La noche era de las de órdago. Llegar,
cargado con la pesada maleta, por el estrecho bulevar que daba acceso a la estación, resultaba costoso; al
peso de la maleta había que sumarle la buena longitud del paseo y en esa noche,
además, nevaba profusamente y desde hacía las horas suficientes como para que
aquél trayecto se convirtiera en una dura aventura.
Los resbalones eran frecuentes y
ponían en peligro la integridad física de un viajero que, sin más, una hora
antes, había decidido abandonar su residencia sin ningún rumbo prefijado;
dependiendo del viento que soplara; le daba lo mismo que fuera por babor o
estribor.
Cuando, por fin, encontró abrigo, es decir, logró llegar al
enladrillado pórtico de la estación, se dio de bruces con la típica salita de
pueblo de principio de los setenta; bastante bien mantenida; sin grandes
muestras de un aseo minucioso, pero de igual manera con síntomas de que las
escobas pasaban con cierta asiduidad los rayados azulejos , otrora
blanquecinos, del suelo de la instancia. Ésta se encontraba ahíta de los
típicos bancos de madera, con más estilo de bancos de jardín que de la propia
estación. Es como si al acicalar el bulevar de acceso al apeadero, los bancos
que sobraron sirvieron para dotar de los mismos al habitáculo ferroviario;
incluso conservaban su color verde botella, muy en consonancia con los que se
veían en casi todos los parques desperdigados por cualquier población de la
época.
Entrar bajo el amparo de ese
adoquinado abrigo significaba, solamente, que dejabas de mojarte. Quizás, en un
principio, resultara suficiente; pero a los cinco minutos de estancia, te veías
obligado a rebozarte en el abrigo para protegerte de los fuertes vientos que se
colaban de rondón por los infinitos resquicios que aquél elemento hostil
descubría, con el mayor descaro, y que la construcción ocultaba; al menos a los
ojos de los profanos. Entraba por esos agujeros imperceptibles y por el rebaje
que sufría el portalón de la entrada, visible desde la mitad del paseo y que en
la oscuridad del ambiente de la noche, al menos servía como faro de navegantes
para hacerte una idea por dónde se ubicaba la estación.
Y arrebujado entre sus pertrechos, en
la esquina opuesta a la entrada; buscando el lugar que, a priori, fuera el
menos propicio para que el frío le alcanzara de una forma más virulenta, se
dispuso a que las horas pasaran hasta el momento en que el encargado de la
ventanilla de los billetes tuviera a bien ocupar la mesita destinada a la
expedición de los preceptivos billetes...del rumbo...se enteraría por boca del
propio empleado...le importaba poco cual fuera...
Cuando empezaba a sentir la modorra
que propicia el entrar en calor, aunque sólo lo hiciera someramente, se percató
de otro bulto que se amontonaba en la otra esquina del fondo opuesto a él.
Coincidieron las miradas una fracción
de segundo; ella agachó la vista e, instintivamente, tiró de su corto y raído
abrigo hacia abajo, en un gesto como para preservar de la mirada aquello que de
por sí no se veía.
Gesto que fue seguido por los ojos del
viajero nocturno y descubrió, en su recorrido, que lo que aquella mujer,
seguramente, intentaba tapar, era un más que discreto agujero que dejaba al
exterior la rodilla izquierda por entero.
Esta vez fu él quien bajó la vista
rápidamente, avergonzado de haber descubierto la pequeña miseria de aquella
orgullosa y coqueta mujer que se parapetaba, literalmente, tras su maleta de
cartón usada a modo de cortavientos invernales.
Se estiró todo lo que pudo sin
desprenderse del abrigo que había cumplido la misión para la que había sido
confeccionado cuando oyó cierto revuelo de pasos y el correr, nada discreto, de
la silla del despacho del emisor de los billetes.
Miró en dirección al lugar que ocupaba
su callada vecina de albergue nocturno y descubrió que ya no estaba....se había
ido envuelta en las gélidas sombras de la noche ¿A dónde? ¿Por qué?
Lo pensó un buen rato. Estaba en sus
elucubraciones cuando , de fondo, oyó el ruido de vapor característico y, unos segundos después, el chirriante pitido
que daba la señal de partida a aquél tren que, presumiblemente, él debía de
haber cogido. No hizo nada por pararle.
Por el vano que se abría por encima
del dintel de la puerta de acceso a la sala de espera de aquella estación,
comprobó que había amanecido; e, igualmente, corroboró que seguía nevando.
Se volvió a arrebujar entre los
pliegues de su abrigo, esperando la llegada de otro tren sin horario
establecido y volvió a entrar en un estado de sopor mientras se imaginaba a una
muchacha con una maleta de cartón, caminando bajo la nieve por las traviesas de
una vía de tren ,rumbo... a lo que se encontrara.
Para el I Certamen Literario,
López de Ayala. Ayuntamiento
de Guadalcanal. (Sevilla).
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