sábado, 7 de mayo de 2016

Un clarín


El frío, tradicional de estas fechas, latitudes y evento, se filtraba cual soldado especializado, por entre los pliegues de las generosas prendas de abrigo con que,  los allí presentes, se habían pertrechado en una previsión casi genética, transmitida de padres a hijos. Era marzo; y ese mes no se tomaba a broma. La luna, en su capricho estelar, marca cada año al elegir  su cubierta plateada más intensa, la Semana Santa.

La frigidez del oscuro ocaso, rivalizaba por un lado, con las tinieblas legendarias, y no por ello menos históricas, con las que Cristo se despidió del mundo terrestre; por otro envolvía con un halo, aún mayor, de misterio al ambiente ya formado, de una manera natural, ante la expectación y curiosidad de lo que unas cornetas, relativamente cercanas, dejarían vislumbrar en unos momentos tras la curva cerrada de la angosta callejuela, por la que se antojaba, a los allí presentes, incapaz de albergar en su seno, la más pequeña carroza  portadora de la figura del crucificado.

Y en esta tierra austera, claramente definida por su clima, el silencio impera por todos los rincones de una ciudad que vive de cara a sus imágenes policromadas más allá, como presumo que ocurre en todos los rincones de esta piel de toro, de las propias creencias religiosas; lo que seguramente sea el verdadero triunfo de la religión: no soy cristiano o lo soy a mi manera, pero llevo tus andas o te acompaño camino del calvario con el mismo dolor y respeto como si fuera un auténtico y ejemplar cristiano.

La cantidad de gente apostada en aquella curva estratégica, corroboraba los pensamientos de un contador de historias que intentan, torpemente, describir lo que sus ojos percibían y sus torpes dedos, quizá por el frío reinante, eran incapaces de plasmar en un diminuto cuaderno en el que garabateaba, el plumilla, sin parar.

El estandarte guía asomaba, con la humildad debida como si de un juego del escondite se tratara,  de la piedra berroqueña de la que estaba hecha la casa de la esquina; era un guiño a los allí presentes, anunciador de todo lo que venía tras de ella.

Unos tambores, malamente destemplados, servían del acorde preciso para que la comitiva conservara la homogeneidad que requieren tales manifestaciones.

Un largo quejido, parido de un clarín, anunciaba con desgana y amargura la tragedia escenificada en aquél trono de otras latitudes; paso en la Castilla milenaria.

Y cual cortejo real de otros tiempos, terminó de girar la comitiva por completo aquella curva , hasta entonces reservada; para mostrar a los ojos de las personas amparadas contra las paredes frías de los bajos edificios,  el esplendor, en todas sus manifestaciones, de la extraña belleza con que se representa el acto más inhumano de la historia, revivido en unas figuras huecas de madera, que representan la más sutil y hermosa imaginería existente.

Contradicción que entrelaza y dulcifica un momento trágico con el sentir de las gentes de dos mil y pico años después...

El creyente, verá al hijo de Dios escarnecido hasta la muerte, en una cruz que es un poco nuestra y  dual, personal y comunitaria; cada cual vivirá su Semana Santa, no sólo de acuerdo a la formación recibida, sino al "modo de vivirla" que tenga su comunidad.

Y turistas agnósticos, creyente lugareños, mirones que se paraban al pasar por mera curiosidad; indefinidos, los seres más prolíficos, de cualquier lugar; todos, sin excepción, no pudieron por menos de quedarse hipnotizados ante la expresión, mezcla del horror sufrido y de la serenidad que otorga la misión cumplida, cuando aquél Cristo, desafió la protección del edificio y salió, a calle descubierta, dispuesto a ser vituperado, una vez más, por los sayones atemporales de la historia escondidos entre las sombras de la noche, o a  ser el destinatario de los que imploraban perdón con sencillez, al fulgor de una farola cuya mortecina luz, agravaba aún más si cabe, la dramaturgia de la escena allí representada.

Unos pasos, derrotados  por el tiempo de la procesión, recobraban a bocanadas, las energías suficientes para arrostrar con dignidad aquella última pendiente , cual tercera caída, que les llevaría, sin remisión, hasta el templo de acogida en el que el Crucificado, esperaría otro antojo lunar para volver a aparecer, como había hecho durante siglos,  por las austeras calles de aquella fría ciudad castellana.


Para el Concurso Internacional de Poesía y Cuento, 2016. Revista Hispanoamericana El Parnaso del Nuevo Mundo.  (Perú). 

No hay comentarios:

Publicar un comentario