jueves, 5 de mayo de 2016

Cromatismo


Un castellano puro, hasta en su esencia, viajó hacia unas islas; y, en su retina, llevaba inmovilizada la estampa, impresa, de colores  azafranados de sus campos; mezcla de ocres tamizados hacia el marrón o el oro y de sus extensos campos de trigos de largos cabellos rubios al viento.

Y del aeropuerto que, casualmente, se halla pintado todo su  extrarradio con esos pigmentos, la impresionante nave puso rumbo hacia el sur suroeste; dónde, hora y  media después, había quedado con unas perlas diseminadas en medio de un Atlántico azul intenso, profundo e inmenso.
La ventanilla de la aeronave, durante el trayecto, permitía  ver, entre las escasas nubes, algunos minúsculos pesqueros en los que se podía intuir el esfuerzo de sus marineros enfrascados en la dura labor diaria.

Los alisios de la zona pre ecuatorial , y las brisas costeras de la gigantesca África, jalonaban el espacio aéreo de nubes que invitaban a la meditación o al simple juego de descubrir figuras  de los más diversos objetos o personajes.

Una llamada de atención a través de la megafonía del avión, nos puso en sobre aviso de que los cinturones había que apretarlos pues comenzábamos a descender lentamente.

El acercamiento fue largo; parecía que el punto terrestre que se presumía que sería el de toma de contacto con la tierra, se encontraba demasiado lejos; pero la pericia del piloto y una voz desde una torre de pista lejana, atraían hacia el destino al aparato como si un potente imán tirara de él.
La exuberancia de la vegetación que se aproximaba, atestó mis retinas de colores verdes intensos, salpicados con marrones puros, escuetos, en un cóctel tropical a la altura de los más bellos paisajes paradisíacos que hubiera podido imaginar, al menos,  esta cabeza amueblada desde su infancia en un claro estilo castellano.

El hotel fue un mero trámite en ese momento; lo justo para dar mis datos y subir el equipaje a la habitación. Una leve visita a la terraza me transportó, automáticamente, a la barquilla de vigía de la Santamaría camino de descubrir las Indias, sus Indias. Jamás olvidaré el vértigo que me produjo; sentí la misma sensación desde los pies a la cabeza que tuvo que experimentar Rodrigo de Triana, el segundo antes de gritar su famoso ¡tierra!.

Descubrí una playa larga a mis pies; generosa, dilatada casi hasta el infinito y negra; la negrura de su tierra volcánica; la tierra que emergió del abismo y con el tiempo construyó una pléyade de islotes cual crisoles del vientre de sus volcanes.

Y allí estaba él, frente a mí; voraz, cuyas olas rampantes me invitaban a adentrarme en lo más recóndito de su ser, obsesivo y posesivo.

Mis ojos mandaban instantáneas a mi cerebro en fotogramas color azul intenso, con tonos verdes tropicales y unos relámpagos ambarinos fruto del recuerdo ancestral de mi terruño. Una ola más atrevida que sus hermanas, me levantó y, desmadejado, aterricé en la línea de la playa, donde el mar deposita sus desechos. Me volvía hacia el mar con la intención de lanzar el consabido vituperio que la ola, sin duda, se había ganado; pero "cresteaba", en ese momento, una hermana suya majestuosamente y su tocado desprendía una espuma nívea que invitaba a salir al chiringuito más cercano y pedir una cerveza fría. Lo hice.

Desde el rústico mostrador del quiosco playero, me volví, una vez más, a contemplar la tópica inmensidad del océano y, mecánicamente, volví otra vez la vista hacia el interior pensando que todo aquél vergel podría ser engullido, en cualquier momento, por aquél titán, en el sentido más literal de la palabra. Me quedé tranquilo. Algo interiormente, me decía que tanta belleza era imposible que desapareciera; y más por alguien tan bello como era el mar que la bañaba.


Para el II Concurso Literario de Relato Corto, El Libro en Blanco. Librería El Libro en Blanco. Publicado en Antología.

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