Le habían vuelto a suspender en aquél
curso; estaba claro que sus profesores, Hermanos de la Doctrina Cristiana, le
odiaban. Siempre era él el suspendido y castigado. Definitivamente a aquellos
"curas" no les gustaban los alumnos "internos".
Y él, natural de una capital
castellana, iba a aquél colegio desde pequeño; desde que sus padres así lo
dispusieron tras el paso por un colegio de monjas que actuaba como las actuales
guarderías; aunque, eso sí, con otro régimen disciplinario; ni mejor ni peor,
el que tocó en los albores de los cambiantes años sesenta.
Sus padres cruzaron un desafortunado
día la carretera por la que transitaba uno de los primeros grandes camiones de
la época; y allí quedaron, junto a los
atesorar en su cabeza.
Un tío cura, cura de los de verdad,
tutelaba una feligresía en un pueblo de la, entonces llamada Castilla la Nueva;
hoy, devenida entre otras cosas por la política, en Castilla - La Mancha. El
pueblo, perdido en la estribaciones de la Serranía que da nombre a la provincia,
pertenecía a la parroquia de Tragacete, San Miguel, que era desde donde el tío
de Eusebio impartía su ministerio. Pero la casa la tenían cinco kilómetros más
arriba, entre el sotobosque de los montes que les rodeaban.
Y allí, el pobre Eusebio, saboreaba la
acidez de la orfandad prematura y la trataba de endulzar a base de echar horas
y codos en las asignaturas suspendidas; más que por su propio interés en
sacarlas adelante, porque su tío, el señor cura de Tragacete, así se lo
imponía.
Las mañanas, más sólo que la una, se
las pasaba desde muy temprana hora intentando retener lo que su profesor le
había puesto, minuciosamente escogido como tarea, dejando para después de
comer, la clase de latín que le era impartida por su propio tío. Era una siesta
sin dormirse. Le costaba mucho poder mantener los párpados en su sitio mientras
su tío, en su salsa, le asaeteaba con todo tipo de latinajos incomprensibles
para el muchacho.
El rato de ocio del que Eusebio
disponía era el tramo que abarcaba desde la seis de la tarde que era la hora en
que su preceptor, bicicleta en ristre, se escabullía pendiente abajo en
dirección a la iglesia en la que le esperaban una docena de feligresas para el
rezo del rosario diario y preámbulo de la misa; hasta la hora en la que, echando
el bofe cual ciclista fuera de punto subiendo el puerto de Herrera alavés, por
ejemplo, aparecía una boina negra bajo la cual un sofocado rostro, al borde del
colapso, se esforzaba en dar sus últimas pedaladas hacia la meta de cada
atardecer. Momento en el que se daba por zanjada la jornada laboral y comenzaba
el de la cena, hacia las nueve de la noche.
Y ese espacio, nuestro protagonista,
lo dedicaba a "chospar" por los alrededores de la exigua parcela de su tío. Desde su silencio
impuesto por la soledad que le embargaba, durante sus paseos vespertinos fue
entrando, poco a poco, en el atractivo mundo de la naturaleza que le envolvía.
Se sorprendió a sí mismo, el día que fue capaz de ver a la familia de conejos
pastando en un pequeño claro del bosquecillo, antes de que saliera cada uno en
una dirección, asustados por la presencia del humano carnívoro. Había
acariciado la sensación de un voyeur de la naturaleza; de mucha dificultad para
quien se había pasado todos aquellos años pateando el asfalto a diario, salvo
en las vacaciones de la temporada
estival.
Y se aficionó a salir desperdigándose
por diferentes rutas tomadas al azar, dentro del laberinto de árboles y matas
que componían el entorno. Fue aprendiendo a
escuchar el canto de la alondra o las buenas noches del ruiseñor o el
rítmico croar de la ranas moradoras de la escasas charcas que había en la
profundidad de algún barranco esperando, atrincheradas, a cuatro gotas de agua
suficientes que las transportaran, de corriente en corriente, para así seguir
con su ciclo vital.
El latín se le atravesaba. Los
esfuerzos de su tío para que al discípulo le entrara, lo más elemental en la
mollera, resultaban baldíos. Uno y otro se desesperaban y cada vez era más
frecuente que las cenas se pasaran en un mutismo casi absoluto; que era una
manera, al menos, de no discutir.
El mentor decidió que, en vez de estar
tantas horas sólo, salvo la señora encargada de las labores de la casa, sería
más provechoso para su sobrino, bajarse hasta el pueblo y en la "biblioteca",
se centrara no sólo en estudiar sino en consultar otros libros que le sirvieran
de soporte añadido a sus estudios. A la mañana siguiente, comenzó su peregrinar
diario hacia el nuevo centro de operaciones. Era un trayecto que tenía que
hacer a pie, pues la bicicleta se reservaba para la disposición única de su tío
y para las diferentes actuaciones que su cargo eclesial le obligaban.
Bajó el sinuoso camino que recorría la
empinada cuesta de acceso a la comunidad vecinal dirigiéndose al centro de la misma;
dónde estaban "Las Escuelas"; lugar en el que él presuponía que se
encontraría ubicada la biblioteca. Craso error de cálculo. Unas parroquianas,
de las de velo, le desvelaron, valga el término reiterativo, dónde se situaba,
realmente, el local bibliotecario.
Callejeó la distancia hasta llegar a
su destino. Un abuelo que mascaba, más que fumar, una raquítica colilla de
"caldo", le indicó, con un gesto espasmódico y un tanto desaliñado,
la puerta que daba acceso a la biblioteca.
La abrió con la expectación del que lo
hace la primera vez y su ademán fue acompañado por un chirrido que denotaba, a
las claras, lo poco usual que la resultaba, a la antedicha puerta, tal
movimiento.
Una sola persona se sentaba, dándole
la espalda, dentro de aquél reducido espacio llamado, pomposamente, biblioteca;
y parecía inmersa en la lectura de un denso tomo de alguna materia que,
Eusebio, aún, no había podido reconocer. Antes de que su boca pronunciara las
lógicas palabras de saludo que la educación exigía, un dedo, fino y alargado y,
claramente acusador señalando hacia las alturas, le hizo desistir de su acción;
máxime al comprobar que la secuencia de la escena era que el propio dedo, se
dirigía a donde supuestamente se deberían de encontrar los labios de la enigmática
figura; en un claro ademán de que guardara el silencio más absoluto.
Eusebio, con miedo de perturbar el
imponente silencio que en aquella estancia se imponía, se deslizó hacia la
silla que más cerca se encontraba, pegándose materialmente al asiento y sacó el
primer libro que, al azar, sus torpes manos pillaron primero dentro de aquella boca oscura del maletín en el que los
llevaba.
Pasó un buen rato tratándose de
concentrar en estudiar la cuarta declinación y de memorizar en su cabeza los
nominativos y genitivos, entre otros, de
la misma, pero cuando declinaba el genitivo singular de domus, siempre le salía
domini, machaconamente, por más veces que leyera el texto en el que
explícitamente ponía domi. Se mesaba los pelos de su corta pero abundante cabellera
en un acto de rabia, por lo que él argumentaba ser una falta total de aptitudes
para el estudio. No se paraba a pensar que aquella circunstancia podía ser
fruto de la situación personal por la que atravesaba.
No se concentraba...aquél latín...de trenza
rubia sentada delante de él, no había manera de dominarlo. Porque era eso; un
tirabuzón rubio al que, sin darse cuenta, estaba acechando desde que se había
quedado soldado al culo de aquella silla.
La situación le empezó a poner
nervioso. Algo debió de notar la rubita allí presente que, por dos veces y muy
seguidas, hizo ademanes, sin volverse, de que se estuviera quieto y no hiciera
ruido. Es más, llego a decir en voz alta: "¡Silencio, esto es una
biblioteca!"
Al pobre Eusebio se le heló la sangre;
pero no sólo la que su organismo tenía en ese momento; estaba convencido que por mucha más que
produjera su organismo, se iría solidificando en sus venas y arterias, de por
vida. Y comenzó a sudar. Sólo había escuchado su voz y... sudaba.
Intentaba, en vano, concentrarse en la
cuarta declinación latina, cuando detectó un movimiento que le obligó a levantar la vista al frente y
tuvo que agarrarse a su asiento con fuerza, para que la suya, la propia, no se
viniera abajo de bruces y diera con su esqueleto en el entarimado suelo. Dos
preciosos ojos azul intenso, zafiros tallados dentro de dos estuches
perfectamente ovalados, le escrutaban con la misma impaciencia con que el
propio Eusebio, había estado observando toda la mañana a la trenza de la misma
propietaria de aquellos ojos.
Y hubo electricidad o química, desde
luego más que latín, o conectaron como se dice ahora o lo que fuera; el caso es
que ambos ya no volvieron, en aquella jornada, a mirar ninguna de las materias
de estudio que tenían programadas.
Salieron de la llamada biblioteca, la
cerraron con las llaves que ella tenía y se escabulleron monte arriba por un
vericueto más propio de cabras que de humanos hasta llegar a un pequeño prado,
rodeado de densos matorrales a modo de valla divisoria, donde se sentaron y
comenzaron a descubrirse, el uno al otro,
sus vidas, sin dejar de contarse pormenorizadamente los secretos más
insospechados de sus corazones; en un acto de desnudez, mucho más descarnado
que el físico.
Rieron a carcajadas con las ideas y
situaciones que se les pasaban por la cabeza; y, doloridas sus tripas y
desencajadas las mandíbulas del esfuerzo, se percataron de que era el momento
de bajar de aquella nube a una más real; y corrieron monte abajo a ocupar , de
nuevo, el lugar de estudio antes de que el señor cura pasase a recoger a su
sobrino para retornar al hogar. Era la hora de comer.
Durante el ágape, fue el propio
Eusebio quien comentó a su tío, el acierto al haber decidido cambiar su lugar
de estudio. Allí se concentraba mucho más en las lecturas y, efectivamente,
disponía de una más que aceptable bibliografía que poder consultar.
El señor cura con una satisfacción que
se reflejaba diáfanamente en su rostro, atacó, el caldo de guiso de alubias, en pleno verano, echando un
generoso trozo de pan a modo de barco gastronómico. Casi canturreaba para sus
adentros del gozo que sentía al ver que su sobrino, parecía haberse centrado en
los estudios.
Los siguientes días se sucedieron en
una alternancia, perfectamente diseñada, entre el asueto y estudio y el
muchacho comprobó, con gran entusiasmo, que aquella rubita de ojos azules y
trenza dorada, sabía más latín que su propio tío. O eso le parecía a él. Lo que
no cabía duda , de ninguna de las maneras, era que escuchar su voz resultaba
mucho más placentero que oír la de su tío.
Llegó septiembre y los exámenes; y ante la estupefacción del sacerdote,
Eusebio, había vuelto a tomar la senda que aquél nefasto curso había
abandonado. Aprobó las cuatro materias que tenía colgando y volvió a Tragacete
unos días hasta el momento de reincorporarse al colegio de los
"baberos". Agarró el pomo de la puerta de la biblioteca intuyendo, de
antemano, unas pupilas clavadas hacia él, pero éste no respondió. Lo volvió a
intentar en vano; la puerta estaba cerrada a cal y canto. La niña rubia, no
estaba allí.
Toda la alegría contenida que le
rebosaba salió zumbando de él, como si de un apestado se tratara; melancólico
por la huída silenciosa de la muchacha, deambuló por los caminos del pueblo,
sin rumbo fijo, hasta que sus pies se detuvieron ante el prado confidente de
tantas conversaciones, Se sentó en una esquina del mismo; en el lugar que ambos
tantas mañanas habían ocupado y divisó un papel que, malamente, intentaba envolver a una piedra. Lo cogió y, de
golpe, le volvió la misma felicidad que unos minutos antes le había abandonado.
En la nota le explicaba que sus padres
habían tenido que marcharse urgentemente por motivos de trabajo y al final de
la misiva, una dirección revelaba la morada de la joven ¡Y era en la misma ciudad
en la que Eusebio estudiaba!
Para el III Certamen Juvenil
de Relato Breve. Pasión por leer. Biblioteca
de Castilla-La Mancha.
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