El médico me había
llamado, unos días antes, para quedar a las nueve menos cuarto con el fin de
que , a la vista de mis extraordinarios resultados en los análisis de sangre,
subirme un poco la dosis. Dosis que no estaba siendo completa, pues estaba en
proceso de "aclimatación", de mi segunda "quimio".
La primera, tras
cuatro años, comenzaba a dar signos de flaqueza y el doctor decidió, o me
propuso en ese juego un tanto absurdo de la relación galeno - paciente, el
cambiar de aires farmacológicos.
Y en la sala de
espera me encuentro; esperando que mi turno salte por el altavoz de la
consulta. Turno que no existe; ya que la cita es verbal; no oficial.
Me entretengo en
contar, por enésima vez, los baldosines del
incipiente pasillo desde dónde esperamos. Hago un juego: primeros los
beige, luego los azules, a continuación los marrones y por último el total.
Algo hay que hacer en esos trances.
Miras a la caras de
los que van llegando; te devuelven la mirada en un intercambio silencioso de
sentimientos, a veces encontrados. Compruebas su tez, su andar, su porte en una
evaluación comparativa con la tuya, totalmente subjetiva; es muy difícil que
alguno "esté" mejor que tú; el espejo en el que te miras es como el
de Blancanieves...interesado.
Hay un primer
silencio, casi sepulcral, al comienzo de las consultas. Nadie quiere romper el
virginal estado de la discreción reinante; casi antinatural con la sangre
latina que corre por las venas de estos parajes. Pero el cotarro pronto se
anima. La conversaciones van subiendo el tono en un murmullo casi con tempo
sinfónico: adagio, allegro, vivace...y lo que comenzó siendo un modélico siseo
entrecortado con información básica, termina dejando a la altura de los zapatos
la algarabía del Corral de La Pacheca; que quizá pueda ser un mito, pero es un
dicho muy extendido.
La pareja que llega,
viene con mal pie. La cara de él, cetrina, no augura nada bueno. La mía no,
imposible, me miré esta mañana en el espejo y estaba como una rosa... Descubres
una mirada fija en tí que te hace pensar que, a lo mejor, opina de tí lo mismo
que tú del que acaba de entrar.
Creo que es la
dinámica de ese tipo de Salas de Espera; a lo mejor de todas; pero en las de
otras especialidades, la verdad, no me he parado a pensarlo.
Llaman a un paciente
por la megafonía con claro acento metálico. No soy yo. La mujer, con un coqueto
pañuelo ladeado sobre su cabeza al más puro estilo bucanero; es una señora
entrada en años, bueno, como los demás, y empuja el pomo de la puerta de la
consulta con un ¡Buenos días! rebosante de energía y que desprende una gran
cuota de optimismo; primer eslabón de una escalera que te permita subir, poco a
poco esos peldaños que te eleven por encima de la línea de la mera
subsistencia.
Y, cuando sale, vuelves
a encontrarte con la misma cara feliz con la que ha entrado; para ella quedan
las noticias que haya recibido en la intimidad de la habitación.
Yo tengo suerte. No
ahora, sino desde hace años. Hoy vengo a que me suban la medicación; lo que,
paradójicamente en estos tipos de enfermedad, puede ser una buena señal. En el
mío lo es. Y a seguir tirando.
Volveré en unos día
para comprobar cómo influye en mi organismo esta subida de dosis. Volveré a
coincidir con algunos pacientes. Seguro que entre ellos, está la mujer del
pañuelo de lunares ladeado con sabor a corsaria.
Allí le espero.
Para el XXXI Certamen
Internacional de Poesía y Cuento, Barcarola 2016. Museo Municipal de Albacete.
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