Llegar a la villa era sencillo para
cualquier mortal salvo para aquél que se empeñaba, vez tras vez, en tomar la
rotonda inadecuada de manera pertinaz y, proclamando a los cuatro vientos que
era por la que se debía de ir; por mucho que, el correr de los minutos, le
terminara por demostrar que se había equivocado, otra vez, de ruta. No
importaba. El caso era que ese día, como otros muchos, se iba a pasar "en
familia" con aquella pareja que se deshacía en atenciones cada vez que nos
acercábamos a visitarlas.
No importaba nada que las Cerquillas
del Raso jugaran con nosotros al escondite o al ratón y al gato una horita más,
pues tal parecía su juego; aquí estoy, pero como des la vuelta para meterte en
la calle... desaparezco.
Y era una realidad constante; tan
pronto como el cartel en la rotonda anunciaba que entrabas en los dominios de
Moralzarzal, pareciese que incluso el navegador del coche, tomara las de
Villadiego; y las propias Cerquillas, se hubieran ausentado, más que a
propósito, del callejero de la localidad.
Pero era así; y, viaje tras viaje, lo sufrí,
en silencio, cual dolorosa y reservada hemorroide.
He de decir, además, que la familia
que el estoico conductor transportaba hacia el destino de una jornada festiva,
colaboraban, en un claro ambiente de ayuda, con frases como: ¡Jo, papá, otra
vez! o un lacónico ¡te lo dije!. Eso en el mejor de los casos; porque se llegó
a dar la ocasión de que estando parado en un stop de un cruce, mi suegro me
dijo, de palabra ¡a la derecha! mientras me tapaba, su brazo izquierdo, toda la
visión de la carretera y me indicaba, gestualmente, la izquierda geográfica en
ese punto. Evidentemente giré hacia donde físicamente se me señalaba. La
respuesta fue inmediata: ¡a la otra derecha, leche!
Visto que el paseo turístico por el
municipio duraba más que el tiempo invertido en trasladarnos hasta él desde
nuestro punto de origen situado, más o menos, a ciento noventa kilómetros, se
optaba por hacer una llamada a las anfitrionas de la jornada. Era una primera
aproximación tímida, cuya conversación se mantenía a medio de camino entre:
"sabemos por dónde estamos...pero ¿dónde estamos?" en la que la
interlocutora, con muchas explicaciones y más paciencia, nos hacía una
radiografía topométrica de cada centímetro de mapa a recorrer para llegar, en
un santiamén, a su chalecito. Y la verdad es que, cuando conseguía enfilar al
vehículo y aparcarlo en la mismísima puerta de la vivienda, me preguntaba qué
era lo que podía haber hecho tan rematadamente mal...con lo fácil que resultaba
llegar hasta el destino...después de una hora de tournée.
Pero ver la sonrisa, aunque con cierto
atisbo de ironía, en las caras de nuestras visitadas, bien merecía la pena.
Visitar, varias veces, la estación de autobuses como referencia inequívoca para
coger la calle que, soslayando un poco
la plaza de toros, nos llevaría hasta ellas, terminó por ser la ruta, casi más
segura en las postreras visitas que las hicimos en Moralzarzal.
Ya contábamos con ello e, incluso,
llegamos a preguntarnos si no estaría bien incorporar a nuestros viajes un
ligero refrigerio que aliviara la gusa que, indefectiblemente, terminaba por
aparecer; pues un viajecito de chichinabo, se convertía por mor de un conductor
que iba "a lo suyo" en una auténtica expedición al Orinoco.
Aún me pregunto el por qué, en uno de
los primeros viajes, llegamos a Villacastín; y peor aún, por qué se empecinó mi
vehículo en tenernos diez minutos, cual tiovivo de feria, circunvalando la
iglesia de la localidad. Parecía una espiral malévola que nos engulliría en
cualquier momento.
La entrada en casa de nuestras
anfitrionas era triunfal; primero porque, por fin, se había llegado; segundo porque era necesario
poner una cara de conquista cuando el subconsciente estaba largando pullitas,
de las que más escuecen, a la cabeza; y, tercero, porque como dijo alguien muy
conocido: ¡dientes, dientes! ante esas situaciones en las que flota alrededor
de uno, la sensación, más que fundada, del ridículo más espantoso; por mucho
que intenten animarte con peor frase para ello: "esto le pasa a
cualquiera"....pero ese, cualquiera, siempre eres tú.
Y las dos, ambas, se deshacían en
agasajos para que toda la velada fuera agradable; y a fe que lo conseguían,
Resulta muy fácil a una pareja cuyo natural es así: hospitalario.
Las anécdotas, no por conocidas,
resultabas divertidas y con mucha carga añadida de emotividad, cuando se
trataban vicisitudes de la familia en la que, por mor del paso del tiempo y de
la mala suerte, iban faltando piezas fundamentales de la misma; y hay que
recordar que cada uno que va faltando, se convierte en pieza fundamental de la
vivencia familiar.
Cebándonos a conciencia quienes son
austeras en su dieta personal, demostraban sus ganas de agradar; y esa vieja frase de nuestras abuelas:
"hijico, que no te falte de nada", se la apropiaban como bandera por
un día.
Con algunos años a sus espaldas, años físicos,
nuestra tía, al alba, cual pelotón en maniobras de boinas verdes, se tiraba al
monte en un afán de hacer ejercicio,
contemplar la naturaleza, respirar aire puro, y, aunque no lo dijera, de hablar
con ese Dios, recóndito, que lleva en su interior.
Pareja culta, con la que se puede
dialogar de cualquier tema, incluso desde la divergencia, y, aún mejor, si uno
se calla y escucha las disertaciones que te exponen en un tono y lenguaje
calmado, como su propia vida, y que ambas complementan con la sagacidad que
les dan los largos años de convivencia.
Hemos pasado bastantes veladas en el
porche interior, prólogo de un mimado jardín, cuyas rosas impregnaban el
ambiente con su amalgama de fragancias, según provinieran de éste o aquél tipo
de rosal.
No quiero desvelar sus nombres; lo
dejo para la intimidad o para los lectores más astutos a los que pudiera llegar
este relato que, con estas pistas, puedan llegar a saber de quiénes escribo.
Añoro esos viajes que rayaban con los
de los titiriteros; la verdad es que sólo nos faltaba la cabra; no por la
cantidad de utensilios que transportábamos, que alguno había, sino por la calma
chicha con que nos los tomábamos; aunque esa templanza, al divisar el cartel de
Moralzarzal, antes aludido, disparara todas las energías contenidas hasta que
el vehículo, aturdido, nos ponía harto de nuestras discusiones sobre el mejor
tazado urbanístico a seguir, frente a la verja del chalé.
Añoro a los contertulios que,
indefectiblemente, se sumaban a aquellas reuniones; algunos, unos cuantos, nos
han ido dejando; unos por una ley natural, los años; otros por una disposición
que en nuestra cabeza suena a transitoria; fuera de lugar; pero que en la vida,
por suerte o por desgracia, resulta bastante cotidiana la partida de personas
en lo que , de una manera natural, damos en decir "antes de tiempo".
Siempre es antes de tiempo cuando se trata de seres queridos.
Pero nuestras protagonistas, sencillas
en su modo de vida , decidieron cambiar de aires; abandonar las frescas
corrientes del monte que visitaban a
diario; las fragancias de su rosas y el caminar por las cerquillas de los
alrededores por un trozo, casi de la misma porción de cielo, unos kilómetros
más allá, o acá, según se mire.
No he vuelto a extraviarme por las
imperdibles calles de Moralzarzal. No he tenido que volver a recurrir a ningún
primo, en el sentido más literal de la
palabra, para que pusiera su coche ante el mío y, con paciencia, me sacara de
lo que a mí me parecía un intrincado laberinto cabalístico, cuando, en cuestión de unos minutos, con un buen guía,
conseguía divisar por el retrovisor del
vehículo el ya famoso monolito con el topónimo de Moralzarzal.
La vida gestiona a su antojo el
devenir de los acontecimientos; por lo que no es improbable que pueda volver a
visitar el lugar. Lo haría, sin duda, con el sabor acre que inunda la garganta
cuando a la geografía del lugar le tienes que agregar personas que ya faltan.
Pero volvería. No deja de ser consustancial al género humano cierta dosis de
necesidad morbosa, enfermiza, de recorrer aquello que has vivido con personas a
quienes has querido, sólo por el mero hecho de fustigar tu conciencia; tú
sigues viviendo y ellos no.
El reloj del tiempo, de la vida, se para cuando a cada uno le toca. Ni antes ni
después. Drásticamente. De una manera absoluta e injusta para los ojos humanos.
Casi nunca se puede justificar la partida de un ser querido; a pesar de que
deberíamos de estar preparados desde que nacemos, para nuestro particular paso
del Rubicón.
Moraron a otras tierras, como si de un
romance juglaresco se tratara; cambiaron un coqueto chalé por un apartamento
acogedor. Pensado para ellas, como debe de ser; para su confort; pensado para
su Margot, quien prefiere ya un placentero almohadón a la esterilla juvenil de
años atrás.
Y ellas, nuestras queridas tías, nuestras
amigas, mujeres atípicas en una sociedad demasiado remilgada; positivistas;
progresistas de verdad; de las que entienden que el progreso está en luchar por los demás, no por airear como nuevas,
canciones rancias de un progresismo que se cayó, hace muchos años, de su árbol,
maduro pero cansado de que nadie fuera capaz de recoger unas ideas que llevaban
muchos lustros superadas.
Y ellas, defienden, incluso
vehementemente, su principios, contra marea, con la misma fe en ellos que en
sus años de juventud en una España que no entendía su postura ante la vida.
Seguiré recordando nuestras
conversaciones en ese porche que se quedó modelado para siempre en mi retina,
mientras saboreaba bocanadas de unos puritos que ya no me dejan degustar.
Y cambiaré el lugar, sin duda, para
volver a veros; para seguir con nuestras conversaciones sobre lo divino y lo
humano, con nuestras risas y llantos que, por ley de vida, últimamente son los
que más frecuentamos. Pero la alegría innata nos sobrepone de esos trágicos momentos
y hará que pronto estemos conversando en una terraza preciosa, bajo la cubierta
de una lona con estilo, saboreando las
viandas que, con tanto gusto y cariño nos preparáis; o, a la recíproca, me
imagino una reunión en un verde jardín, no tan esmerado como el que teníais, y
en una ciudad distante ciento noventa kilómetros de un dolmen moderno que tiene
esculpido la palabra Moralzarzal.
Y este es el comienzo, la clave o,
mejor dicho, el enclave, que sirvió para retomar una relación que el ajetreo de
la propia vida en la que nos vemos inmersos, no nos había dejado seguir
profundizando.
Por eso, como los amantes, Moralzarzal
será el punto nostálgico y casi platónico, donde retomamos una amistad más allá
de la estrictamente familiar.
Moralzarzal, has entrado cogido de la
mano de estas dos singulares mujeres en
los lugares, no comunes, de nuestras vidas...
Para el Premio Don Manuel de
Narrativa Corta, 2016. Concejalía
de Cultura del Ayuntamiento de Moralzarzal. (Madrid).
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