Me crié en un barrio
que él mismo desconocía que lo era. Mi calle y sus alrededores eran sólo eso,
"la calle", donde se podía jugar a la pelota, los chicos y a la
tanga, las niñas del lugar, dibujando en el suelo cuadriculado de su calzada
con un trozo de escayola de cualquiera de las casas viejas que, junto al río,
se suicidaban en un acto de solidaridad hacia el mundo para que no se perdiera
tiempo en ellas.
Los escasos vehículos anunciaban su llegada,
dando tiempos a los usuarios de aquél espacio, prolongación de la casa
familiar, de "cuarto de juegos del verano", a echarnos a un lado y
dejar pasar al viajero; que, a su vez, era un motivo más de entretenimiento
para los alucinados chavales a los que ver un automóvil de cerca, aún les
resultaba extraño.
No era un barrio en
sí porque, sus moradores, aquellas angelicales criaturas que hemos sido todos
en nuestra niñez, no sabíamos ni lo que aquella palabra significaba. Era
"la calle". Ese sitio en el
que una pelota de goma rebotaba alegremente sobre un juego de tanga dibujado y,
chicos y chicas, disfrutaban del mismo metro cuadrado sin más.
Para el III Certamen de
Microcuentos, Vallecas Calle del Libro, 2016. Comunidad de Madrid.
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