jueves, 5 de mayo de 2016

De visita


Llegar a la villa era sencillo para cualquier mortal salvo para aquél que se empeñaba, vez tras vez, en tomar la rotonda inadecuada de manera pertinaz y, proclamando a los cuatro vientos que era por la que se debía de ir; por mucho que, el correr de los minutos, le terminara por demostrar que se había equivocado, otra vez, de ruta. No importaba. El caso era que ese día, como otros muchos, se iba a pasar "en familia" con aquella pareja que se deshacía en atenciones cada vez que nos acercábamos a visitarlas.
No importaba nada que las Cerquillas del Raso jugaran con nosotros al escondite o al ratón y al gato una horita más, pues tal parecía su juego; aquí estoy, pero como des la vuelta para meterte en la calle... desaparezco.

Y era una realidad constante; tan pronto como el cartel en la rotonda anunciaba que entrabas en los dominios de Moralzarzal, pareciese que incluso el navegador del coche, tomara las de Villadiego; y las propias Cerquillas, se hubieran ausentado, más que a propósito, del callejero de la localidad.

Pero era así; y, viaje tras viaje, lo sufrí, en silencio, cual dolorosa y reservada hemorroide.

He de decir, además, que la familia que el estoico conductor transportaba hacia el destino de una jornada festiva, colaboraban, en un claro ambiente de ayuda, con frases como: ¡Jo, papá, otra vez! o un lacónico ¡te lo dije!. Eso en el mejor de los casos; porque se llegó a dar la ocasión de que estando parado en un stop de un cruce, mi suegro me dijo, de palabra ¡a la derecha! mientras me tapaba, su brazo izquierdo, toda la visión de la carretera y me indicaba, gestualmente, la izquierda geográfica en ese punto. Evidentemente giré hacia donde físicamente se me señalaba. La respuesta fue inmediata: ¡a la otra derecha, leche!

Visto que el paseo turístico por el municipio duraba más que el tiempo invertido en trasladarnos hasta él desde nuestro punto de origen situado, más o menos, a ciento noventa kilómetros, se optaba por hacer una llamada a las anfitrionas de la jornada. Era una primera aproximación tímida, cuya conversación se mantenía a medio de camino entre: "sabemos por dónde estamos...pero ¿dónde estamos?" en la que la interlocutora, con muchas explicaciones y más paciencia, nos hacía una radiografía topométrica de cada centímetro de mapa a recorrer para llegar, en un santiamén, a su chalecito. Y la verdad es que, cuando conseguía enfilar al vehículo y aparcarlo en la mismísima puerta de la vivienda, me preguntaba qué era lo que podía haber hecho tan rematadamente mal...con lo fácil que resultaba llegar hasta el destino...después de una hora de tournée.

Pero ver la sonrisa, aunque con cierto atisbo de ironía, en las caras de nuestras visitadas, bien merecía la pena. Visitar, varias veces, la estación de autobuses como referencia inequívoca para coger la calle  que, soslayando un poco la plaza de toros, nos llevaría hasta ellas, terminó por ser la ruta, casi más segura en las postreras visitas que las hicimos en Moralzarzal.

Ya contábamos con ello e, incluso, llegamos a preguntarnos si no estaría bien incorporar a nuestros viajes un ligero refrigerio que aliviara la gusa que, indefectiblemente, terminaba por aparecer; pues un viajecito de chichinabo, se convertía por mor de un conductor que iba "a lo suyo" en una auténtica expedición al Orinoco.

Aún me pregunto el por qué, en uno de los primeros viajes, llegamos a Villacastín; y peor aún, por qué se empecinó mi vehículo en tenernos diez minutos, cual tiovivo de feria, circunvalando la iglesia de la localidad. Parecía una espiral malévola que nos engulliría en cualquier momento.

La entrada en casa de nuestras anfitrionas era triunfal; primero porque, por fin,  se había llegado; segundo porque era necesario poner una cara de conquista cuando el subconsciente estaba largando pullitas, de las que más escuecen, a la cabeza; y, tercero, porque como dijo alguien muy conocido: ¡dientes, dientes! ante esas situaciones en las que flota alrededor de uno, la sensación, más que fundada, del ridículo más espantoso; por mucho que intenten animarte con peor frase para ello: "esto le pasa a cualquiera"....pero ese, cualquiera, siempre eres tú.

Y las dos, ambas, se deshacían en agasajos para que toda la velada fuera agradable; y a fe que lo conseguían, Resulta muy fácil a una pareja cuyo natural es así: hospitalario.

Las anécdotas, no por conocidas, resultabas divertidas y con mucha carga añadida de emotividad, cuando se trataban vicisitudes de la familia en la que, por mor del paso del tiempo y de la mala suerte, iban faltando piezas fundamentales de la misma; y hay que recordar que cada uno que va faltando, se convierte en pieza fundamental de la vivencia familiar.

Cebándonos a conciencia quienes son austeras en su dieta personal, demostraban sus ganas de agradar;  y esa vieja frase de nuestras abuelas: "hijico, que no te falte de nada", se la apropiaban como bandera por un día.

Con algunos años a sus espaldas, años físicos, nuestra tía, al alba, cual pelotón en maniobras de boinas verdes, se tiraba al monte  en un afán de hacer ejercicio, contemplar la naturaleza, respirar aire puro, y, aunque no lo dijera, de hablar con ese Dios, recóndito, que lleva en su interior.

Pareja culta, con la que se puede dialogar de cualquier tema, incluso desde la divergencia, y, aún mejor, si uno se calla y escucha las disertaciones que te exponen en un tono y lenguaje calmado, como su propia vida, y que ambas complementan con la sagacidad que les  dan los largos años de convivencia.

Hemos pasado bastantes veladas en el porche interior, prólogo de un mimado jardín, cuyas rosas impregnaban el ambiente con su amalgama de fragancias, según provinieran de éste o aquél tipo de  rosal.

No quiero desvelar sus nombres; lo dejo para la intimidad o para los lectores más astutos a los que pudiera llegar este relato que, con estas pistas, puedan llegar a saber de quiénes  escribo.

Añoro esos viajes que rayaban con los de los titiriteros; la verdad es que sólo nos faltaba la cabra; no por la cantidad de utensilios que transportábamos, que alguno había, sino por la calma chicha con que nos los tomábamos; aunque esa templanza, al divisar el cartel de Moralzarzal, antes aludido, disparara todas las energías contenidas hasta que el vehículo, aturdido, nos ponía harto de nuestras discusiones sobre el mejor tazado urbanístico a seguir, frente a la verja del chalé.

Añoro a los contertulios que, indefectiblemente, se sumaban a aquellas reuniones; algunos, unos cuantos, nos han ido dejando; unos por una ley natural, los años; otros por una disposición que en nuestra cabeza suena a transitoria; fuera de lugar; pero que en la vida, por suerte o por desgracia, resulta bastante cotidiana la partida de personas en lo que , de una manera natural, damos en decir "antes de tiempo". Siempre es antes de tiempo cuando se trata de seres queridos.

Pero nuestras protagonistas, sencillas en su modo de vida , decidieron cambiar de aires; abandonar las frescas corrientes del monte  que visitaban a diario; las fragancias de su rosas y el caminar por las cerquillas de los alrededores por un trozo, casi de la misma porción de cielo, unos kilómetros más allá, o acá, según se mire.

No he vuelto a extraviarme por las imperdibles calles de Moralzarzal. No he tenido que volver a recurrir a ningún primo, en el sentido más  literal de la palabra, para que pusiera su coche ante el mío y, con paciencia, me sacara de lo que a mí me parecía un intrincado laberinto cabalístico, cuando, en  cuestión de unos minutos, con un buen guía, conseguía divisar por el  retrovisor del vehículo el ya famoso monolito con el topónimo de Moralzarzal.

La vida gestiona a su antojo el devenir de los acontecimientos; por lo que no es improbable que pueda volver a visitar el lugar. Lo haría, sin duda, con el sabor acre que inunda la garganta cuando a la geografía del lugar le tienes que agregar personas que ya faltan. Pero volvería. No deja de ser consustancial al género humano cierta dosis de necesidad morbosa, enfermiza, de recorrer aquello que has vivido con personas a quienes has querido, sólo por el mero hecho de fustigar tu conciencia; tú sigues viviendo y ellos no.

El reloj del tiempo, de la vida,  se para cuando a cada uno le toca. Ni antes ni después. Drásticamente. De una manera absoluta e injusta para los ojos humanos. Casi nunca se puede justificar la partida de un ser querido; a pesar de que deberíamos de estar preparados desde que nacemos, para nuestro particular paso del Rubicón.

Moraron a otras tierras, como si de un romance juglaresco se tratara; cambiaron un coqueto chalé por un apartamento acogedor. Pensado para ellas, como debe de ser; para su confort; pensado para su Margot, quien prefiere ya un placentero almohadón a la esterilla juvenil de años atrás.

Y ellas, nuestras queridas tías, nuestras amigas, mujeres atípicas en una sociedad demasiado remilgada; positivistas; progresistas de verdad; de las que entienden que el progreso está en  luchar por los demás, no por airear como nuevas, canciones rancias de un progresismo que se cayó, hace muchos años, de su árbol, maduro pero cansado de que nadie fuera capaz de recoger unas ideas que llevaban muchos lustros superadas.

Y ellas, defienden, incluso vehementemente, su principios, contra marea, con la misma fe en ellos que en sus años de juventud en una España que no entendía su postura ante la vida.

Seguiré recordando nuestras conversaciones en ese porche que se quedó modelado para siempre en mi retina, mientras saboreaba bocanadas de unos puritos que ya no me dejan degustar.

Y cambiaré el lugar, sin duda, para volver a veros; para seguir con nuestras conversaciones sobre lo divino y lo humano, con nuestras risas y llantos que, por ley de vida, últimamente son los que más frecuentamos. Pero la alegría innata nos sobrepone de esos trágicos momentos y hará que pronto estemos conversando en una terraza preciosa, bajo la cubierta de  una lona con estilo, saboreando las viandas que, con tanto gusto y cariño nos preparáis; o, a la recíproca, me imagino una reunión en un verde jardín, no tan esmerado como el que teníais, y en una ciudad distante ciento noventa kilómetros de un dolmen moderno que tiene esculpido la palabra Moralzarzal.

Y este es el comienzo, la clave o, mejor dicho, el enclave, que sirvió para retomar una relación que el ajetreo de la propia vida en la que nos vemos inmersos, no nos había dejado seguir profundizando.

Por eso, como los amantes, Moralzarzal será el punto nostálgico y casi platónico, donde retomamos una amistad más allá de la estrictamente familiar.


Moralzarzal, has entrado cogido de la mano de  estas dos singulares mujeres en los lugares, no comunes, de nuestras vidas...


Para el Premio Don Manuel de Narrativa Corta, 2016. Concejalía de Cultura del Ayuntamiento de Moralzarzal. (Madrid).

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