miércoles, 28 de septiembre de 2016

Noche vacía


La noche era de las de órdago. Llegar, cargado con la pesada maleta, por el estrecho bulevar que daba  acceso a la estación, resultaba costoso; al peso de la maleta había que sumarle la buena longitud del paseo y en esa noche, además, nevaba profusamente y desde hacía las horas suficientes como para que aquél trayecto se convirtiera en una dura aventura.

Los resbalones eran frecuentes y ponían en peligro la integridad física de un viajero que, sin más, una hora antes, había decidido abandonar su residencia sin ningún rumbo prefijado; dependiendo del viento que soplara; le daba lo mismo que fuera por babor o estribor.

Cuando, por fin,  encontró abrigo, es decir, logró llegar al enladrillado pórtico de la estación, se dio de bruces con la típica salita de pueblo de principio de los setenta; bastante bien mantenida; sin grandes muestras de un aseo minucioso, pero de igual manera con síntomas de que las escobas pasaban con cierta asiduidad los rayados azulejos , otrora blanquecinos, del suelo de la instancia. Ésta se encontraba ahíta de los típicos bancos de madera, con más estilo de bancos de jardín que de la propia estación. Es como si al acicalar el bulevar de acceso al apeadero, los bancos que sobraron sirvieron para dotar de los mismos al habitáculo ferroviario; incluso conservaban su color verde botella, muy en consonancia con los que se veían en casi todos los parques desperdigados por cualquier población de la época.

Entrar bajo el amparo de ese adoquinado abrigo significaba, solamente, que dejabas de mojarte. Quizás, en un principio, resultara suficiente; pero a los cinco minutos de estancia, te veías obligado a rebozarte en el abrigo para protegerte de los fuertes vientos que se colaban de rondón por los infinitos resquicios que aquél elemento hostil descubría, con el mayor descaro, y que la construcción ocultaba; al menos a los ojos de los profanos. Entraba por esos agujeros imperceptibles y por el rebaje que sufría el portalón de la entrada, visible desde la mitad del paseo y que en la oscuridad del ambiente de la noche, al menos servía como faro de navegantes para hacerte una idea por dónde se ubicaba la estación.

Y arrebujado entre sus pertrechos, en la esquina opuesta a la entrada; buscando el lugar que, a priori, fuera el menos propicio para que el frío le alcanzara de una forma más virulenta, se dispuso a que las horas pasaran hasta el momento en que el encargado de la ventanilla de los billetes tuviera a bien ocupar la mesita destinada a la expedición de los preceptivos billetes...del rumbo...se enteraría por boca del propio empleado...le importaba poco cual fuera...

Cuando empezaba a sentir la modorra que propicia el entrar en calor, aunque sólo lo hiciera someramente, se percató de otro bulto que se amontonaba en la otra esquina del fondo opuesto a él.

Coincidieron las miradas una fracción de segundo; ella agachó la vista e, instintivamente, tiró de su corto y raído abrigo hacia abajo, en un gesto como para preservar de la mirada aquello que de por sí no se veía.

Gesto que fue seguido por los ojos del viajero nocturno y descubrió, en su recorrido, que lo que aquella mujer, seguramente, intentaba tapar, era un más que discreto agujero que dejaba al exterior la rodilla izquierda por entero.

Esta vez fu él quien bajó la vista rápidamente, avergonzado de haber descubierto la pequeña miseria de aquella orgullosa y coqueta mujer que se parapetaba, literalmente, tras su maleta de cartón usada a modo de cortavientos invernales.

Se estiró todo lo que pudo sin desprenderse del abrigo que había cumplido la misión para la que había sido confeccionado cuando oyó cierto revuelo de pasos y el correr, nada discreto, de la silla del despacho del emisor de los billetes.

Miró en dirección al lugar que ocupaba su callada vecina de albergue nocturno y descubrió que ya no estaba....se había ido envuelta en las gélidas sombras de la noche ¿A dónde? ¿Por qué?

Lo pensó un buen rato. Estaba en sus elucubraciones cuando , de fondo, oyó el ruido de vapor característico  y, unos segundos después, el chirriante pitido que daba la señal de partida a aquél tren que, presumiblemente, él debía de haber cogido. No hizo nada por pararle.

Por el vano que se abría por encima del dintel de la puerta de acceso a la sala de espera de aquella estación, comprobó que había amanecido; e, igualmente, corroboró que seguía nevando.
Se volvió a arrebujar entre los pliegues de su abrigo, esperando la llegada de otro tren sin horario establecido y volvió a entrar en un estado de sopor mientras se imaginaba a una muchacha con una maleta de cartón, caminando bajo la nieve por las traviesas de una vía de tren ,rumbo... a lo que se encontrara.

Se quedó dormido.


Para el I Certamen Literario, López de Ayala. Ayuntamiento de Guadalcanal. (Sevilla).

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