jueves, 5 de mayo de 2016

Eusebio


Le habían vuelto a suspender en aquél curso; estaba claro que sus profesores, Hermanos de la Doctrina Cristiana, le odiaban. Siempre era él el suspendido y castigado. Definitivamente a aquellos "curas" no les gustaban los alumnos "internos".

Y él, natural de una capital castellana, iba a aquél colegio desde pequeño; desde que sus padres así lo dispusieron tras el paso por un colegio de monjas que actuaba como las actuales guarderías; aunque, eso sí, con otro régimen disciplinario; ni mejor ni peor, el que tocó en los albores de los cambiantes años sesenta.

Sus padres cruzaron un desafortunado día la carretera por la que transitaba uno de los primeros grandes camiones de la época; y allí quedaron,  junto a los atesorar en su cabeza.

Un tío cura, cura de los de verdad, tutelaba una feligresía en un pueblo de la, entonces llamada Castilla la Nueva; hoy, devenida entre otras cosas por la política, en Castilla - La Mancha. El pueblo, perdido en la estribaciones de la Serranía que da nombre a la provincia, pertenecía a la parroquia de Tragacete, San Miguel, que era desde donde el tío de Eusebio impartía su ministerio. Pero la casa la tenían cinco kilómetros más arriba, entre el sotobosque de los montes que les rodeaban.

Y allí, el pobre Eusebio, saboreaba la acidez de la orfandad prematura y la trataba de endulzar a base de echar horas y codos en las asignaturas suspendidas; más que por su propio interés en sacarlas adelante, porque su tío, el señor cura de Tragacete, así se lo imponía.

Las mañanas, más sólo que la una, se las pasaba desde muy temprana hora intentando retener lo que su profesor le había puesto, minuciosamente escogido como tarea, dejando para después de comer, la clase de latín que le era impartida por su propio tío. Era una siesta sin dormirse. Le costaba mucho poder mantener los párpados en su sitio mientras su tío, en su salsa, le asaeteaba con todo tipo de latinajos incomprensibles para el muchacho.

El rato de ocio del que Eusebio disponía era el tramo que abarcaba desde la seis de la tarde que era la hora en que su preceptor, bicicleta en ristre, se escabullía pendiente abajo en dirección a la iglesia en la que le esperaban una docena de feligresas para el rezo del rosario diario y preámbulo de la misa; hasta la hora en la que, echando el bofe cual ciclista fuera de punto subiendo el puerto de Herrera alavés, por ejemplo, aparecía una boina negra bajo la cual un sofocado rostro, al borde del colapso, se esforzaba en dar sus últimas pedaladas hacia la meta de cada atardecer. Momento en el que se daba por zanjada la jornada laboral y comenzaba el de la cena, hacia las nueve de la noche.

Y ese espacio, nuestro protagonista, lo dedicaba a "chospar" por los alrededores de la  exigua parcela de su tío. Desde su silencio impuesto por la soledad que le embargaba, durante sus paseos vespertinos fue entrando, poco a poco, en el atractivo mundo de la naturaleza que le envolvía. Se sorprendió a sí mismo, el día que fue capaz de ver a la familia de conejos pastando en un pequeño claro del bosquecillo, antes de que saliera cada uno en una dirección, asustados por la presencia del humano carnívoro. Había acariciado la sensación de un voyeur de la naturaleza; de mucha dificultad para quien se había pasado todos aquellos años pateando el asfalto a diario, salvo en las vacaciones de la  temporada estival.

Y se aficionó a salir desperdigándose por diferentes rutas tomadas al azar, dentro del laberinto de árboles y matas que componían el entorno. Fue aprendiendo a  escuchar el canto de la alondra o las buenas noches del ruiseñor o el rítmico croar de la ranas moradoras de la escasas charcas que había en la profundidad de algún barranco esperando, atrincheradas, a cuatro gotas de agua suficientes que las transportaran, de corriente en corriente, para así seguir con su ciclo vital.

El latín se le atravesaba. Los esfuerzos de su tío para que  al  discípulo le entrara, lo más elemental en la mollera, resultaban baldíos. Uno y otro se desesperaban y cada vez era más frecuente que las cenas se pasaran en un mutismo casi absoluto; que era una manera, al menos, de no discutir.

El mentor decidió que, en vez de estar tantas horas sólo, salvo la señora encargada de las labores de la casa, sería más provechoso para su sobrino, bajarse hasta el pueblo y en la "biblioteca", se centrara no sólo en estudiar sino en consultar otros libros que le sirvieran de soporte añadido a sus estudios. A la mañana siguiente, comenzó su peregrinar diario hacia el nuevo centro de operaciones. Era un trayecto que tenía que hacer a pie, pues la bicicleta se reservaba para la disposición única de su tío y para las diferentes actuaciones que su cargo eclesial le obligaban.

Bajó el sinuoso camino que recorría la empinada cuesta de acceso a la comunidad vecinal dirigiéndose al centro de la misma; dónde estaban "Las Escuelas"; lugar en el que él presuponía que se encontraría ubicada la biblioteca. Craso error de cálculo. Unas parroquianas, de las de velo, le desvelaron, valga el término reiterativo, dónde se situaba, realmente, el local bibliotecario.

Callejeó la distancia hasta llegar a su destino. Un abuelo que mascaba, más que fumar, una raquítica colilla de "caldo", le indicó, con un gesto espasmódico y un tanto desaliñado, la puerta que daba acceso a la biblioteca.

La abrió con la expectación del que lo hace la primera vez y su ademán fue acompañado por un chirrido que denotaba, a las claras, lo poco usual que la resultaba, a la antedicha puerta, tal movimiento.

Una sola persona se sentaba, dándole la espalda, dentro de aquél reducido espacio llamado, pomposamente, biblioteca; y parecía inmersa en la lectura de un denso tomo de alguna materia que, Eusebio, aún, no había podido reconocer. Antes de que su boca pronunciara las lógicas palabras de saludo que la educación exigía, un dedo, fino y alargado y, claramente acusador señalando hacia las alturas, le hizo desistir de su acción; máxime al comprobar que la secuencia de la escena era que el propio dedo, se dirigía a donde supuestamente se deberían de encontrar los labios de la enigmática figura; en un claro ademán de que guardara el silencio más absoluto.

Eusebio, con miedo de perturbar el imponente silencio que en aquella estancia se imponía, se deslizó hacia la silla que más cerca se encontraba, pegándose materialmente al asiento y sacó el primer libro que, al azar, sus torpes manos pillaron primero dentro de  aquella boca oscura del maletín en el que los llevaba.

Pasó un buen rato tratándose de concentrar en estudiar la cuarta declinación y de memorizar en su cabeza los nominativos  y genitivos, entre otros, de la misma, pero cuando declinaba el genitivo singular de domus, siempre le salía domini, machaconamente, por más veces que leyera el texto en el que explícitamente ponía domi. Se mesaba los pelos de su corta pero abundante cabellera en un acto de rabia, por lo que él argumentaba ser una falta total de aptitudes para el estudio. No se paraba a pensar que aquella circunstancia podía ser fruto de la situación personal por la que atravesaba.

No se concentraba...aquél latín...de trenza rubia sentada delante de él, no había manera de dominarlo. Porque era eso; un tirabuzón rubio al que, sin darse cuenta, estaba acechando desde que se había quedado soldado al culo de aquella silla.
  
La situación le empezó a poner nervioso. Algo debió de notar la rubita allí presente que, por dos veces y muy seguidas, hizo ademanes, sin volverse, de que se estuviera quieto y no hiciera ruido. Es más, llego a decir en voz alta: "¡Silencio, esto es una biblioteca!"

Al pobre Eusebio se le heló la sangre; pero no sólo la que su organismo tenía en ese momento;  estaba convencido que por mucha más que produjera su organismo, se iría solidificando en sus venas y arterias, de por vida. Y comenzó a sudar. Sólo había escuchado su voz y... sudaba.

Intentaba, en vano, concentrarse en la cuarta declinación latina, cuando detectó un movimiento  que le obligó a levantar la vista al frente y tuvo que agarrarse a su asiento con fuerza, para que la suya, la propia, no se viniera abajo de bruces y diera con su esqueleto en el entarimado suelo. Dos preciosos ojos azul intenso, zafiros tallados dentro de dos estuches perfectamente ovalados, le escrutaban con la misma impaciencia con que el propio Eusebio, había estado observando toda la mañana a la trenza de la misma propietaria de aquellos ojos.

Y hubo electricidad o química, desde luego más que latín, o conectaron como se dice ahora o lo que fuera; el caso es que ambos ya no volvieron, en aquella jornada, a mirar ninguna de las materias de estudio que tenían programadas.

Salieron de la llamada biblioteca, la cerraron con las llaves que ella tenía y se escabulleron monte arriba por un vericueto más propio de cabras que de humanos hasta llegar a un pequeño prado, rodeado de densos matorrales a modo de valla divisoria, donde se sentaron y comenzaron a descubrirse, el uno al otro,  sus vidas, sin dejar de contarse pormenorizadamente los secretos más insospechados de sus corazones; en un acto de desnudez, mucho más descarnado que el físico.

Rieron a carcajadas con las ideas y situaciones que se les pasaban por la cabeza; y, doloridas sus tripas y desencajadas las mandíbulas del esfuerzo, se percataron de que era el momento de bajar de aquella nube a una más real; y corrieron monte abajo a ocupar , de nuevo, el lugar de estudio antes de que el señor cura pasase a recoger a su sobrino para retornar al hogar. Era la hora de comer.

Durante el ágape, fue el propio Eusebio quien comentó a su tío, el acierto al haber decidido cambiar su lugar de estudio. Allí se concentraba mucho más en las lecturas y, efectivamente, disponía de una más que aceptable bibliografía que poder consultar.

El señor cura con una satisfacción que se reflejaba diáfanamente en su rostro, atacó, el caldo de  guiso de alubias, en pleno verano, echando un generoso trozo de pan a modo de barco gastronómico. Casi canturreaba para sus adentros del gozo que sentía al ver que su sobrino, parecía haberse centrado en los estudios.

Los siguientes días se sucedieron en una alternancia, perfectamente diseñada, entre el asueto y estudio y el muchacho comprobó, con gran entusiasmo, que aquella rubita de ojos azules y trenza dorada, sabía más latín que su propio tío. O eso le parecía a él. Lo que no cabía duda , de ninguna de las maneras, era que escuchar su voz resultaba mucho más placentero que oír la de su tío.

Llegó septiembre y los exámenes;  y ante la estupefacción del sacerdote, Eusebio, había vuelto a tomar la senda que aquél nefasto curso había abandonado. Aprobó las cuatro materias que tenía colgando y volvió a Tragacete unos días hasta el momento de reincorporarse al colegio de los "baberos". Agarró el pomo de la puerta de la biblioteca intuyendo, de antemano, unas pupilas clavadas hacia él, pero éste no respondió. Lo volvió a intentar en vano; la puerta estaba cerrada a cal y canto. La niña rubia, no estaba allí.

Toda la alegría contenida que le rebosaba salió zumbando de él, como si de un apestado se tratara; melancólico por la huída silenciosa de la muchacha, deambuló por los caminos del pueblo, sin rumbo fijo, hasta que sus pies se detuvieron ante el prado confidente de tantas conversaciones, Se sentó en una esquina del mismo; en el lugar que ambos tantas mañanas habían ocupado y divisó un papel que, malamente,  intentaba envolver a una piedra. Lo cogió y, de golpe, le volvió la misma felicidad que unos minutos antes le había abandonado.

En la nota le explicaba que sus padres habían tenido que marcharse urgentemente por motivos de trabajo y al final de la misiva, una dirección revelaba la morada de la joven ¡Y era en la misma ciudad en la que Eusebio estudiaba!

Silbando, volvió a encaminar sus pasos hacia la casa del señor cura; siendo consciente de que, quizás, lo hiciera por última vez antes del verano siguiente.


Para el III Certamen Juvenil de Relato Breve. Pasión por leer. Biblioteca de Castilla-La Mancha.

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