miércoles, 28 de septiembre de 2016

Meeting doloroso


El fuerte dolor de cabeza llevaba dándome la vara todo el día; había empezado nada más entrar en la empresa, a primera hora, mi jefe se había encargado de poner a todo el equipo en ese estadio cercano al "no vales para nada",  que pasa de lo personal al grupo cuando mira cada uno las caras inexpresivas del resto de la cuadrilla.

Y, como si de una bomba de relojería retardada se tratara, poco a poco comienza a despertarse en el  interior unos latidos que, a simple vista, tú reconoces como propios; ese corazón que apenas late por la que te ha caído.

Pero el nivel sigue y sigue subiendo; y no sólo de intensidad, sino también de "piso" corporal; lo que antes ubicaba en su lugar habitual, en el pecho, ahora se había apoderado, de un amanera brutal, como si de un baluarte medieval se tratara arrasado por los bárbaros más bárbaros que jamás hayan existido, de tus sienes; y de ambas a la vez...

Y te tomas lo habitual en cada uno. Y piensas, queriéndote auto convencer de que en un par de minutos estarás nuevo; y Llegan y pasan; y el dolor sigue acompañándote casi como un acto solidario o la bienaventuranza de acompañar a los enfermos, tomada al pie de la letra.

Y el tiempo pasa y aquello queda, contradiciendo a Antonio Machado y, sobre todo, a la paz de cada cual; porque si algo tiene el dolor es que su machaconería termina por desquiciar al más pintado.

Llegas a casa con cara de acelga; la misma que te mira compasiva desde un plato hondo pidiendo clemencia; y se la concedes porque  no estás absolutamente para nada. Un par de vasos de agua para disolver la medicación que te has auto pautado, por delegación de las muchas veces que has pedido consejo y magia tu galeno.

Una cabezada rápida seguro que te despejará. No es así y te vas a trabajar, para "comerte el mundo", como te ha tratado de incentivar el jefe  casi de madrugada y cuando coges el pomo de la puerta del despacho, lo que suenan en tus oídos son timbales congoleños sin ningún tipo de ritmo que, al menos, te ponga el cuerpo de jota. Con j...le tienes, pero nada más.

Y en una repentina acción decides acudir a urgencias; ese reducto al que todos acudimos casi siempre en el peor momento; o porque realmente ya no hay vuelta atrás o porque decidimos visitarlo a ver si ese uñero se ha infectado o no...

Y cuando estás dando tus datos personales a la amable escribiente de turno, las luces del techo se desploman sobre tu aquejada cabeza y ...se hace la oscuridad...

Lo siguiente que empiezas a percibir son otras luces que pasan muy deprisa y borrosamente, intentas reconstruir una situación que tu propia cabeza no recuerda y entre una mirada acuosa percibes la silueta de las personas que se esfuerzan por arrastrar el túmulo rodante en el que te han empotrado; a duras penas consigues leer en una chapita, valga el símil, "Neuróloga" y le miras y te viene a la cabeza, o lo que queda que aún rinda de ella, algo que has leído en algún sitio, así de pasada y que venía a decir: “Los y las pacientes con migraña prefieren a sus neurólogos o neurólogas rubios o rubias”...definitivamente, aquél no era mi día; bajo el gorrito aséptico de su uniforme de campaña, sobresalía, exuberante, un hermoso mechón pelirrojo...

No lo debía de tener muy claro la residente de neurología o sí; pero para cuidarse en salud, en la suya naturalmente, me dejó ingresado toda aquella noche. Los medicamentos pautados y mucho más fuertes y en vena, hicieron el efecto inmediato que se les requiere para todas las ocasiones que, por mínimo que se el dolor, exigimos que nos lo quite de golpe; y los milagros existen pero de cuando en vez.

Una escasa cena para cubrir el expediente y tras un guiño a la auxiliar para que oyera el potente rugido de mis tripas, tuvo como respuesta que, incluso en Urgencias, me pudiera llevar un hospitalario yogur a la boca; que lo engulló con la avidez de quien lleva atravesando el desierto cuarenta días con sus cuarenta noches; y esto no es un símil.

Me dormí. En el box en el que me aparcaron estaba sólo. Debía de ser una "noche de urgencias buena". Ronqué. No me oí, pero cuando me despertaba a  ciertos intervalos de tiempo, la sequedad de mi garganta delataba mis iniciaciones cantoras.

Hacia las cuatro de la madrugada las cortinas de mi box se descorrieron y ante mí apareció la figura reconocible de la persona que me había otorgado con su magia el placer de no sentir ni el más ligero dolor y, envalentonado sin ese peso, el cuerpo me pedía salir pitando de aquél lugar e irme, directamente, a cantarle las cuarenta a mi jefe, al que consideraba el autor material de que a mí me hubiera dolido tanto la cabeza.

Iba a argumentar estos pensamientos a mi neuróloga con el fin de ablandar su corazón y tratar de conseguir que me mandara para mi casa pitando, pero  cuando le miré, esta vez con mejor visión y mantuve su mirada, el cruce con un par de bellísimos ojos verdes hizo temblar a unas piernas que, curiosamente, no estaban soportando el resto de mi osamenta; pero temblaban, vaya si temblaban...

Y, otra vez la cabeza se puso a funcionar a toda pastilla, valga el símil, a la velocidad que estaba entrenada para hacerlo, y me trajo, de sopetón, otra frase, más melodiosa, que había escuchado muchas veces..."aquellos ojos verdes..."

¿Migrañas? ¿Quién?...¿yo?... ¡Qué va! ¡Por Dios!

Con todo y, por si acaso colaba, pedí, sin éxito, estar un par de días más en aquél box de urgencias...


Para el Concurso de Relatos Breve GECSEN, 2016.



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