante los meses del estío.

Su historia, sus monumentos, y una playa coqueta y segura, se unían al encanto natural de unos paisajes, francamente, inigualables. Aunque, he de decir, que en esta historia soy parte interesada; porque a ese lugar de ensueño, acudíamos verano tras verano a pasar nuestro largo mes de asueto playero.

Y cuando el día se vencía, aún cuando sin llegar todavía el crepúsculo, mis padres con sus tres hijos se encaminaban, tras la consabida merienda campestre si la bondad del día lo había propiciado, hacia el centro de reunión por excelencia del lugar. El "Alma Mater", socialmente hablando, de la vida del pueblo; la plaza en la que se asentaban tres de los cuatros bares, de amplias terrazas, que contribuían, en gran medida, a interrelacionar a los diferentes veraneantes llegados a la preciosa localidad de allende las Españas; y en el que resultaba curioso, del que hacíamos un juego los niños, descubrir sus lugares de procedencia por la forma de arrastrar las palabras o las expresiones que utilizaban al dirigirse a ti.

De los tres, mi padre eligió, desde el primer momento, El Covadonga. Fiel a su idea de huir de todo lo que fuera parafernalia y un boato un tanto absurdo;  se inclinó por un local, pintado su pared hasta casi la mitad de su altura de color naranja y la otra media revestida por un forro de madera de color verde botella. La mitas superior, la de color naranja, se adornaba con dibujos, como si con tinta china negra se hubieran delineado, que reproducían casonas y monumentos típicos de la villa montañesa; silueteados por un contorno metálico. Y, seguramente, también terminó por decantarse de por vida por aquél café la pulcritud y, sobre todo, el trato que desde el primer momento recibimos por parte del dueño y del camarero del café, los añorados Cuco y Borreguero.

En la terraza de aquél "nuestro café", se paraban y terminaban por sentarse en nuestra mesa algunos compañeros de profesión de mi padre, destinados en otras ciudades que la nuestra pero que el veraneo les servía como nexo de unión y sobre todo de puesta al día de qué era la vida de fulano o de mengano; en un interés personal que, en la milicia, no caía en el cotilleo; era una manera franca y verdaderamente de interés por saber si el tal fulano o mengano habían tenido suerte en su nuevo destino o si seguían siendo tan cascarrabias o no; a la par que, en un exceso, se tomaban un café de más si alguno de los contertulios había ascendido de rango en el empleo durante aquél invierno.

Pero, además, El Covadonga, a diferencia de los otros dos bares de aquella plaza que perdía su nombre oficial por el que todo el pueblo la conocía, "El Corro"; o, para ser más exactos, "El Corru", como la llamaban los queridos lugareños, era el mercado de interrelaciones entre veraneantes y oriundos de la villa. Y era frecuente ver en nuestra mesa de contrachapado en la terraza exterior, si no llovía, o en las marmoladas con forjadas patas de hierro, en el interior, cuando el tiempo ejercía de lo que, por aquellos tiempos del cuplé era lo correcto, llover muchos días del verano; pero al norte no se va sólo a tostarse a una playa, por mucho que apetezca. Como digo era frecuente contar con un buen número de las fuerzas vivas de la localidad compartiendo cafés y churros con nosotros alrededor de cualquiera de los dos tipos de mesas.

Y para mi familia, las fuerza vivas, no eran, precisamente, las autoridades del lugar; ni mucho menos. Mi padre huía, no por ser una persona huraña, pues era todo lo contrario, sino por su percepción humilde de la vida y de todo lo que fuera el compadreo de la política de aquellos tiempos y, mucho más de las fortunas creadas "al pairo" de la "Nueva España" que había surgido tras el desarrollo industrial que se estaba dando en los años sesenta.

Y nuestras queridas fuerza vivas, se solían circunscribir a un par de hermanas dueñas de la casa donde veraneaban unos tíos nuestros, un par de amigas de ellas, el peluquero y concejal durante algunos años del ayuntamiento del pueblo, un querido filántropo, solterón y forrado de dinero, al que me encantaba escuchar sus andanzas por Filipinas, y ¡cómo no! a nuestra querida Fe, la de Calzados La Goma, quien nos ponía al corriente de todo lo que pasaba en el precioso pueblo pues su local, era como la taberna medieval en la que los transeúntes intercambiaban historias de los confines del entonces universo conocido.

Y tantos otros personajes, el lechero, que nos regalaba céntimos de plástico franceses devaluados tras el mayo del 68, el dueño de la otra zapatería de más empaque, Manuela, Nandina, la entrañable Nandina, Paquita la farmacéutica...y un corto pero selecto etcétera que nos brindaron su amistad de por vida y que contribuyeron, sin duda, a que alrededor de una humeante taza de café, los que tenían edad para hacerlo, comprendieran mejor a aquellas gentes y, sobre todo, a que la familia en pleno, llevara para siempre a Comillas en su corazón.

Curiosamente, mi padre Explorador desde niño, hoy Boy Scout, para nuestras meriendas campestres, se había procurado un simple bote que guardaba en las entrañas de una rocas enclavadas hoy en lo que fue en su día la ampliación del camping,  en las que depositaba y hervía su café, negro como el carbón, y disfrutar de nuestras familiares tertulias, trasladando, de esa manera, el embrujo del café tradicional a un lugar abierto, a veces lloviznando, en el que el mar estaba presente por el norte y en la montaña se apoyaban nuestras espaldas mientras saboreábamos aquél hirviente café...de bote.


Para el I Premio Relato Corto Café Gosoa. Cafés GOSOA.

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