Un castellano puro, hasta en su
esencia, viajó hacia unas islas; y, en su retina, llevaba inmovilizada la
estampa, impresa, de colores azafranados
de sus campos; mezcla de ocres tamizados hacia el marrón o el oro y de sus
extensos campos de trigos de largos cabellos rubios al viento.
Y del aeropuerto que, casualmente, se
halla pintado todo su extrarradio con
esos pigmentos, la impresionante nave puso rumbo hacia el sur suroeste; dónde,
hora y media después, había quedado con
unas perlas diseminadas en medio de un Atlántico azul intenso, profundo e
inmenso.
La ventanilla de la aeronave, durante
el trayecto, permitía ver, entre las
escasas nubes, algunos minúsculos pesqueros en los que se podía intuir el
esfuerzo de sus marineros enfrascados en la dura labor diaria.
Los alisios de la zona pre ecuatorial
, y las brisas costeras de la gigantesca África, jalonaban el espacio aéreo de
nubes que invitaban a la meditación o al simple juego de descubrir figuras de los más diversos objetos o personajes.
Una llamada de atención a través de la
megafonía del avión, nos puso en sobre aviso de que los cinturones había que
apretarlos pues comenzábamos a descender lentamente.
El acercamiento fue largo; parecía que
el punto terrestre que se presumía que sería el de toma de contacto con la
tierra, se encontraba demasiado lejos; pero la pericia del piloto y una voz
desde una torre de pista lejana, atraían hacia el destino al aparato como si un
potente imán tirara de él.
La exuberancia de la vegetación que se
aproximaba, atestó mis retinas de colores verdes intensos, salpicados con
marrones puros, escuetos, en un cóctel tropical a la altura de los más bellos
paisajes paradisíacos que hubiera podido imaginar, al menos, esta cabeza amueblada desde su infancia en un
claro estilo castellano.
El hotel fue un mero trámite en ese
momento; lo justo para dar mis datos y subir el equipaje a la habitación. Una
leve visita a la terraza me transportó, automáticamente, a la barquilla de
vigía de la Santamaría camino de descubrir las Indias, sus Indias. Jamás
olvidaré el vértigo que me produjo; sentí la misma sensación desde los pies a
la cabeza que tuvo que experimentar Rodrigo de Triana, el segundo antes de
gritar su famoso ¡tierra!.
Descubrí una playa larga a mis pies;
generosa, dilatada casi hasta el infinito y negra; la negrura de su tierra
volcánica; la tierra que emergió del abismo y con el tiempo construyó una
pléyade de islotes cual crisoles del vientre de sus volcanes.
Y allí estaba él, frente a mí; voraz,
cuyas olas rampantes me invitaban a adentrarme en lo más recóndito de su ser,
obsesivo y posesivo.
Mis ojos mandaban instantáneas a mi
cerebro en fotogramas color azul intenso, con tonos verdes tropicales y unos
relámpagos ambarinos fruto del recuerdo ancestral de mi terruño. Una ola más
atrevida que sus hermanas, me levantó y, desmadejado, aterricé en la línea de
la playa, donde el mar deposita sus desechos. Me volvía hacia el mar con la
intención de lanzar el consabido vituperio que la ola, sin duda, se había
ganado; pero "cresteaba",
en ese momento, una hermana suya majestuosamente y su tocado desprendía una
espuma nívea que invitaba a salir al chiringuito más cercano y pedir una
cerveza fría. Lo hice.
Para el II Concurso Literario
de Relato Corto, El Libro en Blanco. Librería
El Libro en Blanco. Publicado en Antología.
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