Hoy resulta
incomprensible ocultar el resultado de una batalla más allá de los que un dedo
aprieta el botón de un móvil y cuenta lo sucedido. A Ramsés II, hijo de Seti I,
le salió bastante bien la jugada, pues los dedos de los escribas, "notarios
de la realidad" de aquellos momentos no habían automatizado en su cerebro
que, con una operación tan simple, la información se expandía, a velocidad
vertiginosa por todo el Imperio Egipcio; el problema fue que ése botón y todo
lo que conlleva, tardaría muchos siglos aún en inventarse.
Y para corroborar la
gesta, su gesta, mandó edificar una esplendoroso templo que perpetuara en la
memoria del tiempo, aquella gran victoria en Kadesh sobre los hititas.
En el gran Templo,
pues fueron dos los construidos, en su fachada estaban apostados cuatros
guardianes pétreos que no eran ni más ni menos, que la propia representación en
piedra del faraón.
Otra civilización,
mucho más avanzada, al menos en el transcurrir de los siglos, determinó que en
el sitio que se había erigido el monumento a una batalla, ni tan siquiera
Pírrica, debía de construirse el aljibe por excelencia que dotara, para siempre
al país y a su rey Nilo, del flujo continuo que sirviera para controlar sus
crecidas y permitiera, por esa ley de punto óptimo, conseguir la cosecha media
para garantizar el alimento a todo un pueblo.
Y cual leva
medieval, fueron trasladados los colosos pétreos hasta la altura, perfectamente
estudiada, a la que estarían siempre fuera del alcance de la más insospechada
crecida de un lago Nasser que nace ya capado de esa posibilidad; la ingeniería
soviética diseñó, magníficamente, el gran grifo que alivie al lago si sus aguas
suben más del nivel adecuado.
Y un amanecer de
diciembre, mientras el sol entraba por la puerta del templo iluminando, como
una linterna mágica perfectamente estudiada, las figuras Amón, Ramsés II, y Ra
- Horakhit; pues Ptah, remolón, no se deja iluminar, seguramente porque a él le
va, mucho más, la oscuridad del inframundo, pues ese amanecer y desde un bajel
de los de hoy, me separaba lentamente de aquel templo que, un día antes, cuando
lo descubrí, sentí que mi vida sería de otra manera desde aquél mismo momento.
No habrá cambiado mucho exteriormente, pero algo, espiritual, terminó por
llenarme los espacios que, mi interior, celosamente aún guardaba vacíos.
Los templos que
visitamos los siguientes días de crucero, con la importancia que tienen en el
contexto histórico de Egipto, no sirvieron para calmar la excitación que Abu
Simbel me había provocado.
El barco me
separaba, hacia Asuán, con sus potentes máquinas, minuto a minuto, y yo sentía
en mi interior una fuerza que se agarraba a una maroma ficticia, como si del
juego de la soga se tratara, luchando contra aquellos motores para poder
acercarme, poco a poco, al santuario del que, por mor de un itinerario, me
separaban.
Para el XI Concurso de Relatos
de Viajes Moleskin 2016.
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