Anterior al que por
obligación patria, me correspondería años después, desde mi más incipiente
niñez, mi vida estuvo asida, cordón umbilical incluido, a espacios abiertos a
la luz, al sol, a la lluvia y por tanto de igual manera al calor; es decir a la
naturaleza pura y dura.
Aquellos cuarteles
de espacios abiertos, fueron el parque de juegos de mi niñez. En los silencios
de las tardes veraniegas, se distinguían
las melodías entremezcladas del ¡un, dos!, marcial de una escuadrilla haciendo
la instrucción, con los gritos juveniles de quienes se estaban jugando la vida,
así lo pareciera, con un hermoso balón de reglamento entre las piernas; toda
esta siniestra melodía desencadenada, se ahogaba bajo el poderoso motor del
monoplano que, rasante, avisaba que aquellos eran sus dominios. Un segundo de
paz, tras su paso, servía para que cada cual, volviera a tomar el resuello
necesario para seguir a lo suyo.
Y a medida que la
tarde se despedía trayendo de la mano al crepúsculo y mientras las golondrinas
retornaban a sus nidos compitiendo con
sus trinos a la cortante aria huída de una corneta que tocaba
"fajina" anunciaban a sus polluelos que en su pico les llevaban el
último alimento del día.
Las sombras
envolvían, sin remedio, las siluetas de los mastodónticos hangares, cobijo de
miles de pequeñas aves que encontraban allí su pequeña paz para el descanso,
fuera de los peligros del exterior. De vez en cuando, el austero sonido de un
búho, recordaba que sería prudente que aquellas avecillas durmieran con un ojo
abierto.
La notas de un más
que emocionante toque de oración, avisaba, a propios y extraños, que había
llegado el momento del descanso y de los sueños; y ¿por qué no? de ese momento
íntimo entre uno mismo y algo superior a nosotros que nos inspira a intentar
ser, cada día, un poco mejores.
Para el I Premio de Narrativa
Breve de la Cátedra Miguel Delibes. Cátedra Miguel Delibes (Universidad de
Valladolid-Graduate Center de City University of New York). Valladolid.
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