sábado, 20 de agosto de 2016

Desquite



Hoy resulta incomprensible ocultar el resultado de una batalla más allá de los que un dedo aprieta el botón de un móvil y cuenta lo sucedido. A Ramsés II, hijo de Seti I, le salió bastante bien la jugada, pues los dedos de los escribas, "notarios de la realidad" de aquellos momentos no habían automatizado en su cerebro que, con una operación tan simple, la información se expandía, a velocidad vertiginosa por todo el Imperio Egipcio; el problema fue que ése botón y todo lo que conlleva, tardaría muchos siglos aún en inventarse.

Y para corroborar la gesta, su gesta, mandó edificar una esplendoroso templo que perpetuara en la memoria del tiempo, aquella gran victoria en Kadesh sobre los hititas.

En el gran Templo, pues fueron dos los construidos, en su fachada estaban apostados cuatros guardianes pétreos que no eran ni más ni menos, que la propia representación en piedra del faraón.

Otra civilización, mucho más avanzada, al menos en el transcurrir de los siglos, determinó que en el sitio que se había erigido el monumento a una batalla, ni tan siquiera Pírrica, debía de construirse el aljibe por excelencia que dotara, para siempre al país y a su rey Nilo, del flujo continuo que sirviera para controlar sus crecidas y permitiera, por esa ley de punto óptimo, conseguir la cosecha media para garantizar el alimento a todo un pueblo.

Y cual leva medieval, fueron trasladados los colosos pétreos hasta la altura, perfectamente estudiada, a la que estarían siempre fuera del alcance de la más insospechada crecida de un lago Nasser que nace ya capado de esa posibilidad; la ingeniería soviética diseñó, magníficamente, el gran grifo que alivie al lago si sus aguas suben más del nivel adecuado.
Y un amanecer de diciembre, mientras el sol entraba por la puerta del templo iluminando, como una linterna mágica perfectamente estudiada, las figuras Amón, Ramsés II, y Ra - Horakhit; pues Ptah, remolón, no se deja iluminar, seguramente porque a él le va, mucho más, la oscuridad del inframundo, pues ese amanecer y desde un bajel de los de hoy, me separaba lentamente de aquel templo que, un día antes, cuando lo descubrí, sentí que mi vida sería de otra manera desde aquél mismo momento. No habrá cambiado mucho exteriormente, pero algo, espiritual, terminó por llenarme los espacios que, mi interior, celosamente aún guardaba vacíos.

Los templos que visitamos los siguientes días de crucero, con la importancia que tienen en el contexto histórico de Egipto, no sirvieron para calmar la excitación que Abu Simbel me había provocado.

El barco me separaba, hacia Asuán, con sus potentes máquinas, minuto a minuto, y yo sentía en mi interior una fuerza que se agarraba a una maroma ficticia, como si del juego de la soga se tratara, luchando contra aquellos motores para poder acercarme, poco a poco, al santuario del que, por mor de un itinerario, me separaban.

El lago Nasser, inmenso, actuó del sedante apropiado para combatir el estado en el que, mi mente, se quedó tras la partida de Abu Simbel. Mirar el oleaje de sus aguas pardas desde la amura de estribor del barco imaginando ver la desmesurada cola de los Titanes que, según los lugareños, pueblan esas aguas, fue el pasatiempo que ayudó a que mi cabeza, comprendiera que, quizás, algún día, lejano o no, en esta vida o en otra, volveré a ver, frente a mí, la grandeza y sobre todo la espiritualidad que tus muros irradian...


Para el XI Concurso de Relatos de Viajes Moleskin 2016.

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