El frío, tradicional
de estas fechas, latitudes y evento, se filtraba cual soldado especializado,
por entre los pliegues de las generosas prendas de abrigo con que, los allí presentes, se habían pertrechado en
una previsión casi genética, transmitida de padres a hijos. Era marzo; y ese
mes no se tomaba a broma. La luna, en su capricho estelar, marca cada año al
elegir su cubierta plateada más intensa,
la Semana Santa.
La frigidez del
oscuro ocaso, rivalizaba por un lado, con las tinieblas legendarias, y no por
ello menos históricas, con las que Cristo se despidió del mundo terrestre; por
otro envolvía con un halo, aún mayor, de misterio al ambiente ya formado, de
una manera natural, ante la expectación y curiosidad de lo que unas cornetas,
relativamente cercanas, dejarían vislumbrar en unos momentos tras la curva
cerrada de la angosta callejuela, por la que se antojaba, a los allí presentes,
incapaz de albergar en su seno, la más pequeña carroza portadora de la figura del crucificado.
Y en esta tierra
austera, claramente definida por su clima, el silencio impera por todos los
rincones de una ciudad que vive de cara a sus imágenes policromadas más allá,
como presumo que ocurre en todos los rincones de esta piel de toro, de las
propias creencias religiosas; lo que seguramente sea el verdadero triunfo de la
religión: no soy cristiano o lo soy a mi manera, pero llevo tus andas o te
acompaño camino del calvario con el mismo dolor y respeto como si fuera un
auténtico y ejemplar cristiano.
La cantidad de gente
apostada en aquella curva estratégica, corroboraba los pensamientos de un
contador de historias que intentan, torpemente, describir lo que sus ojos
percibían y sus torpes dedos, quizá por el frío reinante, eran incapaces de
plasmar en un diminuto cuaderno en el que garabateaba, el plumilla, sin parar.
El estandarte guía
asomaba, con la humildad debida como si de un juego del escondite se
tratara, de la piedra berroqueña de la
que estaba hecha la casa de la esquina; era un guiño a los allí presentes,
anunciador de todo lo que venía tras de ella.
Unos tambores,
malamente destemplados, servían del acorde preciso para que la comitiva
conservara la homogeneidad que requieren tales manifestaciones.
Un largo quejido,
parido de un clarín, anunciaba con desgana y amargura la tragedia escenificada
en aquél trono de otras latitudes; paso en la Castilla milenaria.
Y cual cortejo real
de otros tiempos, terminó de girar la comitiva por completo aquella curva ,
hasta entonces reservada; para mostrar a los ojos de las personas amparadas
contra las paredes frías de los bajos edificios, el esplendor, en todas sus manifestaciones, de
la extraña belleza con que se representa el acto más inhumano de la historia,
revivido en unas figuras huecas de madera, que representan la más sutil y
hermosa imaginería existente.
Contradicción que
entrelaza y dulcifica un momento trágico con el sentir de las gentes de dos mil
y pico años después...
El creyente, verá al
hijo de Dios escarnecido hasta la muerte, en una cruz que es un poco nuestra
y dual, personal y comunitaria; cada
cual vivirá su Semana Santa, no sólo de acuerdo a la formación recibida, sino
al "modo de vivirla" que tenga su comunidad.
Y turistas
agnósticos, creyente lugareños, mirones que se paraban al pasar por mera
curiosidad; indefinidos, los seres más prolíficos, de cualquier lugar; todos,
sin excepción, no pudieron por menos de quedarse hipnotizados ante la
expresión, mezcla del horror sufrido y de la serenidad que otorga la misión
cumplida, cuando aquél Cristo, desafió la protección del edificio y salió, a
calle descubierta, dispuesto a ser vituperado, una vez más, por los sayones
atemporales de la historia escondidos entre las sombras de la noche, o a ser el destinatario de los que imploraban
perdón con sencillez, al fulgor de una farola cuya mortecina luz, agravaba aún
más si cabe, la dramaturgia de la escena allí representada.
Para el Concurso Internacional
de Poesía y Cuento, 2016. Revista Hispanoamericana El Parnaso del Nuevo Mundo. (Perú).
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